LARRA, HOMBRE DE TEATRO
Al sustituir los estudios universitarios por
esta otra que pudiéramos llamar
universidad de la tertulia, Larra había
dado pasos decisivos para su proyecto personal de constituirse en escritor
independiente. En esos cenáculos había conocido y debatido con señalados
contertulios vinculados a la política y el periodismo como Salustiano de
Olózaga, Ramón Mesonero Romanos, Patricio de la Escosura, Manuel Fernández
Varela, el duque de Frías, Mariano Roca de Tagores, marqués de Molins, Juan
Donoso Cortés, o pintores como Madrazo, Esquivel, Alenza… El padre Manuel
Fernández Varela –quizá el principal mecenas del Madrid de la época-, realizó
gestiones indispensables para que el gobierno autorizase la primera publicación
de Mariano José de Larra, la revista
El Duende Satírico del Día, cuyo
primer número apareció el 26 de febrero de 1828, cuando el autor no había
cumplido todavía los 19 años. No es desacertado que Susan Kirkpatrick mencione,
en la nómina de controversias en que Larra participa, en primer lugar, las
polémicas “acerca del teatro”. Gran parte de esas amistades juveniles
pertenecían al ámbito escénico: el propio Patricio de la Escosura, Antonio Gil y
Zárate, Manuel Bretón de los Herreros, Ventura de la Vega o Juan de Grimaldi.
Como resultado, el segundo cuaderno de
El Duende Satírico del Día del 31
de marzo de 1828, incluía la primera crítica teatral de Larra, dedicada a un
famoso melodrama de principios de siglo: “Una comedia moderna.
Treinta años,
o la vida de un jugador”, quizá el más célebre drama de Víctor Ducange,
donde el recién estrenado crítico abordaba con satírica ironía cuestiones
candentes en la innovación teatral de la época, como el nuevo sentimentalismo,
el efectismo romántico y la reconsideración del problema de la verosimilitud,
así como el esfuerzo por darle coherencia interna necesaria para los nuevos
modelos de dramas, que debía sustituir ahora a las unidades del anterior teatro
aristotélico. También se ocupaba de los precedentes del melodrama en las obras
del Siglo de Oro español o realizaba un análisis de la recepción de la nueva
dramaturgia en el público. Para un crítico casi adolescente, los registros de
esta primera crítica teatral revelaban un talento, una perspicacia y un
conocimiento intuitivo de los desafíos del arte dramático a comienzos del siglo
XIX verdaderamente sorprendentes.
No debió pasar desapercibido este
hecho a los hombres de teatro con los que había trabado una reciente amistad,
Bretón, Ventura de la Vega, Roca de Tagores y Grimaldi entre los más
sobresalientes. Éste último le brindaría la oportunidad de conocer desde dentro
el engranaje interno de una representación escénica. Circulaba por entonces una
leyenda sobre Juan de Grimaldi, soldado francés que había llegado a España con
el duque de Angulema, formando parte del ejército de los Cien mil hijos de San
Luis que restauró el absolutismo en 1823, narrada de este modo por el marqués de
Molins en su libro
Bretón de los Herreros: “Pues ahora bien, es de saber
que uno de aquellos cien mil hijos del santo Rey, empleado por cierto en la
Administración militar, y hombre de preclarísimo talento, vivía en un cuarto
tercero de cierta casa de huéspedes, no distante del Teatro del Príncipe (por
nota: calle del Príncipe, núm. 11 antiguo) y que un día muy de súbito,
hundiéndose el piso vino a caer por el escotillón, mal herido y bien magullado,
al segundo de la misma casa, y a la alcoba nada menos que de una lindísima y
joven actriz, que aunque principiante, era ya favorita del público y blanco de
lisonjeras esperanzas. Fundábanse éstas en el claro ingenio, en la señoril
figura, en la viva y noble fisonomía, en la voz por todo extremo encantadora, y
sobre todo, en la irreprochable conducta y asidua aplicación de Concepción
Rodríguez, que así se llamaba. Aquel inesperado hundimiento, aquella forzosa
hospitalidad, la desgracia del empleado francés, su soledad y desamparo y su
talento pusieron a prueba, primero la compasión, luego la simpatía, enseguida el
cariño, y al cabo el amor de la virtuosa e inteligente belleza; y él, prendado
de tantos atractivos, dejando empleo, Patria y porvenir, le dio su mano y su
nombre” (1).
Más allá de la leyenda del hundimiento de la tercera planta
del soldado en la alcoba de la virtuosa inquilina de la segunda planta, y de que
ésta, más que principiante, fuese ya desde hacía siete años primera dama de las
compañías del teatro del Príncipe y del teatro de la Cruz, lo cierto es que el
matrimonio entre Concepción Rodríguez y Juan de Grimaldi proporcionó un
extraordinario impulso al arte dramático español a finales de la década de 1820.
En realidad, antes de su boda con la célebre primera dama de los dos coliseos de
Madrid, Grimaldi ya había intentado hacerse con el control de ambos teatros e
introducir importantes reformas en ellos. David T. Gies rescató documentos
concluyentes sobre ese primer proyecto, pocos meses después de la llegada del
militar francés a Madrid. Varias cartas y dos contratos propuestos por Grimaldi
al Ayuntamiento de Madrid, propietario de los teatros del Príncipe y de la Cruz
-estudiados por Gies-, constatan que Grimaldi sólo propuso, en un primer
momento, representar espectáculos en francés para los soldados del ejército
aliado que ocupaban la ciudad sin conocer el idioma ni disponer de diversiones
propias. Comenta David T. Gies: “Grimaldi comprendió sagazmente que el teatro
tenía un impacto tan político como artístico, y para ofrecer algunos
espectáculos a los nuevos residentes de la capital (esto es, a las tropas
francesas) propuso el establecimiento de un teatro dirigido primordialmente a
ellos. El 16 de marzo de 1824 escribió: “
Habiéndose declarado en quiebra la
empresa de don Juan Saenz de Juano, los teatros se encontraron cerrados en la
época en que esta diversión se hacía más necesaria, es decir, en el momento de
mayor agitación de las pasiones políticas y de la presencia en medio de la Corte
de un numeroso ejército extranjero.” Meses antes, en carta del 4 de julio de
1823, había sugerido: “
un teatro francés en el que se representarían las
mejores tragedias, comedias e intermedios de música conocidos con el nombre de
Vaudeville.” La creación de un teatro francés tenía el apoyo del duque de
Angulema y en esta primera carta, Grimaldi insistió en que: “
nada podrá ser
más agradable a los individuos de todas clases del ejército auxiliador que lo de
poder disfrutar en medio de las fatigas militares en un país extranjero de la
diversión que les proporcionará un teatro de su nación.” Sus ideas giraban
en torno a la división del teatro entre obras francesas y otra diversión de tipo
extranjero, o sea, la ópera italiana” (2).
Ante la oposición de los
actores españoles, Grimaldi tuvo que rectificar su propuesta, dando cabida en el
repertorio a autores del Siglo de Oro, Lope, Tirso, Moreto, Calderón, así como
sainetes y entremeses españoles. Pero quizá la propuesta que adquiriría mayor
repercusión en la década siguiente fue su proyecto de realizar en los teatros
madrileños una auténtica revolución técnica, que los dotase de igualdad de
recursos frente a los grandes teatros europeos. Nuevos maquinistas, nuevos
decorados renovados cada temporada, modificación de bastidores, telones de fondo
y carpintería teatral para que todo se moviese, mediante máquinas, con la mayor
agilidad. Hacer, por ejemplo, que los telones no fuesen enrollados en cilindros
sino que bajasen y se alzaran como cuadros, lograr que las trapas se movieran de
un modo ligero en beneficio de la ilusión teatral. Asimismo una mayor
profesionalización y organización de las compañías, incluyendo un punto capital:
el perfeccionamiento de la naturalidad en la dicción de los actores. Al concluir
las primeras negociaciones, esta tentativa de renovación fue rechazada por el
Ayuntamiento, pero cuando más adelante Grimaldi sí consiguiera sacar adelante
sus ideas renovadoras, los escenarios de Madrid quedarían perfectamente
equipados y dispuestos para acoger la revolución romántica, cuyas puestas en
escena demandaban una transformación previa de esta índole.
Ésta se pudo
verificar, poco después, gracias al respaldo del talento y la enorme popularidad
de Concha Rodríguez, con la que Grimaldi contrae matrimonio al año siguiente.
Como dato significativo de la celebridad alcanzada, Luis Calvo Revilla señala
que “su boda se celebró en la iglesia de San Sebastián el año 1825, y no en la
capilla de los actores, aunque está allí, sino en el altar mayor de aquel
templo, porque fue tanta gente la que quiso presenciar la ceremonia que la
iglesia resultó chica” (3).
Favorecido por esta acogida, Juan de
Grimaldi se convirtió al poco tiempo en empresario teatral y director de, entre
otros, los teatros del Príncipe y de la Cruz. La legendaria caída en la segunda
planta, se había convertido en una no menos legendaria ascensión al primer rango
del teatro madrileño. Una ascensión indudablemente benéfica, pues Grimaldi pudo
llevar a cabo todas las reformas que había ideado al instalarse en Madrid.
Reformados los teatros, contribuyó a perfeccionar el arte interpretativo, tal
como constata Mesonero Romanos: “se encontró
ipso facto al frente de
nuestra escena, promovió en ella importantísimas mejoras, levantó y sostuvo a
los grandes actores, especialmente Carlos Latorre, Romea y Guzmán; hizo de
Concepción Rodríguez una admirable actriz y se identificó de tal modo con
nuestra patria, que llegó a tener gran influencia, no sólo en el teatro y la
literatura, sino también en la prensa política” (4). Inteligente renovador de
las escenografías, impulsor de técnicas vocales e interpretativas más
verosímiles, siguió dando entrada en España a las traducciones y adaptaciones
del teatro francés –que ya habían iniciado los emigrados políticos a su vuelta
en el trienio liberal de 1820 a 1823- y aproximó su labor muy cerca, si no
plenamente, a lo que hoy consideramos el trabajo del Director de Escena.
Grimaldi también tuvo la gran virtud de apreciar la valía de los jóvenes autores
españoles románticos, encargándoles dramas, traducciones y adaptaciones. Entre
ellos, contó decididamente con el jovencísimo autor de
El Duende Satírico del
Día y perspicaz crítico de Víctor Ducange. Larra había visto cerrada su
primera revista por presiones gubernamentales y por asfixia económica. También
había escrito una de las primeras tragedias románticas españolas sustentada en
leyendas medievales nacionales:
El conde Fernán González, o la exención de
Castilla, que no logró sortear en 1831 la censura fernandina y que, por
ello, nunca se estrenó ni se publicó hasta época muy tardía, en 1886. Juan de
Grimaldi, por el contrario, encargó a Larra la traducción y adaptación de
La
marraine, vodevil en un acto de Eugène Scribe, Joseph Philippe Lockroy y
Nicolas Chabot de Boniu, estrenado como
La madrina en el teatro de la
Cruz en 1831, bajo el pseudónimo de Ramón de Arriala. De igual forma que
Felipe, también traducción y adaptación del drama de Scribe con el mismo
título, así como al año siguiente traduciría y adaptaría
Calas, de Víctor
Ducange, con el título de
Roberto Dillon, o el católico de Irlanda, para
adentrarse después en el teatro lírico escribiendo el libreto de la ópera
El
rapto que, con música del maestro Genovés, se estrenó en junio de 1832 en el
teatro de la Cruz (5), y que supuso una importante contribución de Larra para
contrarrestar el formidable influjo de la ópera italiana, que se había
convertido en un auténtico culto del público madrileño, tratando de aportar otro
modelo operístico de carácter español, secundando así los esfuerzos de
Carnerero, Ojeda, Joaquín Espín, Genovés, Carnicer, por crear un Madrid
filarmónico en lengua española. El año anterior Grimaldi había estrenado la que
Larra consideró su primera pieza original:
No más mostrador (6), que
junto a
Marcela, o ¿a cuál de los tres?, de Manuel Bretón de los Herreros
(7), pueden considerarse el inicio del teatro cómico romántico en España.
Esta actividad frenética en torno al teatro- desde entonces, principal
centro de actividad del célebre satírico- no obstaculizó que Larra sacase a la
luz su segunda revista:
El Pobrecito Hablador, cuyo primer número se
imprime en agosto de 1832, utilizando, entre otros, los pseudónimos de “El
bachiller Juan Pérez de Murguía” o el de “Andrés Niporesas”. Sin embargo, para
ese momento, ya se puede adjudicar a Mariano José de Larra, plenamente y con
todo su íntegro significado la designación que sólo muchísimos años después le
atribuirá, con total acierto, José Monleón: en aquella fecha, Larra ya es “un
hombre de teatro” (8).
Para entonces ha trabajado de forma directa en
casi todas las áreas del arte dramático. Ha cultivado, como autor, el drama
histórico y la comedia desde las primeras líneas innovadoras de su momento. Ha
descubierto, como traductor y adaptador, las incipientes tendencias del teatro
postromántico que se van adueñando de los escenarios europeos –la omnipresencia
de Scribe es ya elocuente-, dando a la escena dramas de muy diversa índole,
percibiendo en todos los casos algo fundamental para “un hombre de teatro”, como
es constatar la reacción inmediata y viva del público a las palabras por él
escritas cuando las comunican los actores desde el escenario a los espectadores.
Ha explorado los vínculos entre drama y música indagando en las posibilidades de
un teatro lírico español como alternativa a la ópera italiana. También ha
conocido a través de Grimaldi y sus compañías teatrales algo, asimismo,
imprescindible en un “hombre de teatro” como son los entresijos íntimos que
conducen a una puesta en escena más allá del texto: ha seguido de cerca los
ensayos, los preparativos de la escenografía, las exigencias del vestuario
teatral, los problemas de la iluminación, así como los nuevos objetivos de
naturalidad en la expresión de todos los actores que intervienen en el drama, la
modernización de las compañías y los incipientes pero ya complejos retos que se
le presentan en este momento al teatro español con esa modernización, con el fin
de alcanzar una verdadera interacción de todos los componentes escénicos.
La repercusión de esta pluralidad de facetas y la intersección de todos
estos puntos de vista múltiples que integran el hecho dramático, que Larra ha
experimentado de primera mano, se deja sentir de inmediato en los escritos de su
nueva publicación
El Pobrecito Hablador tanto como en sus abundantísimas
colaboraciones en
La Revista Española desde noviembre de 1832. En los
artículos de ambas publicaciones, incluye ensayos que se interrogan sobre el
modo de revitalizar el teatro en España, sobre la naturaleza propia y las
singularidades que caracterizan a los dramaturgos, o bien sobre la condición del
público que asiste a un espectáculo teatral y el efecto que en él produce la
representación escénica. En
La Revista Española realiza, asimismo,
críticas de estudios sobre la naturaleza historicista de los géneros teatrales
–muy particularmente sobre el destacado ensayo de Agustín Durán (9)-, y más aún,
amplía de un modo extraordinario y sistemático las críticas teatrales que había
iniciado de un modo espontáneo y azaroso cinco años antes en
El Duende
Satírico el Día. Su trabajo para los escenarios, en consonancia con Bretón
de los Herreros y Ventura de la Vega, y, ante todo, con la proximidad al trabajo
escénico de Grimaldi, afianzaron y enriquecieron definitivamente esta vocación
escénica central en Larra.
Para aquellos que no se hubieran percatado
del carácter vital de su vinculación al teatro, Larra se tomó la molestia de
subrayarla enfáticamente: “Cuando una incomprensible comezón de escribir me puso
por primera vez la pluma en la mano para hilvanar en forma de discursos mis
ideas – dice
Fígaro al comienzo de su artículo de costumbres “Un reo de
muerte”-,
el teatro se ofreció primer blanco a los tiros de esta que han
calificado muchos de mordaz maledicencia” (10). Ya al adoptar el definitivo
pseudónimo de “Fígaro”, había expresado este mismo propósito con meridiana
claridad: “Mucho tiempo hace que tenía yo vehementísimos deseos de escribir
acerca de nuestro teatro; no precisamente porque más que otros lo entienda,
sino porque más que otros quisiera que llegasen todos a entenderle” (11).
En el proyecto vital de Larra el drama ocupa, pues, un lugar focal e
indispensable, medular, que fue recalcado de forma insistente y enfática por él
mismo. Se presenta éste, pues, como una línea de acción privilegiada en su
existencia. Desde cierta perspectiva, su interés por conseguir que todos
entiendan lo teatral es también, en una gran medida, parte de su afán por darse
a entender a sí mismo. Desconocer su actividad como “hombre de teatro”,
implicaría desconocer un ámbito neurálgico de su personalidad y supondría dejar
en sombra la gran mayoría de su obra escrita. Si se desdeña su labor teatral se
menoscaba el grueso de la producción del autor de
Macías y se deja la
comprensión del conjunto de sus escritos seriamente comprometida, al cercenar de
ellos uno de sus soportes más preeminentes.
No parece aceptable, en este
sentido, esa desatención displicente contra su escritura escénica que se impuso
en el siglo XX, justo al mismo tiempo que alcanzaba su cenit la canonización de
Larra como un santo laico. Fraguada ya en los días siguientes a su suicidio,
pero elevada a su máxima expresión con los homenajes de la Generación de 1898,
esta definitiva consagración como mártir literario se simultanea en las mismas
fechas con sorprendentes descalificaciones de su obra teatral, convertidas en un
cliché aparentemente inamovible a lo largo de toda la centuria. En su biografía
Larra (Fígaro), de 1906, Julio Nombela y Campos anatematiza su teatro
sentenciando: “buscaba en esas obras más el provecho que la honra”. Pocos años
después, la biografía de
Colombine remarca: “La obra dramática de Larra
tiene más importancia por ser suya que por mérito propio. Larra veía el teatro
de un modo distinto a como lo veían sus contemporáneos, deseaba emprender una
senda nueva pero todo lo que nos ha dejado no son más que intentos, obra de
juventud, ensayos” (12). Este rutinario prejuicio descalificador se perpetuará
de modo pertinaz en el transcurso del siglo, filtrándose incluso en
investigadores que recuperan y revalorizan su pensamiento teatral, como puede
ser el significativo caso de José Monleón quien tras sentenciar que “Larra es
perfectamente consciente de la mediocridad de su obra de traductor o adaptador”
(13), concluye que carecía de talento “para escribir dramas” (14), si bien
inscribe esa supuesta ineptitud personal dentro de una nulidad colectiva que
abarca a la totalidad de los dramaturgos de la época, incapaces de escribir buen
teatro debido a insuperables imperativos sociopolíticos. Muy otra era la
percepción de sus contemporáneos. Allison Peers rescató para su
Historia del
movimiento romántico español testimonios de la época que revelaban una
confianza entusiasta en una inminente revolución literaria a la muerte de
Fernando VII en 1833, como este documento extraído del
Boletín de
Comercio donde se leía: “Se ha formado una juventud que arde en vivísimos
deseos de ser útil a su patria. Por todas partes pululan ingenios que anhelan
lanzarse a la carrera, anunciando talentos no vulgares. Acaso en ningún tiempo
ha ofrecido España tal multitud de jóvenes atletas que se presentan en liza…
Dentro de algunos años es de esperar que si encuentran libre campo para ejercer
sus talentos, brillará la aurora de una nueva época gloriosa para nuestra
literatura” (15).
En gacetas periodísticas o poemas donde se palpaban
esperanzas de parecida índole, nacidas con toda seguridad al calor de la
efervescencia de las tertulias, se presentía una revolución que en el ámbito del
teatro había dado hasta ese momento sólo anticipos casi imperceptibles incluso
para el público especializado, pero que con la vuelta de los exiliados liberales
se constituiría, un año después, en una auténtica rebelión teatral. A causa de
la censura absolutista hubo de estrenarse en París el primer drama histórico
romántico, el
Aben-Humeya, de Francisco Martínez de la Rosa (16), del
mismo modo que por idénticos motivos el segundo drama histórico del
romanticismo,
El conde Fernán González, o la exención de Castilla, de
Mariano José de Larra, no logró pasar la censura ni llevarse jamás a los
escenarios. Un año después, en 1831, se pone en marcha el teatro cómico
romántico, auspiciado por
Marcela, o ¿a cuál de los tres?, de Manuel
Bretón de los Herreros, y anticipado el mismo año por
No más mostrador,
de Mariano José de Larra, con toda su estela posterior de comedias repletas de
una autoironía romántica que aún queda por recuperar para el placer de los
espectadores de hoy.
NOTAS
(1) Citado por Luis Calvo Revilla en Actores
célebres del Teatro Príncipe o Español. Madrid, Imprenta Municipal, 1920,
pág. 63-4.
(2) David T. Gies : “Juan de Grimaldi y el año teatral madrileño,
1823-1824” en Actas del VIII Congreso de la Asociación Internacional de
Hispanistas. Madrid, Istmo, 1986, págs. 607-613.
(3) Ibid, pág.
65.
(4) Ramón Mesonero Romanos: Memorias de un setentón, op. cit,
pág. 498.
(5) En relación con obras tan poco conocidas como éstas, contamos
hoy con la excelente investigación llevada a cabo por Leonardo Romero Tobar en
Mariano José de Larra: Textos teatrales inéditos. Madrid, CSIC, 1991.
(6) No más mostrador se estrenó en el Coliseo de la Cruz el día 29 de
abril de 1831.
(7) Marcela, o ¿a cuál de los tres?, estrenada en el
teatro del Príncipe el día 30 de diciembre de 1831.
(8) Expresión
desarrollada por José Monleón en su estudio preliminar a la antología: Larra.
Escritos sobre teatro. Madrid, Cuadernos para el Diálogo, 1973.
(9) En
su artículo sobre el Discurso de Agustín Durán, recogido en nuestra
edición, Larra muestra una absoluta conformidad con un texto de tanta
trascendencia para el nuevo teatro que Narciso Alonso Cortés llegó a considerar
que se trataba “para España lo que las Lecciones de Schlegel, para
Alemania; la Carta sobre las tres unidades, de Manzoni, para Italia, y el
“Prefacio a Cronwell”, de Hugo, para Francia” en su libro Zorrilla. Su
vida y sus obras. Valladolid, Santarén, 1943.
(10) Publicado en la
Revista Mensajero, el 30 de marzo de 1835. La cursiva es nuestra.
(11) En “Mi nombre y mis propósitos”, recogido en nuestra edición. La
cursiva es nuestra.
(12) Julio Nombela y Campos: Larra
(Fígaro). Madrid, La Última Moda, 1906, pág. 154 y Carmen de Burgos
(Colombine): Fígaro. Madrid, Imprenta de Alrededor del Mundo, 1919. Cit.
por Romero Tobar : op. cit. pág. 8.
(13) Op. cit.., pág. 76.
(14) Ibid, pág. 77.
(15) Cit. por E. Allison Peers en Historia
del movimiento romántico español. Madrid, Gredos, 1973, vol. I, pág. 321.
(16) Estrenado el 19 de julio de 1830 en el teatro de La Porte Sant
Martin, de París.
Nota de la Redacción: agradecemos a la
Editorial
Fundamentos y al autor de la introducción, anotación y edición, Rafael
Fuentes Mollá, la publicación de este fragmento de la Introducción del libro
La
crítica teatral completa de Mariano José de Larra
(Fundamentos, 2010) en
Ojos de
Papel.