Javier Gomá: <i>Ejemplaridad pública</i> (Taurus, 2009)

Javier Gomá: Ejemplaridad pública (Taurus, 2009)

    TÍTULO
Ejemplaridad pública

    AUTOR
Javier Gomá

    EDITORIAL
Taurus

    OTROS DATOS
Madrid, 2009. 352 páginas. 20 €




Reseñas de libros/No ficción
Javier Gomá: Ejemplaridad pública (Taurus, 2009)
Por José María Zavala Pérez, martes, 1 de junio de 2010
De parte de todo un experto en Humanidades como lo es Javier Gomá nos llega el cierre de una trilogía centrada en la «experiencia de la vida», cuyas obras anteriores, Imitación y experiencia (2003) y Aquiles en el gineceo (2007) iban preparando el camino mediante una introducción sobre la importancia del ejemplo y su objetividad, dejando su aplicación al contexto actual de «finitud e igualdad» para el presente libro. Ejemplaridad pública recoge las tesis ya presentadas por el autor en diferentes conferencias, mesas redondas y seminarios, las cuales reflejan una clara inquietud: el abandono de la creencias y costumbres colectivas premodernas sin la existencia de un sustituto equivalente adaptado a la realidad democrática que vertebre el orden social de forma no coactiva. Pero su crítica no está ausente de una propuesta, y por ello expone una serie de principios de ejemplaridad pública, seculares e igualitarios, destinados al reencuentro entre ciudadanía y virtud.
La obra está estructurada en tres partes que se corresponden con una descripción de la situación actual y los cambios que nos han llevado a ella (“Democracia”), una llamada a la reflexión sobre la auténtica fuente de moralidad social y las vías para su aprovechamiento (“Virtud”) y una exposición de principios que destinados a la construcción de una ejemplaridad objetiva e igualitaria (“Ejemplaridad”).

La primera parte del ensayo se centra en el análisis de los procesos que han conducido al actual vacío moral. La crítica nihilista hacia los fundamentos absolutos y la liberación de la subjetividad de los yugos colectivos no se han visto compensadas por unos límites intersubjetivos, externos e internos al mismo tiempo, y basados en la persuasión en vez de en la coacción. Con la llegada de la Modernidad, la “vulgaridad democrática”, –el resultado de la combinación de liberación e igualdad, entendido como una categoría que «otorga valor cultural a la libre manifestación de la espontaneidad estético-instintiva del yo» acompañada del derecho a prescindir de la virtud– permite la instauración de unos niveles de libertad sin precedentes en la Historia, cuyo correcto uso no queda garantizado ni es promovido adecuadamente. De esta forma, Gomá no insinúa, ni mucho menos, la indeseabilidad de las nuevas pautas políticas y sociales de carácter democrático, sino que advierte sobre la llegada de un “interregno cultural” carente de unos fundamentos morales acordes. Las nuevas cotas de libertad son innegociables, por eso la crítica articulada defiende la aceptación de limitaciones éticas y políticas para un yo desbocado, ensanchado y acostumbrado a campar libre de coacción, fundamentadas en principios como la dignidad humana, propia de aquél que acepta su mortalidad, que en tanto que principio universal es compatible con la igualdad reinante.

Gomá señala la especial responsabilidad del ejemplo político, exponiendo que la particular posición de los administradores de lo público (políticos, funcionarios y Corona) les otorga un plus de responsabilidad, de la misma naturaleza que la residente en cualquier individuo, pero cuantitativamente amplificada debido a su rol social

En una segunda parte, el autor explica la necesidad de poner frenos al yo liberal a través de la supeditación de los intereses personales al bien común. Para ello, se hace necesario tejer de forma colectiva una paideia democrática, que genere tanto una ética pública como una conciencia individual, es decir, que afecte tanto a la conducta social como a los deseos íntimos. Esta misión conlleva romper con la lógica dualista impuesta a través de los procesos de modernización, según la cual cae un vasto muro entre una esfera pública controlada por la triada “Estado-Derecho-coacción” y una esfera privada abandonada a la autonomía moral. Javier Gomá reclama casa y oficio como lugares imprescindibles para el ejercicio de la virtud, ya que lo personal no deja de ser político. La conciliación entre socialización e individuación a la que aspira esta nueva paideia hace uso de las costumbres como camino hacia la virtud. Éstas, entendidas como “buenas costumbres democráticas”, y lejos de cualquier nostalgia por la rectitud reaccionaria, suponen una realidad innegable ubicada en el trasfondo de la sobrevalorada racionalidad legal. La repetición en el tiempo de conductas ejemplares, como fundamento de la objetivación ética, pretende domar a las desbocadas individualidades cuyo único límite es la ley, externa, ajena y coactiva. La funcionalidad política de las costumbres, cuyo papel es igualmente necesario en el terreno de la privacidad, legitimaría su utilización como herramienta para forjar una virtud-ejemplaridad.

En último lugar, el filósofo bilbaíno propone una serie de principios y consejos para la generalización de una ejemplaridad pública. Tras señalar las diferencias y la relación entre los conceptos de “ejemplo”, “ejemplar” y “ejemplaridad”, indica la necesidad de una despersonalización de la responsabilidad que conlleva ser digno de emulación, recomendando, en vez de la atención hacia unas “minorías selectas”, una red de influencias mutuas. La extensión de prototipos “excelentes” exige rescatar la colapsada estructura de modelo-copia que delega en la imitación de las buenas costumbres la capacidad de generar una virtud integral –esto es, que abarque todas las facetas y etapas de una persona– con el fin de que cada individuo pueda encontrar en la socialización la posibilidad de alcanzar el estadio ético y constituirse como persona pública. Aceptando la mortalidad y lo común que nos iguala (el “vivir y envejecer”), se destaca lo bello de la vulgaridad y se pone la subjetividad al servicio de la ejemplaridad social. Gomá señala adicionalmente la especial responsabilidad del ejemplo político, exponiendo que la particular posición de los administradores de lo público (políticos, funcionarios y Corona) les otorga un plus de responsabilidad, de la misma naturaleza que la residente en cualquier individuo, pero cuantitativamente amplificada debido a su rol social. Quienes ocupen tales puestos han de inspirar confianza a través del ejemplo, pues se erigen como símbolos de especial relevancia.

Treinta capítulos en total que representan una empresa realmente ambiciosa repleta de cierto optimismo e idealismo (o quizás, el término más adecuado para este autor: esperanza), pero eso sí, sin caer en ninguna clase de patética inocencia. Es digno y valiente proponer e imaginar, pues la simple crítica desencantada, lastimera y exenta de alternativas, no es más que una forma de ejercer precisamente aquel vicio nihilista causante del bloqueo en el terreno de lo moral.

Se echa de menos alguna mención, en la dirección que sea, de las teorías sobre una crisis del sistema democrático. Precisamente de la mano de esta nueva opción política, la Modernidad nos regala una nueva opción económica, el capitalismo, base de todo un proceso de globalización cultural, y cuya influencia en el vacío moral descrito es tratada sólo tangencialmente

En su exposición, Gomá muestra cierta exageración en su alusión hacia el ensanchamiento «desbocado» del yo, la hipersubjetivación, la liberación individual, la egoísta independencia. No es justo afirmar que vivamos sin coacción sólo porque exista menos coacción. Los casos extremos que pueden llevarnos a pensar así (ciertas “vanguardias” de la postmodernidad siempre presentes en los mass media) no deben cegarnos ante una realidad multiforme, compuesta por capas interconectadas sobre las que no falta la herencia de lo que Freud denominaba un “super-yo cultural”. El llamamiento a una autolimitación responsable emancipadora no tiene por qué estar reñido con una defensa de la optimización del proceso liberador que trajo consigo la Modernidad.

La crítica hilvanada en el libro insinúa asimismo una excesiva confianza en las bondades de la “civilización” premoderna. Siguiendo precisamente la línea del último Kant, muy presente a lo largo de la obra, podemos afirmar que antes de la extensión de la actual democracia, tuvieron lugar grandes “barbaries” intergrupales costeando la “civilización” intragrupal. También se echa de menos alguna mención, en la dirección que sea, de las teorías sobre una crisis del sistema democrático. Precisamente de la mano de esta nueva opción política, la Modernidad nos regala una nueva opción económica, el capitalismo, base de todo un proceso de globalización cultural, y cuya influencia en el vacío moral descrito es tratada sólo tangencialmente. Poco protagonismo para tan amplia responsabilidad.

En su contraposición entre ley y costumbre, parece subestimada o minimizada la aceptación voluntaria y legítima de la primera. Sin poner en duda la naturaleza coactiva del corpus legal de todo Estado, es perceptible también toda una mistificación alrededor de la Ley –con mayúscula–, cuyo origen consensuado fue en su día un vivo argumento para encender los corazones, especialmente al referirse a quienes no basaban sus regulaciones en procesos racionalizados. Si optamos por hacer una traducción directa de la expresión inglesa Rule of Law (de forma convencional: “Estado de Derecho”) y pensamos mejor en el “Imperio de la Ley”, quizás logremos despejar por un momento el estigma que la burocracia ha marcado sobre nuestro sistema de codificación pública. El fracaso de una religión cívica, y el reconocimiento del influjo de las dimensiones consuetudinaria y carismática en la configuración de la autoridad, no ha de desdeñar el papel que la racionalidad legal puede ejercer en la construcción de unas creencias colectivas seculares.

Sería injusto pensar a priori que las críticas de este filósofo van acompañadas de algún tono reaccionario que revele un discurso nostálgico por la rectitud autoritaria, pues desde bien temprano queda demostrado que no es así

En su cometido, el autor traza su propuesta estructurándola, como no puede ser de otra forma siendo el igualitarismo una condición sine qua non, a través de una «red de influencias mutuas». Sin duda habría sido deseable percibir una mayor insistencia sobre la trama de naturaleza reticular en la que basa su invitación a la ejemplaridad pública, ya que el concepto de “red” es una premisa imprescindible a la hora de teorizar sobre lo social en nuestros días. Con ello, es posible salvar la distancia entre individuos y totalidades que alcanzan lo global, renunciando al recurso de minorías autoritarias y jerarquías de verticalidad sospechosa.

Con la Polis y la República como modelos de trasfondo, cuyo proyecto moral no han sabido emular las actuales poliarquías (Dahl), Ejemplaridad pública combina en dosis adecuadas la ayuda de disciplinas como el Derecho, Filosofía del Derecho y Filosofía política o Historia del pensamiento político, sin saturar con excesivos tecnicismos, comediéndose en la medida de lo posible en el uso directo del latín y el griego, y logrando un agradecido equilibrio entre un lenguaje elegante y cuidado pero comprensible y sin demasiados adornos. La forma directa de desarrollar conceptos complejos no está condenada a la crudeza estilística.

Aunque suene un tanto paradójico, llama la atención la ausencia de ejemplos concretos, referencias reales, empíricas, que ilustren aquello que el autor trata de expresar, refuercen lo afirmado y relajen la lectura, en ocasiones resulta demasiado intensa, aunque no por ello pesada. La estrategia de insistencia que sin embargo elige el autor para anclar sus ideas, está convenientemente gestionada, sin dejar una sensación de repetitividad y hartazgo. A ello se une un excelente uso de las aportaciones en las que se apoya (entre cuyo elenco encontramos a Aristóteles, Nietzsche, Hegel, Tocqueville, Rousseau, Maquiavelo, Kant, Freud, Ortega y Gasset, Rawls, Weber, Arendt...), aprovechando de forma clara sus textos clásicos y evitando el abuso de citas.

Por muy idealista y optimista que parezca a veces el texto, es moderada la confianza del autor en el carácter salvífico de su proyecto. Las páginas de esta obra están escritas con una actitud relativamente humilde –obligadamente propia de quien defienda el «universal vivir y envejecer» y la «aceptación de la mortalidad»– teniendo en cuenta el calibre del cambio al que se aspira. Sería injusto pensar a priori que las críticas de este filósofo van acompañadas de algún tono reaccionario que revele un discurso nostálgico por la rectitud autoritaria, pues desde bien temprano queda demostrado que no es así. La lectura y comprensión de las tesis planteadas exigen, por tanto, un mínimo esfuerzo de imaginación por parte de quien se enfrente a esta obra.

Se echa de menos un cierre acorde con el desarrollo general del libro, algún epílogo o broche que resuma, no sólo el llamamiento de Javier Gomá a una ejemplaridad pública democrática, sino toda su trilogía centrada en la «experiencia de la vida».