Tres vidas de santos (2009) no llega a las doscientas páginas. Esta
parquedad no es rara en Mendoza. De cuando en cuando nos entrega una novela
extensa, histórica, con hechos individuales y colectivos que ocurren en momentos
de cambio o de incertidumbre, hechos localizados en
la
Barcelona política y social, bullanguera y violenta del Ochocientos
o del Novecientos. Estas obras combinan el gusto por la narración, el relato
minucioso y dialogado, con la captación de ambientes y de voces, el habla
particular de distintos grupos y clases. En ellas, Mendoza se hace cargo de la
tradición novelística para actualizarla con alardes vanguardistas. ¿Ejemplos?
Nos referimos, claro, a
La verdad sobre el caso Savolta (1975) o
La
ciudad de los prodigios (1986) o
Una comedia ligera (1996). Son obras
mayores cuyas fuentes castizas él mismo ha revelado en algunos ensayos, como los
dedicados a
Pío
Baroja o a
Armando
Palacio Valdés y otros.
Después, tras comprobar el éxito
crítico de sus ficciones mayores, Mendoza se consiente alguna broma o algunas
bromas: durante un tiempo más o menos extenso, el autor alterna o cambia de
registro. Así publica novelitas chispeantes y paródicas, historietas cómicamente
morales, ejemplares, en las que nos alecciona con la risa o la sonrisa, con la
caricatura de tipos averiados o desgraciados, pomposos o prepotentes. Esas obras
no son una mera sucesión de chistes, sino sanas y rentables ocurrencias,
estampas humorísticas o episodios chocarreros que dicen mucho del alma humana.
Para algunos, estas páginas deberían ser catalogadas como literatura menor. Por
ejemplo,
El misterio de la cripta embrujada (1979),
El laberinto de
las aceitunas (1982),
Sin noticias de Gurb (1990) o
El asombroso
viaje de Pomponio Flato (2008), del que escribí una
reseña.
Así, admitiríamos que hay dos Mendozas. Habría uno serio, incluso grave e
histórico, que se documenta para recrear ambientes de otras épocas expresándose
como un Baroja redivivo, un Baroja narrador. Y luego habría un Mendoza chistoso,
zumbón, dedicado a caricaturizar el presente, la vanagloria de nuestra época.
¿Dos? Hay que corregir esta conclusión facilona. Bien mirado, sólo hay un
Mendoza. Tendríamos un observador nostálgico y muy salado, atento a la
extravagancia y a las chaladuras, que tanto abundan; atento también a las cosas
ordinarias, a las lecciones prácticas y morales del hampa y de la purria, a los
ambientes bajos y a los círculos elevados, al lenguaje de la gente pudiente o
corriente, a las maneras de los burgueses o de la chusma. Por lo que trata y por
cómo lo trata, Mendoza parece alguien distinguido y gamberro, alguien nacido y
criado en un hogar de posibles, en una buena familia probablemente severa y
juiciosa, alguien que sin embargo queda fascinado por la incorrección popular y
el ingenio voluntarioso de los pobres.
¿De qué clase será
Tres vidas
de santos? ¿Del primer tipo o del segundo? ¿Es una aleación? El humor
recorre toda su escritura, las obras mayores y las menores, y por tanto también
aquí, en este libro, encontraremos episodios cómicos, situaciones incluso
hilarantes que le sirven para diagnosticar sobre el género humano. En realidad,
esta obra –que no es una novela-- reúne tres relatos, tres historias muy
distintas que bien podrían haberse convertido en novelas independientes o en
nouvelles, tres piezas abandonadas tal vez sin buscar mayores
desarrollos. Quiero decir: tres relatos que quedaron perfectos en su extensión y
expresión, sin tener que alargarlos artificialmente hasta convertirlos en
novelas.
La primera historia está ambientada en la Barcelona de la
última posguerra. Comienza con la celebración del Congreso Eucarístico de 1952 y
la protagoniza un jovencito de buena familia venida a menos, un chaval que nos
contará los hechos en primera persona muchos años después. ¿Qué hechos? La
visita y la estancia en su casa de Barcelona del obispo de San José de
Quahuicha, en Centroamérica, también llamado para abreviar el “obispo Cachimba”.
Las andanzas del eclesiástico por la Ciudad Condal, su desparpajo y sus piadosas
intenciones chocarán con el envaramiento de los buenos catalanes.
La
segunda historia, cuyo asunto principal ocurre en un presente que es el nuestro,
transcurre en varios y distantes emplazamientos: entre otros, en una zona del
noroeste de África y en Bruselas. El personaje principal se llama Dubslav, hijo
de madre soltera…, e hijo de un cirujano yugoslavo también llamado Dubslav. El
muchacho es español a pesar de ese nombre: él no relata los hechos pero el
narrador en tercera persona emplea su punto de vista para contarnos la concesión
de un premio científico que recae en la madre y ha de recoger el hijo. Eso será
motivo para largar una andanada, para criticar severamente a la humanidad, para
lanzar un S.O.S. algo patético e irremediable.
Sin duda, el autor leyó vidas de
santos o sus mayores le leyeron páginas piadosas en una infancia devota, una
práctica moral e instructiva de la que Cristina y Eduardo Mendoza hablan, por
ejemplo, en La Barcelona modernista
(1990)
La última historia, que empieza en una
prisión de Barcelona y acaba años después en un lujoso hotel de la zona de
Gracia, la protagoniza Antolín Cabrales, alias Poca Chicha, un pillete que fue
carne de prisión, pero un pícaro que no se quedó tonto: leyó y leyó, auxiliado
por Inés Fornillos, una profesora de literatura. Cabrales es un tipo avispado.
Tiene un pronto intuitivo. Descubrirá lo importante que es la imaginación, la
novela. Eso le redimirá: acabará escribiendo novelas. ¿Le redimirá, digo? "En el
fondo, se dijo, sigo siendo lo que siempre fui: un ser superfluo, un estafador",
contestará Poca Chicha años después.
¿Qué tienen que ver entre sí unos
relatos tan dispares? Por supuesto, los tres personajes sobre los que Mendoza
vuelca todo su interés son gentes dañadas, gentes huérfanas, muchachos que
debieron crecer y madurar sin todos los auxilios o todas las comodidades. O bien
les escasearon recursos o bien les faltó alguno de los progenitores. En estas
historias, el padre no suele desempeñar papel alguno: o no está reconocido como
tal o, simplemente, es un borrachín sin remedio, un tipo averiado que sobrevive
con empeño desastroso. La madre es la fuente nutricia, sabe o no sabe, está o no
está, pero es la referencia fundamental de esos varones que crecen y maduran
como pueden: el niño barcelonés de familia venida a menos, el hijo natural y el
delincuente laboriosa e infructuosamente redimido.
¿Por qué deberíamos
recomendar la lectura de
Tres vidas de santos (2009), de Eduardo Mendoza?
En principio, no es un libro característico de su producción habitual. El autor
es dado sobre todo a la novela y éste es un volumen de relatos, de tres relatos
con historias y con personajes muy diferentes, según hemos visto. Por otra
parte, la propia palabrita del título,
santos, resulta una extravagancia
en los tiempos que corren. ¿A santo de qué? ¿A qué escritor actual podría
ocurrírsele hablar de gente bienaventurada, dotada de aura, de algún mérito
singular? Los piadosos no parecen individuos de nuestra época. Parecen, en
efecto, habitantes de mundos más devotos, de eras más venerables o
misericordiosas, cuando la religión ataba a nuestros antepasados, cuando los
pastores de la Iglesia dictaban los preceptos morales de sus ovejas. ¿Es de eso
de lo que trata Eduardo Mendoza?
¿
Tres vidas de santos? Más que
un libro de Eduardo Mendoza, el título se nos antoja una hagiografía
tradicional, dedicada
precisamente a narrar vidas de santos, las
existencias de gentes con virtudes excepcionales: mártires, hombres y mujeres
muertos en el suplicio sin abdicar de sus ideas. En las bibliotecas burguesas de
otro tiempo no es infrecuente esta literatura pía. Las mujeres católicas son sus
principales destinatarias y estos volúmenes en cuarto o en octavo sirven sobre
todo para aprender virtudes, para la edificación religiosa. ¿Es posible esto
ahora, en un tiempo tan chabacano y ramplón como el nuestro? Alto ahí. ¿Y
cuándo los tiempos fueron menos prosaicos o materialistas? ¿De verdad, Eduardo
Mendoza escribe sobre las vidas ejemplares de tipos excepcionales?
Los personajes
que pueden calificarse de santos en el volumen de Mendoza “tienen algo de
repelente”, según admite el propio autor. ¿Qué cosa? Pues el hecho de vivir
abrumados, incluso angustiados. No sólo eso: son repelentes por tres
razones
El autor incluye una nota al principio de su
obra. ¿Cómo hemos de tomarla? Por supuesto, es una instrucción de lectura en la
que Mendoza nos advierte acerca de lo que vamos a descubrir. ¿Es así? Dice el
autor que hay dos grandes categorías de santos. La primera corresponde a los
mártires y anacoretas. Tienen mucho predicamento entre los artistas que los
pintan o que los esculpen. Por ser tan dramáticas sus vidas, pueden
representarse episodios personales con gran viveza. Por ejemplo, un san
Sebastián mortificado por las saetas. La segunda categoría corresponde a la de
los santos influyentes, dice Mendoza. Son los sanadores, los guardianes, esos
bienaventurados que poseen virtudes excepcionales o méritos propios, alguna
habilidad destacable. Por ejemplo, un san Cristóbal protector, “que por haber
ayudado al niño Jesús a vadear un riachuelo tiene a su cargo la ingente flota
automovilística mundial”.¿Son de esa clase los personajes
de Mendoza? Sin duda, el autor leyó vidas de santos o sus mayores le leyeron
páginas piadosas en una infancia devota, una práctica moral e instructiva de la
que Cristina y Eduardo Mendoza hablan, por ejemplo, en
La Barcelona
modernista (1990). Es una imagen archiconocida: al caer la tarde, los
abuelos o los mayores leyendo en voz alta para ilustración de los pequeños. No
es imposible que ese episodio se mantuviera en tiempos de Mendoza, con adultos
piadosos narrando a sus polluelos vidas ejemplares. Ejemplares y algo
repelentes, la verdad.
En efecto, los personajes que pueden calificarse
de santos en el volumen de Mendoza “tienen algo de repelente”, según admite el
propio autor. ¿Qué cosa? Pues el hecho de vivir abrumados, incluso angustiados.
No sólo eso: son repelentes por tres razones. Primero, por ser obsesivos. Más
aún: “cultivan sus obsesiones, precisamente en su relación con los demás, aunque
éstos no quieran”. Segundo, por ser dañinos, por causar “daño y desgracia a sus
semejantes”. Más aún: provocan esa desdicha “sin relación causal aparente”, sin
que haya provocación previa que justifique ese mal que infligen. Tercero, por
ser obcecados: emprenden y llevan a cabo una “búsqueda de lo absoluto”.
Pero no le demos más vueltas a lo que el escritor dice o deja de decir.
Admitámosle al autor ese diagnóstico de las patologías que aquejan a la
santidad. Bien mirado, ese dictamen no se corresponde enteramente con ninguno de
los personajes que pueblan las páginas de este simpático y aleccionador volumen.
Como el propio escritor acaba diciendo, “me costaría señalar con precisión cuál
de ellos es el santo a que aluden el título y los párrafos que anteceden”. En
realidad, el rótulo que el autor da a su libro así como la nota con que lo
justifica son quizá un ardid editorial, un mero
MacGuffin. Olvídense,
pues, de las argumentaciones, que tienen su guasa, y lean los relatos. Allí
encontrarán un destilado del mejor Mendoza, irónico, tierno, en ocasiones
descacharrante y siempre atento a la vida inocente o desastrosa de sus
congéneres.