Se sentó sobre una laja al borde del camino. Los esfuerzos hacían mella
en su menguado cuerpo, la potra volvía a soltarle las tripas por la ingle y
debía remangarlas para seguir su destino.
La ondulación de una dorada
llanura con barbas incipientes se extendía hacia el horizonte rasurado. Retales
dispersos de encinares y ocres viñedos se cosían al trigueño paisaje. La panza
húmeda de los nubarrones sometía al páramo tullido.
A la izquierda de
Suero se abría un pespunte de cipreses que remendaba el cementerio. Al frente,
la hiriente aguja de la torre de la iglesia desgarraba el cielo y se deshacía en
pinceladas de lluvia que desleían el tapiz amarillento del suelo. Hombres y
mujeres en barbecho paseaban su miseria sorteando charcos.
El agua, a
pesar de molerle los huesos, siempre le untaba unas friegas de añoranza
deleitosa que lo trasladaban a su niñez en tierras del Norte. Suero Láinez se
caló el capuz de cordobán y admiró la recia villa castellana que abría sus arcos
de sillería a su hambre de cronista. Hasta ahora sólo le habían asaltado las
hambrunas, el frío, las liendres y la podredumbre, pero al llegar a Almente
nació en él la esperanza de darse de boca con una pendencia entre señores, con
una conjura encubierta, con un rapto de amores, con conspiraciones propiciadas
por el poder o por la pasión. Una vez recogidos fielmente por su retina,
anotaría todos estos hechos en el librillo de memoria que guardaba impoluto en
su faltriquera y armaría una historia que sería leída durante siglos y siglos
con avidez. Quería ser el testigo fiel de algún suceso verdadero para que bajo
su pluma cobrara nueva vida. Guardaba el recado de escribir como oro en paño,
envuelto en lienzo de holanda, pero aún no había tenido oportunidad de desliarlo
para dar fe de los misteriosos sucesos que habrían removido los cimientos de
cualquier reino.
Al menos en aquel alfoz no se ofrecía a ningún ahorcado
como primer presente para advertir al forastero de la sangrienta fiereza de la
justicia. Sin duda, la falta de esos péndulos macabros, señalaba un buen
augurio. Mucha era la fama de aquel lugar como residencia de caballeros
principales y señores de vieja crianza. Los conventos no se contaban con los
dedos de una mano y enseñaban, impúdicos, sus espadañas desde la lontananza.
Sólo ese pesar de inmensidad que le transmitía el paisaje, sin límites elevados
en su horizonte, lo llevaba mohíno por los caminos castellanos, pese a haber
abandonado hacía muchas lunas los montes imponentes del Pirineo.
Ya se
veía Suero Láinez testigo de ocultos negocios que darían en la pila con algún
duque. O relator de alguna alquimia con la que se conseguiría torcer el rumbo
del reino. O al servicio de una orden de caballeros que descubrirían al maligno
en la propia Santa Iglesia Católica. O pintor de una intriga secreta de
iluminados que su pluma registraría sin salirse un punto de la verdad. O
pesquisidor de enredos de convento cuyos hilos se extenderían hasta el Papa…
Traía el morral empapado, con cuatro bodigos de pan duro; la cantimplora
de calabaza en el otro costado; y, terciado, el laúd que acompañaba sus
cantares. Las andanzas por tierras de Castilla duraban ya no sabía cuántos años.
Algún suceso, perdido en los tramos rotos de su memoria, lo había arrojado sobre
los caminos. Se ganaba la vida con dificultad como trovero ambulante, al modo
antiguo, pero su última ocurrencia había sido la de servir de letrado
escribiente y erigirse en el más alto cronista del reino con derecho a
posteridad.
Los mozos vendimiadores se tronzaban el lomo al borde del
camino, hundidos hasta los tobillos en el barro que ya acumulaba la viña. Suero
pasó bajo el morrión del arco que daba entrada a la villa, con el paso
enlodazado y el magín revuelto en tropel de imaginerías.
Era día de
mercado. La Plaza Mayor bullía en un ir y venir de gentes, atraídas por las
mercadurías de los comerciantes. En el teso del ganado, secos labriegos
escrutaban ovejas, caballos y bueyes. Los gritos de los conversos ofreciendo
brocados de Oriente se confundían con la berrea de las bestias y el regateo de
la compraventa. Bajo los toldos de lona se exponían cebollas, nabos, ajos, ramas
de urce para encender el fuego, cestos con gallinas y palomas, cera, miel,
cántaros, ollas, hachas, hoces, trébedes, rejas de arado para desalmar los
campos, abarcas, cobertores, sayas mozárabes y otros muchos productos
atrayentes. Los compradores: infanzones, clérigos, caballeros y campesinos de la
ciudad o el alfoz, traducían en ovejas o bueyes los precios de las mercancías.
Se transitaba con dificultad entre los puestos. Lacayos y señores en abigarrada
mezcla se abastecían para toda la semana.
Nuestro estrafalario personaje
se abrió paso entre la turbamulta, ojeroso y arrugado, con el jubón empapado. El
lodo del vagamundos había apagado el rojo vivo de sus calzas y la juventud de
sus andares. En sus pupilas quedaba el brillo de la añoranza: un pasado
palaciego de damas deslumbradas por sus trovas; noches de amor robadas con
coplas picantes a infelices sirvientas; disputas literarias en las que los
trovadores esgrimían su ingenio como único valor de la competencia; espléndidos
banquetes cuyo solo recuerdo servía para aguar su boca…
La humedad
quemaba los huesos del viejo trovero. Dejó en el suelo el laúd, convencido de
que sus ateridos dedos apenas podrían rasgar las cuerdas. Arrimó su espalda a la
fachada de la iglesia, buscando el resguardo del cierzo. A su alrededor
comenzaba a congregarse un público harapiento en el que los rapazuelos eran
mayoría, azuzada su curiosidad por las voces del vate:
“
¡Oigan
señores el lamento de don Gonzalo cuando Almanzor le mostró las cabezas de sus
hijos; acérquense y oirán las crueldades del traidor Ruy Velásquez y de cómo
Mudarra vengó a sus hermanos en valiente batalla!” El reclamo de la
sangre fue siempre un acicate infalible para atraer la atención. Si aquellas
historias de los romances antiguos se le presentaran ahora a Suero en sus
narices sería capaz de armar el argumento más atrayente que los sabios hubieran
leído hasta entonces.
Echaba de menos los juegos retóricos de la poesía
cortesana, pero desde que se lanzó a los caminos, un aire de tragedia había
invadido su voz. No podía cantar por las agrestes plazas los enrevesados versos
cortesanos, por lo que recurría una y otra vez a los sencillos cantares trágicos
que había oído en su niñez.
Su enigmática salida de la vida muelle,
quizás por declive de su gallardía o por sus cada vez más aguadas entendederas,
dejó prendida en la mirada del antes trovador Suero Láinez la vacuidad de la
idiotez. La lluvia había cesado y con ella los pocos impulsos que lo movían.
Había salido de una vida regalada para empozarse en un mundo de estreno, asolado
por hambrunas, guerras y epidemias. El albayalde y los oropeles se trocaban en
mugre y miseria. Ni siquiera el fragante líquido de la tormenta que engrasaba
sus entendederas con la fuerza del recuerdo infantil, le ayudaba ya a tenerse en
pie.
Comenzó Suero su letanía con la voz quebrada y el rostro
descompuesto, intentando penetrar, no solo en el discurso, sino también en el
dolorido sentir del protagonista del cantar, Gonzalo Gustioz, quien, en boca del
juglar, comprueba que las cabezas envueltas en polvo y sangre son las de sus
siete hijos y la del amo que los crio. A la vista de los semblantes de la
concurrencia, parecía como si allí mismo los cráneos de los Infantes se hubieran
desliado de la manta que los envolvía. Los ojos ingenuos de los muchachos
absorbían deslumbrados la pasión de la escena a pesar de que el vate se deshacía
por dentro como carne podrida. El llanto de don Gonzalo imprimió un rictus en el
juglar que brotaba de un venero interno de melancolía, fermentado por el
miserable aspecto de su auditorio. Recordó, entre las brumas de la idiotez, la
juventud espumosa de Felicia, de Aurora, de su inseparable amigo Elicio; las
festivas veladas de palacio, los tocados de las damas, los retruécanos fingidos
de sus versos. Pero el pasado era absorbido sin piedad por las descarnadas
pupilas de los rapaces que en breve regalarían el rostro de Suero con estiércol
y verduras podridas.
Hasta el vocerío del mercado había remitido para
saborear la tragedia del histrión. Los versos brotaban malheridos, no tanto por
el dolor que en Suero derramara el cantar como por los recuerdos que no podía
retener en su memoria, enfangados por la miserable audiencia que lo rodeaba. El
cochambroso auditorio se sobrecogía, estremecido por la verosimilitud de la
representación. La expresión absorta de los muchachos y la conmiseración de los
duros rostros de las mujeres ofrecían un espectáculo de inocencia y curiosidad
que fue hollando el voluble ánimo del juglar, ya entregado por entero.
Tras muchos años repitiendo las mismas coplas, nunca había permanecido
indiferente ante la sincera reacción de su auditorio. Tal vez esta conexión
enfermiza con el público fuera el germen de su creciente melancolía. Ya no
deseaba los paraísos perdidos para sí mismo, sino para esos desharrapados que
poco a poco se habían ido adhiriendo a sus entrañas. De ahí que su fantasía
hubiera pergeñado el plan de convertirse en cronista del reino, para abandonar
aquel dolor empático que lo consumía.
Demasiado débil para andar por los
caminos. El hedor de los albañales lo recibía en cada muralla, y se hundía en
ellos hasta enfangarse por completo. El placer regalado de las bien mullidas
estancias de palacios y castillos se iba desvaneciendo en la varada oquedad de
su cabeza. Sólo quedaban los anhelos del nuevo oficio que le reportaría fama y
gloria eterna, las crónicas que escribiría en aquella villa no tendrían parangón
con ninguna que nadie hubiera escrito hasta entonces.
Los gañidos de las
placeras se confundían con la algarabía de las bestias; las animadas disputas de
los tratantes de ganado eran interrumpidas por los graves mugidos de un semental
en plena monta; la voz chillona de un chalán ofreciendo sus quesos de cabra
deslucía la envolvente musicalidad de los versos. Y, sobre todos ellos, el
lúgubre metal del campanario parecía querer solemnizar la espontaneidad lúbrica
del mercado. Un profundo escalofrío recorrió la espalda de Suero al oír el toque
grave y espacioso.
“¡Más me valdría la muerte que esta vida tal!”, gemía
Gonzalo Gustioz por boca del juglar.
Calló de repente, esbozando una
mellada sonrisa, tan vacía como su estómago. Se quedó alelado, observando los
medallones tallados en el friso que culminaba el atrio del concejo. En uno de
ellos se representaba la figura exenta de un escribiente con un libro en la mano
y, en el siguiente, a un juglar con laúd y tamboril. Se vio inmortalizado en
piedra por partida doble: reconocía su propio rostro en las figuras enmarcadas
dentro de las cenefas circulares de sillería, pese al tosco trabajo del cantero.
Esta última emoción premonitoria lo derrumbó como pelele contra la pared
de la iglesia. Un viejo le increpó para que continuara con el relato, pero sólo
consiguió atraer una mirada idiota, de ojos vacíos. El batir de las campanas
junto con las mieles de piedra de la inmortalidad trepanaban su memoria cuando
la inanición y el frío ya habían agarrotado los resortes físicos del viejo
trovador.
Un cura, que en esos momentos dejaba la iglesia, reparó en la
figura estrafalaria de Láinez. No pudo menos que acercarse y apartar a las
gentes, que, alteradas por el silencio del trovero y aprovechando su imagen de
monigote, comenzaban a increparle y a arrojarle todo tipo de inmundicias.
Mientras lo sentaba junto a él en el atrio del pórtico, escrutó con detenimiento
los raídos oropeles de su atuendo. No se correspondían con los de titiriteros y
vagabundos que hasta allí se allegaban todos los miércoles desde Dios sabría
dónde. Tras su escrupulosa observación, se despertó una curiosidad que lo
impulsó a ofrecerle el abrigo de su casa. Recogió el instrumento, maltratado por
los podridos proyectiles del incondicional senado, y agarrando por debajo del
brazo a Suero, se abrieron paso entre la multitud hasta una casona próxima a la
iglesia.
Nota de la Redacción: agradecemos a
Ediciones Carena
en la persona de su director,
José
Membrive, la gentileza por permitir la publicación de este
fragmento del libro de
José Urbano Hortelano,
Criaturas del
Piripao (Carena, 2011), en
Ojos de
Papel.