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José Enrique Martínez Lapuente: <i>Un extraño viaje</i> (Ediciones Carena, 2009)

José Enrique Martínez Lapuente: Un extraño viaje (Ediciones Carena, 2009)

    AUTOR
José Enrique Martínez Lapuente

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Monforte del Cid (Alicante, España), 1951

    BREVE CURRICULUM
Funda y dirige la revista de creación literaria Garimau en 1983. Con cierta asiduidad participa con artículos de opinión, crítica literaria y artes plásticas en revistas y periódicos españoles. Ha publicado El cuaderno de Vigo y Perpetuo presente (poesía) y Deseo y palabra poética (ensayo). Desde hace 30 años trabaja para la industria editorial como corrector de estilo, traductor y redactor




Creación/Creación
José Enrique Martínez Lapuente: Un extraño viaje (Ediciones Carena, 2009)
Por José Enrique Martínez Lapuente, martes, 5 de enero de 2010
Ambientada en distintas capitales europea (Barcelona, Toulouse, Marsella...), Un extraño viaje (Carena, 2009), de José Enrique Martínez Lapuente, es, ante todo, un examen acerca de la figura de la pasión, que afecta a ámbitos tan diferentes y complementarios como son la política, el amor, la literatura... De acuerdo con este esquema narrativo, la pérdida, el engaño, el sentimiento de culpa, la búsqueda de la redención, se despliegan en el texto para dialogar con el lector acerca de estos temaS.

Barcelone était enceinte de tous les rêves de sa vie.
André Malraux (L’espoir).


Elegí esta profesión porque, a través de ella, consigo relacionarme con lo más dinámico, conflictivo pero fecundo, de la vida humana. Este oficio me entusiasma y decepciona por igual. Se apodera de mí una alegría desbordante, que asimilo con el agua cristalina de un manantial, cuando constato las grandes posibilidades que abre el análisis para un sujeto cuya palabra esté habitada por el deseo y luche con tesón en pos del mismo. Me desalienta, en cambio, comprobar la estupidez, la cobardía, el engaño que muchos de mis pacientes suscriben una y otra vez con tal de destruir lo mejor que hay en ellos. Aferrados a su propio miedo, no reproducen sino el mandato, oscuro y antiguo, de un movimiento que se niega a sí mismo anegando cuanto estorbe su ciego impulso. Incapaces de crecer, de asumir responsabilidades, sus vidas parecen regidas por el aura gris de una existencia azarosa y mezquina donde nada es lo que parece.

En este dietario voy consignando lo mejor y lo peor de cuanto, como psicoanalista, conozco del ser humano. O más exactamente: de lo humano que busca ser y sólo halla una falta radical en su camino. Este cuaderno, de tapas duras, con la figura mitológica de un caballo grabada en ellas, me sirve para repensar, al calor de la escritura, la frágil grandeza de nuestra condición, que, como el color de los días de otoño que transcurren con placidez más allá de los ventanales de mi gabinete, se difumina, desaparece paulatinamente, sin descifrar el sentido de muchos de sus actos y creaciones.

Quiso el destino que fuera en este período del año, generalmente asociado al movimiento de una suave caída, del ocaso, de las fuerzas de la naturaleza que decaen, al ritmo lento que sobreviene tras la pleamar de la vida; que fuera precisamente en esta estación en que la existencia de todas las cosas queda como suspendida, sosegada al amparo de la luz, de los cálidos tonos que tejen la urdimbre del bosque en el alma del sueño que declina, que una vida desnortada y turbulenta, una vida a la deriva, me fuera confiada durante un tiempo para escuchar el deseo que en ella ardía con el preciso objeto de que, con mi ayuda, aquél fuera arrojado al vertedero del olvido. Que tal propósito, ni inconsciente ni inocente, llegase hasta mí bajo la apariencia de una demanda de reparación para con la figura del amado/odiado hasta la extenuación o el paroxismo, me brindó la oportunidad de atender uno de los casos más complejos que hayan desfilado por mi consulta.

Debo consignar que la misma se halla en Aviñón, muy cerca de la rue des Infirmières, en el piso principal de un sólido edificio del siglo XVIII. En la puerta de entrada, recortado sobre una placa dorada, aparece mi nombre, que para el improbable lector que me lea consignaré como el de Beatriz Martin. Hija de padres españoles emigrados a Francia en los años cincuenta; nacida en Arles, estudiante en el liceo Montmajour de dicha ciudad y en la universidad de Aix-en-Provence (licenciatura en Filosofía). Posteriormente, instalada en París, y tras los avatares de rigor de una existencia desenfrenada, di con mis huesos en el diván de Marc Soriano, psicoanalista de amplia proyección y hondas influencias.

Leo las líneas anteriores y fantaseo con la posibilidad de que alguien, en alguna insólita novela, lea ese párrafo que resume tantos años de mi vida como la ficha técnica de una carrera insustancial por lo común de la misma. En el fondo todo se resume en unas pocas líneas. Sólo la pasión, llama ardiente reflejando su fulgor en la superficie del agua sobre la cual discurrimos, ilumina nuestros días conectando nuestra mente, nuestro cuerpo, con la callada música del infinito.

Esa música --rendida, azul y láctea como lluvia de estrellas en noche constelada-- creí escuchar la tarde en que Renée abrió la cancela que da al pequeño jardín que rodea la entrada del edificio donde trabajo y vivo, franqueó la puerta principal, entró en mi apartamento, se presentó ante mí y dijo que tal vez, sólo tal vez, necesitara hablar conmigo.

Es difícil consignar en estas páginas el nombre de mis pacientes. Nunca se sabe si este dietario puede caer en manos de un desaprensivo. Por esa razón concreta enmascaro la identidad de los mismos, así como detalles reveladores de su vida privada y pública. No obstante, otros factores intervienen en la elección del nombre: la paradoja, por ejemplo, que a veces despliega la sustancia del mismo en el transcurso de un relato compuesto a partir de fragmentos significativos. El de Renée, que parecía renacer de sus propias cenizas, se hundió sin embargo (en un primer momento) en el fango de la alienación, en el cieno amargo de una incomprensible renuncia. ¿Incomprensible? Tal vez para una mente cartesiana, lúcida pero lineal. Para el psicoanálisis, en cambio, cuyo sujeto no es otro que el de la causa del deseo, el comportamiento de Renée, si bien retorcido, resulta, a la postre, de una claridad muy instructiva.

Se presentó ante mí como una mujer divorciada, con un hijo ya mayor, y a la que su marido había abandonado tras un largo período de convivencia. Dicho «marido», durante varios años, convivió con ella a pesar de hallarse disuelto el vínculo legal del matrimonio. Éste se deshizo como consecuencia de una relación, corta pero muy profunda, que dicha mujer había mantenido con un amante español a raíz de un viaje emprendido en compañía de una amiga a Barcelona.

Renée describía un cuadro general de angustia con episodios de taquicardia y agudo pánico de escena. Así, por ejemplo, si se hallaba participando en un congreso de medicina laboral (su especialidad, obtenida tras no pocos fracasos y titubeos) se sentía incapaz de hablar en público cuando le llegaba el turno de hacerlo. Pretextando una disculpa se refugiaba en cualquier lugar donde pudiese liberar la enorme tensión acumulada, manifestando fuertes temblores en todo su cuerpo acompañados de sudoración abundante. Asimismo, experimentaba un miedo irracional ante los grandes espacios vacíos; evitaba determinados recorridos callejeros, refugiándose repentinamente en la portería del primer edificio que encontrara ante la menor señal de alarma representada por cualquier «peligro»; temía, en suma, que su muerte pudiera acaecer en el momento más inoportuno o imprevisto.

El tratamiento de esta mujer ha sido largo, costoso, plagado de resistencias que no cejaban en su empeño de obturar cualquier contingencia que iluminase lo inconfesable de su deseo. Su deseo: algo de lo que nada quería saber, anhelando al mismo tiempo conocerlo para controlarlo y, finalmente, someterlo a la ley del silencio.

Las primeras sesiones que mantuve con Renée se hacían interminables, repitiendo siempre la misma cantinela: su marido, que la había dejado por otra mujer más joven pero idéntica a ella; su hijo, que no acertaba a encontrar la senda profesional más acorde con sus estudios; su trabajo, del que había solicitado una larga excedencia por «problemas de salud»... No fue fácil que pudiera hablar de ese otro «tema», como ella decía: el amante español. El amante.

--Ése es un capítulo cerrado, olvidado --me dijo en cierta ocasión, agresivamente defensiva, cuando la invité a hablar de ese episodio de su vida. No veo qué utilidad puede tener para mí a estas alturas de la película--. No, no quiero... prefiero no hablar del tema.

Con mucha paciencia, casi con ánimo pedagógico, le explicaba todas las veces que hiciese falta que es precisamente de eso que no queremos hablar, que evitamos cuidadosamente mencionar, de lo que aquí, en este lugar y en este lapso de tiempo, podemos enfrentar sin temor a ser juzgados. Que el objeto de este dispositivo no es otro que el de analizar, acotándolos, nuestros temores, angustias, intuiciones, presentimientos, sueños... Que todo cuanto ocurra en este ámbito, todo, es susceptible de examen.

A pesar de su férrea intransigencia, y tras varios meses de análisis, Renée, motu proprio, me habló un día de su infancia en Argel... de sus padres. Aunque nacida en un pueblecito del interior de la isla de Córcega, muy pronto su progenitor, oficial de aduanas, fue destinado para el desempeño propio de sus funciones a la capital de la antigua colonia francesa. En dicha ciudad Renée cursó sus primeros estudios, hasta que el recrudecimiento de la actividad terrorista del FLN, hacia finales de los años cincuenta, aconsejó el traslado de la familia a la ciudad de Alicante. Por entonces España era un nido de activistas de la OAS, pero también un refugio cercano donde algunas familias de mandos del ejército francés y demás funcionarios del Estado podían residir tranquilos y recibir sin sobresaltos las visitas de sus parientes. La familia de Renée residió en la capital levantina hasta 1962, año en que, definitivamente, se trasladó a Marsella para establecerse poco después en Aviñón.

De su estancia en Alicante durante esa época nuestra paciente guarda buenos recuerdos: el sol, la ya proverbial afabilidad de sus gentes, la rica cocina local, clases en una escuela privada, amigos... fundamentos que sin duda contribuyeron a forjar un espíritu vital y alegre, sobre el cual sin embargo se proyectaba, cual confuso nubarrón, la prolongada ausencia del padre. Éste solía aparecer dos veces al año, y siempre en cortas visitas que no sobrepasaban las dos semanas. Su madre, pues, fue el elemento esencial en la formación de su carácter. Autoritaria, estricta en cuanto a las más extendidas convenciones sociales, con algunos prejuicios bien asentados... Su ascendiente sobre los hijos en general, y sobre Renée en particular, era enérgico, casi varonil en algunos aspectos. Rasgo dominante que no hizo sino acentuarse con el paso de los años.

Un viaje de estudios que tuvo lugar en distintos escenarios de Bretaña, a los dieciocho años, le permitió conocer al que poco después sería su marido: Toussaint Valtin. Hijo de una familia de cómicos, su vocación profesional se orientó hacia el mundo del teatro, escena en la que ha cosechado cierta notoriedad. Por último, a los treinta años, y tras diez de matrimonio --colofón de una vida apacible y confiada--, Renée dio a luz a su único hijo: Bernard.

Y es en ese momento, justo ahí, donde da comienzo un largo ciclo de su vida que podríamos recoger bajo el siguiente epígrafe, si ésta fuera, claro está, una memoria clínica: «Del puerperio a la menopausia: relación crítica de una crisis permanente.» Porque a partir del instante en que su hijo nace, Renée sufre una serie de cambios tan convulsos, que los mismos no permiten concebir otra cosa que la creciente dificultad para articular su deseo y actuar en consecuencia aunque con las necesarias restricciones, por supuesto.

Así pues, y tras algunos cortes un tanto abruptos en el trascurso de las sesiones, los recuerdos de esta paciente, entrelazándose, han desembocado por fin en ese nudo gordiano que constituye un vuelco, un auténtico precipitado, de sus pasiones: su viaje a Barcelona en el mes de mayo de un ya lejano año: 1982.

Me gustaría resumir en pocas páginas las principales vicisitudes de este caso, aunque, bien pensado, prefiero escribir sobre el mismo todo cuanto dé de sí; incorporando, incluso, al texto de mis reflexiones, ese «otro texto» de Renée: sus diálogos y confesiones, soliloquios, recuerdos... Parciales narraciones de oralidad pura que conforman una masa verbal por cuyos intersticios, el inconsciente, habla. Única manera de aprehender algo del viento que circula atravesando la red.
Hablaba, pues, de ese año, al principio de la década de los ochenta. En efecto, vencidos los temores que tan celosamente mantenía activos, Renée, siguiendo el hilo de su memoria, se zambulló en él...

... es un viaje que mantengo muy presente, a pesar de mis esfuerzos por olvidarlo. Con mi amiga, Marie Lemoine, preparamos con cuidado los detalles del mismo. Nos ilusionaba, recién estrenada mi maternidad, disponer de una semana libre para las dos. Había dispuesto que Bernard se quedase en casa de mis padres, en Aviñón... Hablé con Toussaint, claro. Nuestra relación había experimentado un cambio brusco tras el nacimiento de nuestro hijo, pero la crisis se venía gestando desde hacía tiempo. Le dije que presentía ese viaje como un hecho importante en mi vida. No sabía por qué. Sin embargo, de alguna manera, sí sabía que al cabo del mismo daría con alguien decisivo en mi vida. Toussaint quedó pensativo. No podía ignorar las dificultades que por entonces atravesábamos como pareja. No obstante, venciendo sus propios recelos, aceptó mi marcha. «Haz lo que quieras --me dijo--, yo seguiré aquí. Te espero.» Durante esos días, mi marido, abatido y desconfiado, parecía no encontrar su lugar en el mundo. El teatro vivía un momento de gran decaimiento. Su trabajo, por entonces, era irregular: algunos bolos aquí o allá... poca cosa para mantener la nueva economía familiar. Por mi parte, y tras varios cursos, yo había interrumpido mis estudios de Medicina y no tenía trabajo. Pero lo que más me irritaba de nuestra situación era la pasividad, indolencia, resignación de Toussaint... Parecía otro hombre... Un hombre muy distinto del que yo había conocido hasta hacía muy poco.

--¿En qué momento situaría usted ese cambio?

--... sí... al comienzo de mi embarazo. Aunque antes de concebir a Bernard, me disgustaban ya sus salidas de tono. Sin embargo, durante mi período de gestación se mostraba torpe, desconsiderado hacia mí. No me tenía en cuenta; casi nunca me miraba. Traté muchas veces de hablar con él... Ni caso. Al principio creí que todo se debía a sus problemas de trabajo... No, no era eso... Parecía abstraído, desilusionado... un hombre vencido. Le pregunté si deseaba a nuestro hijo. «¡Pues claro, cariño! --me dijo-- ¿Cómo puedes pensar algo así?» Pero yo no lo tenía tan claro.

--Si tuviera que definirlo mediante una frase breve, ¿qué diría usted de él?

--Que me recordaba la figura de un rey destronado.

Sorprendida por la seguridad y el aplomo que repentinamente se apoderaron de ella al dar esa respuesta tan contundente, Renée experimentó una sacudida en todo su cuerpo. Extendida en el diván, dio un respingo, como si éste la proyectara hacia un lugar largamente ansiado aunque infranqueable para un sujeto prisionero en una sutil trama urdida con el hilo de la culpa y el reproche. Por un instante la represión cedía paso a la verdad, agazapada entre palabras.

Interrumpí la sesión, dándole tiempo para elaborar y comprender los efectos que la misma pudieran desencadenar en ella. No es fácil hallar el punto de cesura. Cortar no significa introducir al azar cualquier significante. Supone primar el valor de una palabra por la revelación que la misma introduce en la conciencia. Y hacerlo en el momento oportuno.

***

La siguiente visita de Renée tuvo lugar dos días después. Todo, de alguna manera, volvía a empezar en esta paciente. Sobre todo ese capítulo censurado de su historia, que retornaba con fuerza inusitada; había, pues, que estimular el libre flujo de sus asociaciones. Esta vez su relato se hizo más extenso y pormenorizado.

--... me sentía muy unida a Marie. Algunas veces bajaba hasta Marsella para quedarme dos o tres días. En su pequeño, aunque cálido apartamento, fue tomando forma la idea de realizar ese viaje a Barcelona. ¿Por qué Barcelona? No lo sé. Mi padre siempre decía que Barcelona era una ciudad más que atractiva... Seductora. De alguna manera me transmitió su entusiasmo por la capital catalana. Así que un día de mayo tomamos un autobús y nos fuimos a conocerla. Las primeras jornadas de aquella semana las pasamos recorriendo los principales puntos de interés que reseñaba nuestra guía: museos, calles, monumentos... bares, restaurantes, conciertos... Todo me gustaba mucho más de lo que había supuesto. Sin embargo, necesitaba otra cosa. Algo que no sucedía. Me rondaba el fantasma de un próximo encuentro. Era como si la pura inminencia se hubiese alojado en el aire y ese hallazgo pudiera acontecer en cualquier momento. Finalmente tuvo lugar, se produjo...

»La víspera de nuestro regreso Marie y yo deambulamos por el casco antiguo de la ciudad. Durante varias horas recorrimos un sinfín de callejuelas, deteniéndonos en tiendas y comercios para comprar algún bibelot como recuerdo. Nuestros pasos nos llevaron hasta una librería. Tras hojear varios libros, entre los cuales di con una vieja edición de Calmann-Lévy --Promenades dans Rome--, de Stendhal, Marie entabló conversación con el dueño de aquel establecimiento. Se trataba de un tipo simpático y raro, un anarquista español exiliado durante largos años en Francia. Enseguida me adherí al improvisado corrillo que se estaba formando, pues otros clientes del local se sumaban ya a la que prometía ser una charla divertida. Me atrae esa forma tan española de conversación, todo un género en su caso: la tertulia. Además de aquel viejo anarquista, muy ocurrente en sus intervenciones, otros hombres integraban la rueda de la reunión. Cuando la misma tocaba a su fin, pues se aproximaba la hora de cierre para el almuerzo del mediodía, entró un hombre joven que alegremente se encaró con el viejo en cuestión. Supe luego que frecuentaba a diario la librería y que conocía al dueño de la misma desde hacía tiempo.

»Aún conservo una imagen indeleble de ese momento... Al cruzar nuestra mirada, sus ojos se abrieron en un destello de asombro, como desconcertados por una insospechada emoción de reconocimiento. Me sentí halagada... y sorprendida. Su conversación, además, era motivo de júbilo entre los contertulios, ya que su estilo era directo y brillante, provocador. Ocurrió entonces algo que me hizo sentir como transportada... La inquietud que había registrado hasta ese momento se iba disipando a medida que hablaba con él, sobre todo cuando sus ojos chispeaban con encanto al mirarme. Sus palabras adquirían un tono especial, de sincero afecto, al hacerme partícipe de alguna confidencia que los demás, entusiasmados como estaban por el calor de la discusión, no podían seguir al informarme de ciertos extremos que el tema requería para un eficaz seguimiento de cuanto allí se hablaba con velocidad de vértigo. Pues no sé cómo... pero la tertulia al completo desembocó en la reciente publicación de la novela La algarabía, de Jorge Semprún. No he leído esa novela... Mejor dicho, sólo conozco algunos trozos de la misma. Sin embargo, para aquellos españoles, apasionados e iracundos, las cuestiones que allí se dirimían les importaba como si la propia vida les fuera en ello. ¡Resultaba incomprensible... y fascinante!

»...la librería cerraba. Aquel hombre iba a despedirse de mí... momento que aproveché y, adelantándome, le dije algo así como... “¿acaso no vienes a comer con nosotras?”. Él me respondió que sí, que claro, que cómo no... Me pidió algo de tiempo para volver a su casa, pues necesitaba terminar algunas cosas que estaba haciendo... que le esperásemos en un restaurante muy cercano, uno de los más emblemáticos del barrio. Era un lugar pintoresco... Recuerdo grandes toneles de vino que, situados a la entrada de la bodega, junto a la pared, daban paso a un espacio iluminado por la luz diurna de una claraboya, de color sepia, como la que desprenden ciertas fotografías antiguas. Cuadros que reproducían escenas costumbristas... mesas de mármol blanco, ristras de ajos que colgaban del techo, jamones... un rincón muy español.

»Después de comer, los tres nos dirigimos al puerto de Barcelona, descendiendo por los amplios bulevares de las Ramblas. Aún guardo la sensación de que el aire, la luz, el mar, así como la tierra que pisábamos, generaban un atmósfera envolvente y protectora... era como si un dios antiguo, una figura mitológica, auspiciara el momento. Mis sensaciones las percibía con mayor lentitud y claridad... todo parecía acordado de antemano en otra parte, en otro plano... como si toda mi existencia discurriera por cauces bien conocidos. El sentimiento de una euritmia secreta y luminosa, radiante, se apoderó de mí, orientando cada paso que daba, mis palabras y gestos, la mirada... que ahora --otra vez el mismo relumbro-- la recuerdo confiada, alegre, reconciliada consigo misma y con las cosas del mundo.

»Allí, en las escaleras del puerto, nos despedimos de nuevo para quedar más tarde con el resto de compañeros del mediodía en una boîte situada en el corazón de Gracia, uno de los barrios con más sabor de Barcelona.

»La música que interpretaba un pequeño conjunto mexicano no hizo sino acrecentar la fuerza del deseo que inevitablemente nos empujaba el uno hacia el otro. ¡Cómo olvidar la canción! Solamente una vez, que de pequeña, en las calles de Alicante, entre sábanas al viento y el aroma de las comidas impregnando el aire cálido, oía una y otra y otra vez, hasta sentirme llevada a una región de mí misma abierta y lejana, transparente, donde sólo reinaban la quietud y el silencio. Sí... “solamente una vez / amé en la vida”... la vida que no tuve junto a mi padre, la vida que me fue negada junto a una madre autoritaria y triste, ahogada en quejas, zozobra y lágrimas, en reproches... una madre que sólo observaba el deber, la moral, la entrega fiel a una espera interminable y vacía. Una madre que, allá en el fondo, siempre me ignoró, tratándome como a una rival.

»¡Cómo no entregarme aquella noche! ¡Cómo no arrojarme en brazos de aquel hombre joven, apasionado y elocuente! Por supuesto, veía la mirada de los otros, su deseo de mí, el afán que flotaba en la reunión de esa noche y de la que estuve casi ausente... Sólo tenía ojos para él, para sus manos, esas manos firmes que después, cuando el grupo se deshizo al despedirnos y desearnos todos las buenas noches, tomaron las mías con decisión, como si siempre hubiesen estado aguardando ese momento, el instante de estrechar mi mano entre la suya hasta fundir nuestros corazones en un solo y acompasado ritmo.

»A Marie no le gustó nada que también me despidiera de ella... que la dejara allí, plantada en la calle, a la espera de un taxi que tardó en tomar para dirigirse al hotel, mientras nosotros dos emprendíamos a pie, entre efusiones y abrazos, disolviendo nuestros cuerpos en el calor de la noche, el camino hasta el apartamento de mi amante.

»...situado en una plazoleta, junto a la iglesia e inundado de luz, aquel estudio --un ático en el barrio gótico-- coronaba los tejados que, en quieto descenso, se fundían con la raya del horizonte marino. Calma y reposo eran las notas que dominaban su atmósfera interior, y todo en él respondía al cuidado de facilitar la pasión de dos enamorados que, desbordados, se hallaran dispuestos a ir más allá de sí mismos en un viaje sin retorno. Así viví esa noche, última de mi primera estancia en Barcelona, el encuentro amoroso más candente que haya experimentado nunca. Rendidos pero dichosos en la caliente amalgama de nuestros cuerpos, la mano del alba nos rozó, fresca y fugaz, como el pájaro de la felicidad, que apenas se posa ya levanta su vuelo.

»Paseando desnuda por el gran salón con chimenea de aquel apartamento, esa mañana contemplé, embelesada y pensativa, el aura del sol, que parecía fecundar la ciudad con sus rayos benignos.

»...sin embargo, al tomar conciencia de la situación que habíamos creado aquel hombre y yo, empecé a sentirme vagamente culpable... Sé que es inútil tratar de justificar mis necesidades o mis estados de ánimo, pero en el vértice mismo de aquella impresión maravillosa, de dulce y plena libertad, la comezón de una tristeza, que amagaba con hacerme llorar, me devolvió la imagen solitaria de Toussaint en nuestra casa de Aviñón... así como la de Bernard bajo la tutela de mis padres...

»...ni siquiera desayuné con él. Excitada por cuanto acababa de ocurrir entre nosotros, me despedí apresuradamente, casi sin saber qué decía. Me perdí entre las calles de Barcelona; sin mirar adónde iba trataba de localizar a ciegas el hotel donde todavía esperaba encontrar a Marie... Asirme a ella como a un salvavidas en medio del hundimiento... Aún dormía cuando llegué, jadeante y sudorosa, a la habitación. Me vio al cabo de un rato, tras recoger mis cosas y hacer la maleta. Seguía enfadada conmigo; no podía perdonarme el hecho de haber encontrado al amante que, también ella, tanto necesitaba. Nada nos dijimos durante buena parte de la mañana. Sólo tres horas antes de tomar nuestro autobús para Marsella, al caminar de nuevo por calles cercanas al lugar donde había pasado la noche, hablé con Marie. Se lo conté todo. Y al cabo de mi relato me acució la urgencia de volver al apartamento de aquel hombre. Como sonámbula llegué a él, y me paré ante la puerta... Llamé tras varios segundos de vacilación... Oí pasos que descendían la escalera. Por fin se abrió la puerta y apareció él. Llorando, entre suspiros, me arrojé a sus brazos, y aquel hombre, correspondiéndome desde su oscuro llanto, me abrazó en una unión que fue, por un instante, imperecedera.

»Ambos, abrazados, rodamos por el suelo del recibidor. En él permanecimos... ya no sé cuánto tiempo. Sólo me acuerdo de mi propia conmoción, que me llevaba a repetir la frase “¿Qué nos está pasando?” entre satisfecha y aturdida.

»Cuando nos serenamos sólo pude colocar en sus manos, como ofrenda de despedida, un reloj de bolsillo... un pequeño reloj con la cruz roja grabada en el centro de su esfera. Él, tras buscar entre los objetos de su despacho, me dio una pequeña madera... casi rectangular, de superficie rugosa y tacto agradable, con un aroma salino exudando todavía de sus poros. Cuatro días antes la había encontrado a orillas del mar.

Aquí, en este pasaje de su relato, interrumpí la sesión. El material que Renée había traído era tan rico y sugerente, que la presencia del mar, como cierre, me pareció apaciguadora y sublime. Sin duda la escena, intensa y hermosa, ayudaría más tarde a su protagonista a enhebrar mejor otros recuerdos.

Debo decir que las palabras de Renée no son exactamente las que yo refiero aquí... en este cuaderno. O mejor dicho, sí, son sus palabras, pero expresadas de otra manera... a mi manera. No soy escritora. No pretendo por tanto crear un «personaje», como hacen los narradores en cualquiera de sus trabajos. Mi único empeño es el de transmitir al papel una experiencia... La experiencia de Renée contemplada desde mi punto de vista. Por lo demás, resulta imposible reproducir con fidelidad los accidentados vericuetos que atraviesa una palabra en su transferencia con el analista. Aquel que halle, algún día, este manuscrito entre mis notas y papeles, que tenga presente este extremo: Sólo pretendo escuchar, pensar, comprender. Ésa, y no otra, es mi tarea.

Nota de la Redacción: agradecemos a Ediciones Carena en la persona de su director, José Membrive, la gentileza por permitir la publicación de este fragmento del libro de José Enrique Martínez Lapuente: Un extraño viaje (Ediciones Carena, 2009).

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