ARMAS PARA LOS VENCIDOS Por aquellos tiempos
los payeses que tenían las huertas junto al río las defendían provistos de
escopetas cargadas con sal. El puente de Santa Coloma todavía no estaba
construido y en la Trinidad sólo habían las cuatro casas del camino a los
huertos, la parroquia y los establecimientos junto a la Carretera de Ribas. Ni
siquiera estaba construida la estación eléctrica con todo el tinglado de cables
y torres metálicas. El paseo de Torras i Bages era poco más que un camino de
carros que, a la altura de los cuarteles, desembocaba en la desdibujada
carretera que desde Horta llegaba, vadeando el río Besós, hasta Santa Coloma.
Por esa zona se había instalado y seguía instalándose gente desplazada
por razones más o menos relacionadas con la guerra. En cualquier caso gente
necesitada, cuyos hombres, una vez recogida la familia en algún rincón, se
perdían por la ciudad ofreciéndose para cualquier trabajo.
Aquel chaval
no tendría más de doce años y venía de las barracas del otro lado de las vías,
más allá de los huertos y del río. Buscando que comer. Los chicos solían hacer
trabajos puntuales a cambio de un plato de comida o un bocadillo. Aquel se paró
frente a la puerta que, durante el verano, se mantenía abierta para garantizar
la ventilación del comedor o cantina de los suboficiales. Eso quedaba al otro
lado de la carretera, frente al taller. Además acertó con la hora del almuerzo,
cuando el local rebosaba de soldados o tristes víctimas de la guerra, ellos
también, por más que celebraran, una a una, todas las macabras ceremonias de los
vencedores. Aquellos hombres sabían que la criatura tenía hambre. Le hicieron
atarse el faldón de la camisa a la cintura y ajustarse, marcando el culo, los
holgados pantalones que llevaba puestos. De tal guisa le hicieron torear una
especie de unicornio simulado con el palo de una escoba. Al más pequeño descuido
del chaval, le hincaban entre las nalgas aquel improvisado cuerno. Eso les hacía
reír a carcajadas. El niño también reía. Cuando se hartaron le dieron un trozo
de pan y una morcilla. Al confirmar la vianda entre sus manos el chico salió
corriendo inesperadamente, sin parar hasta los cañaverales de junto a las vías y
allí, en cuclillas, se lo comió.
En una ciudad ocupada, derrotada, llena
de uniformes y símbolos que hasta muy poco tiempo atrás eran los del enemigo,
por más que la gente intente admitir lo que ha ocurrido, por más que intente
reconstruir la normalidad, por más que asuman la inapelabilidad del destino,
éste, el Destino, va adquiriendo el rostro, el gesto, los hábitos y la presencia
del vencedor. Hasta que la ciudad entiende que la derrota consiste precisamente
en eso, en que nunca, nada, volverá a ser igual. Así aquellos suboficiales,
fieles a su papel de máquina destructora. Así nuestra impotencia de
adolescentes, de ciudadanos de una ciudad vencida, frente a aquel espectáculo,
allí en nuestras narices, delante del taller. Acaso sólo unos adolescentes son
capaces de, si más no, provocar a semejante dios. Al día siguiente el chaval
volvió y también aquella juerga lamentable. La cosa se fue repitiendo algunos
días más. Siempre el mismo espectáculo. Incluso una de las veces, en que el
cocinero le dio directamente algo de comer antes de que la caterva tuviera
alguna ocurrencia, aún y así, cuando el chaval cogió la comida, salió corriendo
hasta llegar a las cañas de junto a la vía.
Es así que la biología se
retuerce, busca incansable el más mínimo resquicio, el más improbable descuido
para sobrevivir. Todo lo hace soportable y a todo se acomoda la mente sujeta a
la triste carne, a las ganas de comer. ¡Qué bien conocían el mecanismo aquellos
expertos en el soez licor de la victoria! Y que rápido aprendió su parte el
crío: cada día a la misma hora, poco antes de colarse dentro, paraba y, con la
precisión de un profesional, ajustaba sus ropas al gusto de los comensales.
Fue en una de esas mañanas, cuando los suboficiales iban llegando y se
paraban, con la impronta de los gallos en su corral, a liar cigarrillos en la
puerta de la cantina. Mi hermano, inopinadamente, sin poder soportar aquella
presión que nos hacía sentir cobardes, se plantó en medio de la acera y chilló:
"
Malparits!". Sea porque los suboficiales no sabían catalán o por la
rápida reacción de mi padre, que tras propinar a mi hermano una sonada bofetada,
nos metió a empujones dentro del taller, la cosa quedó como si se tratara de una
disputa entre padre e hijos.
Al día siguiente, poco antes del mediodía,
nos envió a esperar al chaval con una fiambrera y el encargo de que, una vez
hubiera comido, le acompañáramos a casa de los Martí, en La Sagrera. Ellos le
darían trabajo.
–
Sí però, pot ser que no vulgui. –objeté yo.
–
Doncs us torneu i en pau.
Nosaltres no podem fer-hi res
més.
–
¡És clar que voldrà! –zanjó mi hermano, siempre más
decidido que yo.
Se comió el caldo con un envidiable trozo de tocino y
un cacho de pan negro que nuestra madre le había puesto. En cuclillas, como era
su costumbre. Después nos acompañó, no sin cierto recelo, callado, encogiéndose
de hombros a nuestras preguntas. El hermano mayor de los Martí le preguntó si
había comido y como el chaval contestara que sí le mandó limpiar, con unos
trapos, la grasa de unas piezas de madera que me parecieron moldes de sombreros.
Los Martí eran dos hermanos que hacían eso, fabricar moldes. Cuando nos íbamos
el chaval nos miró arqueando las cejas, como buscando en algún rincón de su
cerebro la forma de la sonrisa. Ahora ya había entendido.
A la mañana
siguiente justo cuando mi padre tiraba del portón del taller, lo vimos pasar muy
serio y decidido, nos miraba sin hablar ni gesticular nada. Mi padre le hizo
parar y agarrando mi bocadillo se lo dio, él no llevaba nada para comer:
–¡
Té noi, que amb la panxa buida no es treballa! –El chaval lo
cogió sin reparo y continuó su marcha.
La escena se repitió las
siguientes mañanas pero sin dejarme a dos velas: nuestra madre le preparaba a él
también un bocadillo. El lunes siguiente oímos, yo creo que por primera vez, su
voz:
–Mi madre me ha dicho que muchas gracias por todo. –Rechazó el
bocadillo que le ofrecía nuestro padre y enseñó el que le había preparado la
suya. A continuación siguió, igual de ligero, su camino.
–
El dissabte
li pagaren… –murmuró con cierta emoción nuestro padre. Después estuvo toda
la mañana gastando broma y no sólo pidió a mi madre que preparase uno de
aquellos milagrosamente deliciosos arroces a la cazuela, también sacó el vino de
los domingos y brindó por lo que él llamó ‘pequeña victoria’. Por la tarde nos
dio fiesta y dinero para tomarnos una gaseosa en la plaza Orfila.
Así lo
hicimos. Por primera vez en bastante tiempo, emprendimos el camino hacia Sant
Andreu con la alegría de los domingos o de las fiestas mayores. Nos sentamos en
el bar, junto a la iglesia. En una de aquellas mesas de mármol, redondas y
ribeteadas de metal. Admirados del funcionamiento y radical eficacia del arma
que habíamos aprendido a utilizar. Un arma capaz de arrebatarle la presa a los
temibles ejércitos victoriosos.
Nos sentamos con las piernas abiertas,
el codo sobre la mesa y un cierto ladeo en la mirada al pedir el par de
gaseosas. Tal y como habíamos visto hacer, cuando éramos muy pequeños todavía, a
los obreros de la Fabra i Coats. Se sentaban en aquellas mismas mesas tras doce
o catorce horas de trabajo y, como cada tarde, le ajustaban las cuentas al
mundo.
Nota de la Redacción: agradecemos a
Ediciones
Carena en la persona de su director,
José
Membrive, la gentileza por permitir la publicación de este
fragmento del libro de
Juan Manuel López
Hernández,
Los mil
días (Carena, 2010).