La obra está estructurada en tres partes que se corresponden con una
descripción de la situación actual y los cambios que nos han llevado a ella
(“Democracia”), una llamada a la reflexión sobre la auténtica fuente de
moralidad social y las vías para su aprovechamiento (“Virtud”) y una exposición
de principios que destinados a la construcción de una ejemplaridad objetiva e
igualitaria (“Ejemplaridad”).
La primera parte del ensayo se centra en
el análisis de los procesos que han conducido al actual vacío moral. La crítica
nihilista hacia los fundamentos absolutos y la liberación de la subjetividad de
los yugos colectivos no se han visto compensadas por unos límites
intersubjetivos, externos e internos al mismo tiempo, y basados en la persuasión
en vez de en la coacción. Con la llegada de la Modernidad, la “vulgaridad
democrática”, –el resultado de la combinación de liberación e igualdad,
entendido como una categoría que «otorga valor cultural a la libre manifestación
de la espontaneidad estético-instintiva del yo» acompañada del derecho a
prescindir de la virtud– permite la instauración de unos niveles de libertad sin
precedentes en la Historia, cuyo correcto uso no queda garantizado ni es
promovido adecuadamente. De esta forma, Gomá no insinúa, ni mucho menos, la
indeseabilidad de las nuevas pautas políticas y sociales de carácter
democrático, sino que advierte sobre la llegada de un “interregno cultural”
carente de unos fundamentos morales acordes. Las nuevas cotas de libertad son
innegociables, por eso la crítica articulada defiende la aceptación de
limitaciones éticas y políticas para un yo desbocado, ensanchado y acostumbrado
a campar libre de coacción, fundamentadas en principios como la dignidad humana,
propia de aquél que acepta su mortalidad, que en tanto que principio universal
es compatible con la igualdad reinante.
Gomá señala la especial
responsabilidad del ejemplo político, exponiendo que la particular posición de
los administradores de lo público (políticos, funcionarios y Corona) les otorga
un plus de responsabilidad, de la misma naturaleza que la residente en
cualquier individuo, pero cuantitativamente amplificada debido a su rol
social
En una segunda parte, el autor explica
la necesidad de poner frenos al yo liberal a través de la supeditación de los
intereses personales al bien común. Para ello, se hace necesario tejer de forma
colectiva una
paideia democrática, que genere tanto una ética pública
como una conciencia individual, es decir, que afecte tanto a la conducta social
como a los deseos íntimos. Esta misión conlleva romper con la lógica dualista
impuesta a través de los procesos de modernización, según la cual cae un vasto
muro entre una esfera pública controlada por la triada “Estado-Derecho-coacción”
y una esfera privada abandonada a la autonomía moral. Javier Gomá reclama casa y
oficio como lugares imprescindibles para el ejercicio de la virtud, ya que lo
personal no deja de ser político. La conciliación entre socialización e
individuación a la que aspira esta nueva
paideia hace uso de las
costumbres como camino hacia la virtud. Éstas, entendidas como “buenas
costumbres democráticas”, y lejos de cualquier nostalgia por la rectitud
reaccionaria, suponen una realidad innegable ubicada en el trasfondo de la
sobrevalorada racionalidad legal. La repetición en el tiempo de conductas
ejemplares, como fundamento de la objetivación ética, pretende domar a las
desbocadas individualidades cuyo único límite es la ley, externa, ajena y
coactiva. La funcionalidad política de las costumbres, cuyo papel es igualmente
necesario en el terreno de la privacidad, legitimaría su utilización como
herramienta para forjar una virtud-ejemplaridad.
En último lugar, el
filósofo bilbaíno propone una serie de principios y consejos para la
generalización de una ejemplaridad pública. Tras señalar las diferencias y la
relación entre los conceptos de “ejemplo”, “ejemplar” y “ejemplaridad”, indica
la necesidad de una despersonalización de la responsabilidad que conlleva ser
digno de emulación, recomendando, en vez de la atención hacia unas “minorías
selectas”, una red de influencias mutuas. La extensión de prototipos
“excelentes” exige rescatar la colapsada estructura de modelo-copia que delega
en la imitación de las buenas costumbres la capacidad de generar una virtud
integral –esto es, que abarque todas las facetas y etapas de una persona– con el
fin de que cada individuo pueda encontrar en la socialización la posibilidad de
alcanzar el estadio ético y constituirse como persona pública. Aceptando la
mortalidad y lo común que nos iguala (el “vivir y envejecer”), se destaca lo
bello de la vulgaridad y se pone la subjetividad al servicio de la ejemplaridad
social. Gomá señala adicionalmente la especial responsabilidad del ejemplo
político, exponiendo que la particular posición de los administradores de lo
público (políticos, funcionarios y Corona) les otorga un
plus de
responsabilidad, de la misma naturaleza que la residente en cualquier individuo,
pero cuantitativamente amplificada debido a su rol social. Quienes ocupen tales
puestos han de inspirar confianza a través del ejemplo, pues se erigen como
símbolos de especial relevancia.
Treinta capítulos en total que
representan una empresa realmente ambiciosa repleta de cierto optimismo e
idealismo (o quizás, el término más adecuado para este autor: esperanza), pero
eso sí, sin caer en ninguna clase de patética inocencia. Es digno y valiente
proponer e imaginar, pues la simple crítica desencantada, lastimera y exenta de
alternativas, no es más que una forma de ejercer precisamente aquel vicio
nihilista causante del bloqueo en el terreno de lo moral.
Se echa de menos alguna mención, en
la dirección que sea, de las teorías sobre una crisis del sistema democrático.
Precisamente de la mano de esta nueva opción política, la Modernidad nos regala
una nueva opción económica, el capitalismo, base de todo un proceso de
globalización cultural, y cuya influencia en el vacío moral descrito es tratada
sólo tangencialmente
En su exposición, Gomá
muestra cierta exageración en su alusión hacia el ensanchamiento «desbocado» del
yo, la hipersubjetivación, la liberación individual, la egoísta independencia.
No es justo afirmar que vivamos
sin coacción sólo porque exista
menos
coacción. Los casos extremos que pueden llevarnos a pensar así (ciertas
“vanguardias” de la postmodernidad siempre presentes en los
mass media)
no deben cegarnos ante una realidad multiforme, compuesta por capas
interconectadas sobre las que no falta la herencia de lo que Freud denominaba un
“super-yo cultural”. El llamamiento a una autolimitación responsable
emancipadora no tiene por qué estar reñido con una defensa de la optimización
del proceso liberador que trajo consigo la Modernidad.
La crítica
hilvanada en el libro insinúa asimismo una excesiva confianza en las bondades de
la “civilización” premoderna. Siguiendo precisamente la línea del último Kant,
muy presente a lo largo de la obra, podemos afirmar que antes de la extensión de
la actual democracia, tuvieron lugar grandes “barbaries” intergrupales costeando
la “civilización” intragrupal. También se echa de menos alguna mención, en la
dirección que sea, de las teorías sobre una crisis del sistema democrático.
Precisamente de la mano de esta nueva opción política, la Modernidad nos regala
una nueva opción económica, el capitalismo, base de todo un proceso de
globalización cultural, y cuya influencia en el vacío moral descrito es tratada
sólo tangencialmente. Poco protagonismo para tan amplia responsabilidad.
En su contraposición entre ley y costumbre, parece subestimada o
minimizada la aceptación voluntaria y legítima de la primera. Sin poner en duda
la naturaleza coactiva del
corpus legal de todo Estado, es perceptible
también toda una mistificación alrededor de la Ley –con mayúscula–, cuyo origen
consensuado fue en su día un vivo argumento para encender los corazones,
especialmente al referirse a quienes no basaban sus regulaciones en procesos
racionalizados. Si optamos por hacer una traducción directa de la expresión
inglesa
Rule of Law (de forma convencional: “Estado de Derecho”) y
pensamos mejor en el “Imperio de la Ley”, quizás logremos despejar por un
momento el estigma que la burocracia ha marcado sobre nuestro sistema de
codificación pública. El fracaso de una religión cívica, y el reconocimiento del
influjo de las dimensiones consuetudinaria y carismática en la configuración de
la autoridad, no ha de desdeñar el papel que la racionalidad legal puede ejercer
en la construcción de unas creencias colectivas seculares.
Sería injusto pensar a priori
que las críticas de este filósofo van acompañadas de algún tono reaccionario que
revele un discurso nostálgico por la rectitud autoritaria, pues desde bien
temprano queda demostrado que no es así
En su
cometido, el autor traza su propuesta estructurándola, como no puede ser de otra
forma siendo el igualitarismo una condición
sine qua non, a través de una
«red de influencias mutuas». Sin duda habría sido deseable percibir una mayor
insistencia sobre la trama de naturaleza reticular en la que basa su invitación
a la ejemplaridad pública, ya que el concepto de “red” es una premisa
imprescindible a la hora de teorizar sobre lo social en nuestros días. Con ello,
es posible salvar la distancia entre individuos y totalidades que alcanzan lo
global, renunciando al recurso de minorías autoritarias y jerarquías de
verticalidad sospechosa.
Con la Polis y la República como modelos de
trasfondo, cuyo proyecto moral no han sabido emular las actuales
poliarquías (Dahl),
Ejemplaridad pública combina en dosis
adecuadas la ayuda de disciplinas como el Derecho, Filosofía del Derecho y
Filosofía política o Historia del pensamiento político, sin saturar con
excesivos tecnicismos, comediéndose en la medida de lo posible en el uso directo
del latín y el griego, y logrando un agradecido equilibrio entre un lenguaje
elegante y cuidado pero comprensible y sin demasiados adornos. La forma directa
de desarrollar conceptos complejos no está condenada a la crudeza estilística.
Aunque suene un tanto paradójico, llama la atención la ausencia de
ejemplos concretos, referencias reales, empíricas, que ilustren aquello que el
autor trata de expresar, refuercen lo afirmado y relajen la lectura, en
ocasiones resulta demasiado intensa, aunque no por ello pesada. La estrategia de
insistencia que sin embargo elige el autor para anclar sus ideas, está
convenientemente gestionada, sin dejar una sensación de repetitividad y
hartazgo. A ello se une un excelente uso de las aportaciones en las que se apoya
(entre cuyo elenco encontramos a Aristóteles, Nietzsche, Hegel, Tocqueville,
Rousseau, Maquiavelo, Kant, Freud, Ortega y Gasset, Rawls, Weber, Arendt...),
aprovechando de forma clara sus textos clásicos y evitando el abuso de citas.
Por muy idealista y optimista que parezca a veces el texto, es moderada
la confianza del autor en el carácter salvífico de su proyecto. Las páginas de
esta obra están escritas con una actitud relativamente humilde –obligadamente
propia de quien defienda el «universal vivir y envejecer» y la «aceptación de la
mortalidad»– teniendo en cuenta el calibre del cambio al que se aspira. Sería
injusto pensar
a priori que las críticas de este filósofo van acompañadas
de algún tono reaccionario que revele un discurso nostálgico por la rectitud
autoritaria, pues desde bien temprano queda demostrado que no es así. La lectura
y comprensión de las tesis planteadas exigen, por tanto, un mínimo esfuerzo de
imaginación por parte de quien se enfrente a esta obra.
Se echa de menos
un cierre acorde con el desarrollo general del libro, algún epílogo o broche que
resuma, no sólo el llamamiento de Javier Gomá a una ejemplaridad pública
democrática, sino toda su trilogía centrada en la «experiencia de la vida».