Paul Auster es un hábil contador de historias, alguien que se busca
interlocutores a los que inventarles una existencia con hechos. Como se los toma
en serio, de ellos puede aprender: son personajes que relatan sus propias vidas
o las ajenas, que dan cuenta de sus experiencias. El autor los concibe, los
elabora con remedos y remiendos del mundo real. Los imagina cuando escribe, cosa
que le fuerza a ser coherente con sus rasgos, con sus características. Ahora
bien, no son marionetas que el novelista maneje como en un guiñol: son tipos a
los que eventualmente les pasan cosas que les alteran y Auster se muestra
respetuoso con sus vidas. El autor se obliga a pensar las consecuencias de lo
que les ha sucedido. Eso parece al menos. La impresión que el lector suele tener
es la del enigma: en las historias de este novelista ignoramos cuál puede ser el
curso venidero y probable de los acontecimientos. Uno tiene la sospecha, en
efecto, de que ni siquiera el novelista sabe qué les ocurrirá a sus personajes
cuando les pasa algo. O, por lo menos, narra las historias como si el propio
escritor no tuviera claro lo que más tarde va a sucederles. Algo les ocurre,
desde luego, y Auster ha de ser congruente para imaginar qué harán después,
cuando un hecho nuevo o un giro inesperado modifiquen completamente lo
predecible.
Para lograr ese efecto tan persuasivo en el lector –el
efecto de que todo está pasando ahora--, el novelista ha de trazar personajes
extraordinariamente parecidos a los humanos. Auster cuida al máximo los
detalles. Los moldea con rasgos reales, con características de nuestra especie,
evitando lo previsible, el arquetipo. Los sabemos seres ficticios, sí, pero sus
inclinaciones o deseos son cifra, enigma, algo oscuro y variable. Por un lado,
sus protagonistas se nos presentan como tipos perfectamente equiparables a
nosotros: carentes, heridos, simpáticos, crueles, bondadosos, abnegados,
soñadores. Son todo eso a la vez. Por otro lado, sus personajes se nos muestran
como individuos poco fiables, como los seres humanos de carne y hueso. Poco
fiables por inconstantes y por mentirosos. Antojadizos, inestables, hablan,
hablamos sin parar: así damos sentido o cambiamos el significado de lo que nos
pasa. Caprichosos, vacilantes, mienten, mentimos para completar lo que la vida
no nos da; para protegernos, pero también para perseguirnos a nosotros mismos,
para fantasear con ideales inalcanzables que nos mejoran o nos dañan.
Las obras de Paul Auster son una
tupida red de historias que se suceden, que se complementan, que se solapan, que
se contradicen, que se niegan. ¿Un juego con la verdad? No sólo es un juego: es
la constatación de que lo verdadero es una penosa e incierta
reconstrucción
El resultado de la existencia
es un cruce de hechos verdaderos o inventados que nos contamos. En las novelas
de Auster ocurre algo parecido: con este recurso, el autor da fuerza y
verosimilitud a lo que escribe. Imita el mundo real no a golpes de naturalismo,
como un dios omnisciente, sino como un investigador perseverante y limitado,
alguien que recopila versiones siempre parciales, fragmentarias, dudosas. Con
ello, las obras de dicho autor son una tupida red de historias que se suceden,
que se complementan, que se solapan, que se contradicen, que se niegan. ¿Un
juego con la verdad? No sólo es un juego: es la constatación de que lo verdadero
es una penosa e incierta reconstrucción. Todo depende del número de sus
relatores, de sus inclinaciones, de su rigor. Todo depende de los individuos y
de sus respectivas vidas.
Los individuos no somos de una pieza,
efectivamente. Vamos mudando con el paso de los años y aquel que éramos no es
igual a quien luego somos. Quedan restos de ese personaje nimio o colosal que
fuimos. Hay algo más: ese que fuimos pudo haber sido de otro modo, pudo haberse
conducido de otra manera, pudo haber optado por otro curso de acción. No hay
fatalidad que nos obligue a ser y a permanecer. Lo corriente, por el contrario,
es que pequeños acontecimientos o grandes sucesos nos fuercen a cambiar o nos
hagan sopesar otras metas. Somos frágiles y eso que nos proponemos se nos tuerce
a poco que las circunstancias nos afecten. Es una trivialidad, pero no por ello
es menos verdadera.
Nos hacemos una vida, nos forjamos metas y
objetivos, nos adelantamos a los acontecimientos con el propósito de controlar.
Pero las cosas mudan. De Paul Auster se toma ya un adjetivo que sirve para
identificar cierto estilo de escritura o cierto tipo de evento casual: es lo
austeriano. “No es que me obsesionen las historias raras, pero cuando
pierdes los vínculos que te unen a los demás, te metes irremisiblemente en
territorios desconocidos, incontrolables”, le dice a Gérard de Cortanze en
Dossier Auster. “Ahí está el quid de la cuestión”, añade. “Mis
personajes, seres en escisión, terminan a menudo encontrando a alguien que dará
un vuelco a sus vidas”, un vuelco cuyas consecuencias aún ignoran –e ignoramos—
mucho tiempo después.
Estamos en los años sesenta, en
Estados Unidos. Para quienes son jóvenes es aquélla una época de cambios, de
rebeldías, de independencias. Los muchachos quieren gobernar el curso de sus
vidas
Invisible, de Paul Auster,
comienza cuarenta y tantos años atrás. En poco menos de trescientas páginas, el
autor narra y examina los avatares de varias décadas convulsas. No es un informe
sociológico; tampoco una historia costumbrista o coral. Es un relato bien
concreto: el de una anécdota o un suceso, el de un hecho que tiene efectos y
trastornos. La vida no es necesariamente algo grande y de consecuencias
indiscutibles. No es el paso egregio de un protagonista admirado. Tampoco es el
desfile de un villano insigne. La existencia suele ser vulgar, una suma de
acontecimientos menores, imprevistos, azarosos, que alteran o modifican todos
nuestros planes. Nos hacemos proyectos, nos hacemos ilusiones, y luego un hecho
doloroso aunque insignificante tuerce el curso de las cosas.
Estamos en
los años sesenta, en Estados Unidos. Para quienes son jóvenes es aquélla una
época de cambios, de rebeldías, de independencias. Los muchachos quieren
gobernar el curso de sus vidas. Han tomado las riendas, como tantas veces se ha
dicho en metáfora ecuestre. En el mejor de los casos, los padres son gentes que
se han adaptado con impericia, con torpeza, a una sociedad que está cambiando, a
un mundo casi desbocado. En efecto, los mayores trabajan duro, obedecen
formalmente las reglas de una moral estricta y se acomodan como pueden a una
sociedad opulenta y consumista: con la dificultad o el desconcierto de quienes
han sido educados para la abnegación y el sacrificio. Los jóvenes
norteamericanos disfrutan del rock, de la psicodelia, toman drogas o copas;
practican el sexo, pregonan el amor libre, sin ataduras, sin compromisos; y, en
fin, se levantan contra una guerra que su país está librando en otro Continente.
Adam Walker, uno de esos muchachos que cuenta veinte años, vivirá una
historia singular, una historia de adulterio, de incesto… Todo arranca en 1967.
En dicha fecha, es estudiante de letras, cursa el segundo año en la Universidad
de Columbia y asiste en Nueva York a una fiesta multitudinaria, ruidosa, con
mucho humo y con muchos estimulantes. Allí conoce a dos extranjeros que son
pareja, Rudolf Born y Margot Jouffroy. Parecen extraños, cultos: fascinantes
para un joven de veinte años. Son europeos, de origen francés o francófono. Él
debe de tener treinta y cinco años y ejerce de profesor visitante. Imparte
lecciones de Relaciones Internacionales, también en Columbia; ella debe de estar
en torno a los treinta. De entrada, es una mujer sensual, silenciosa,
enigmática. Todo lo que sabemos de ambos se lo debemos a Walker. Es él quien
escribe, quien lo cuenta para nosotros. Así empieza
Invisible, de Paul
Auster, una novela que se desarrolla a lo largo de cuatro décadas.
La memoria no guarda,
necesariamente, lo relevante, sino una suma caótica de recuerdos, algunos
referidos a actos importantes y otros a hechos menores de nuestra vida. Es un
mecanismo curioso: lo necesitamos para aferrarnos a nuestra identidad, a lo que
permanece, pero funciona siempre y en todos de manera
defectuosa
Walker no recuerda en absoluto por
qué se encontraba allí, en aquella fiesta neoyorkina de 1967. Supone que alguien
debió de invitarle a aquella velada en la que un gentío se había reunido. Pero
hace mucho tiempo de eso, dice, y por tanto lo ha olvidado. Ni siquiera recuerda
en qué lugar se celebró dicha reunión: quizá “en el norte o en el centro de la
ciudad, en un apartamento o en un
loft”. Los asistentes fuman, consumen
tabaco abundantemente. “No recuerdo si estábamos bebiendo, pero si la fiesta era
como todas a las que iba desde que había puesto los pies en Nueva York, debía de
haber garrafas de vino tinto barato y abundante provisión de vasos de papel”,
precisa el estudiante. Probablemente se emborrachó, aunque tampoco podría
asegurarlo. El alcohol desdibuja o diluye lo que hacemos: caen nuestras
defensas, las del estado de vigilia. “Ojalá pudiera desenterrar de la memoria
más cosas”, se lamenta. “Pero 1967 está muy lejos” y de esa circunstancia sólo
“algunos momentos vívidos destacan entre la neblina”. Por eso, “por mucho que me
esfuerce en recordar”, añade, “sólo hallo espacios en blanco”. En blanco. “Todo
eso se ha perdido, borrado por el paso de cuarenta años”, insiste. Le creemos.
Hemos de creer lo que nos dice. ¿Por qué no? Si ha transcurrido exactamente el
tiempo que señala, entonces estamos en 2007 y es normal que aquello que sucedió
se haya difuminado. Un lapso tan grande desdibuja los eventos, demasiados días y
demasiadas noches, muchas circunstancias diferentes que se solapan o se
confunden.
La memoria no guarda, necesariamente, lo relevante, sino una
suma caótica de recuerdos, algunos referidos a actos importantes y otros a
hechos menores de nuestra vida. Es un mecanismo curioso: lo necesitamos para
aferrarnos a nuestra identidad, a lo que permanece, pero funciona siempre y en
todos de manera defectuosa. Es más: retenemos parte de lo que sucedió bajo la
forma de reminiscencias, pero eso que ocurrió no tiene por qué ser cierto. En
efecto, sin mentirnos deliberadamente a nosotros mismos, nuestra memoria puede
crear unos acontecimientos que no hemos vivido o, al menos, que hemos vivido con
un sentido distinto al que tienen cuando después son evocados. Imaginemos,
además, que los hechos recordados fueran hechos graves, convulsos, tristes,
dañinos: un trastorno serio en la existencia de cualquiera de nosotros. No sería
raro que la memoria los evacuara, que los hiciera desaparecer. El olvido de lo
doloroso ayuda a vivir, a superar el recuerdo vívido de lo insoportable. Pero el
olvido de lo que nos atormenta también puede ser una esclavitud, una dependencia
insuperable, inmadura.
Cambiemos de registro. Supongamos que no, que los
recuerdos están ahí, que los hechos se retienen por la persona que los vivió.
Pero supongamos igualmente que esos sucesos graves no sólo los vivió un único
individuo, sino varios. Entonces también son distintos los tipos que podrían
relatar contradictoriamente esos hechos. Si las rememoraciones de una sola
persona pueden ser poco fiables y poco congruentes –por los datos o por el
significado posterior--, imaginemos la escasa fidelidad o la mucha discordancia
cuando son varios los que cuentan. Contar es precisar unos hechos, trabar
relación entre ellos, poner en orden y sucesión, y sobre todo es dar con el
sentido correcto: interpretar unos actos humanos.
Decía Max Weber que la
acción no es la mera reacción instintiva que realiza el individuo ante estímulos
estrictamente físicos o externos. El acto humano es acción con deliberación:
creemos algo y en virtud de ello ejecutamos una acción, dándole un sentido. Nos
justificamos o, en otros términos, racionalizamos ese hecho. Pero la acción no
se emprende a solas: siempre hay alguien ahí, ahí fuera –o ahí dentro-- que nos
observa, que nos juzga, que atribuye algún significado a lo que ve que hacemos.
La vida es un teatro en el que todos somos actores y espectadores, ejecutantes,
figurantes, directores, extras y público. La metáfora dramatúrgica ha servido
para múltiples menesteres, pero sobre todo se ha empleado para subrayar las
contradicciones de papeles, los roles distintos que desempeñamos: varían los
marcos y los observadores o testigos. Nosotros mismos somos los principales
observadores y testigos de nuestros actos. ¿Somos creíbles?
Algunos críticos tienen escasa
consideración con el lector: queriendo atraerlo acaban contándole lo que no
deben y en algunos casos con revelaciones que son erróneas, muy sesgadas o muy
simples
Al recordar lo sucedido en 1967, Adam
Walker exagera cuando dice eso de que “todo se ha perdido, borrado”. No. Cuando
cuenta esto, recuerda bien ciertas cosas, incluso muchas cosas. ¿La principal?
El encuentro que tuvo lugar en aquella fiesta: el conocimiento de Rudolf Born y
Margott Jouffroy. La novela que ahora leemos tiene como principal fuente de
información la versión de los hechos que Walker nos proporciona. Pero no es él
quien edita este libro. En realidad es un tercero, un viejo amigo de Walker
llamado James Freeman. Freeman es un escritor de fama mundial. Hacia 2007,
Walker se pone en contacto con él para hacerle llegar el original de su vida,
las memorias que arrancan de 1967 y que tienen a Rudolf y a Margot como
principales referencias. Para bien y para mal. En la vida de los tres hay un
hecho que todo lo trastoca, una circunstancia que altera de manera profunda las
relaciones que habían empezado tan prometedoramente. Walker remite sus escritos
a Freeman y éste, el gran prosista, editará una obra con esas memorias escritas.
No es una novela, pues, sino un volumen autobiográfico y biográfico. Por
un lado, Walker emplea registros distintos: en algún caso, su sintaxis es
prolija y detallista; en otros, es escueta, incluso terminal. Según su
circunstancia y según el reparo que le provoquen sus revelaciones, Walker
utilizará diferentes voces narrativas: la primera, la segunda y la tercera
persona. Por otro lado, Freeman completará esa versión de los hechos con el
testimonio de Gwyn, hermana de Walker, y de Cécil Juin, una joven que conoció a
Rudolf Born en sus años parisinos. El escritor no recopila sin más documentos:
en realidad, los edita. Nos dice qué hace y cómo vive la recepción de esos
documentos autobiográficos. Corrige, transcribe, mejora lo que es incompleto,
aportando incluso un diario de Cécil Juin.
Y el lector, ¿qué debe pensar
de todo ello? Se han publicado reseñas que desvelan lo que sucede, una parte
esencial de sus contenidos.
En
El País, por ejemplo, pude leer una concebida así. O, mejor
dicho, suspendí la lectura cuando llevaba la mitad de esa reseña. En efecto, no
quise, no quise que el autor me aclarara lo que merecía ser averiguado, lo que
yo quería indagar y descubrir por mi cuenta. Algunos críticos tienen escasa
consideración con el lector: queriendo atraerlo acaban contándole lo que no
deben y en algunos casos con revelaciones que son erróneas, muy sesgadas o muy
simples. Una descortesía. ¿Qué les propongo yo? Por supuesto no voy a contar
hechos decisivos. Vale la pena leer
Invisible hasta el final, sin ayudas
que destapen los secretos o los acontecimientos que merecen reserva. Perdonen
esta revelación personal, esta irrupción del yo, a la que añado una confesión
más. En
Ojos de
Papel he publicado varias reseñas dedicadas a
libros de Paul Auster: concretamente a
Brooklyn
Follies, a
Viajes por el
scriptorium y a
Un
hombre en la oscuridad.
Les diré algo muy cierto y
probablemente paradójico: no he querido leer y no he leído ahora lo que escribí
tiempo atrás. Simplemente para no dejarme influir de manera tan directa por
experiencias previas. Deseaba adentrarme en una novela en la que los hechos,
algunos graves, suceden porque básicamente los cuenta Adam Walker gracias a la
edición de James Freeman. Quería dejarme llevar por el relato, por la
versión de Walker. Al acabar el libro uno sabe cosas que ignoraba, ha conocido a
individuos, a personajes, sobre los que no tenía ningún dato; ha compartido
experiencias en tiempos y lugares en los que no ha estado. Ensanchamos, pues,
nuestra alicorta existencia.
Mientras escribía esta reseña he podido
leer
Por qué se escribe, un breve ensayo de María Zambrano que alguien me
había hecho llegar. Una oportuna cortesía. “Lo que se publica es para algo, para
que alguien, uno o muchos, al saberlo, vivan sabiéndolo, para que vivan de otro
modo después de haberlo sabido”, dice la escritora. Precisamente, cuando
acabamos el libro
editado por James Freeman, sabemos algo, algo que tiene
que ver con Rudolf Born. Quizá algunos de nosotros podamos vivir de otro modo
después de haberlo sabido. Pero hay un problema existencial: Rudolf es
propiamente
invisible, pues lo que hemos leído no es lo que Rudolf dijo,
sino lo que Walker escribió de él y lo que Freeman compuso o logró completar.
“Hablamos porque algo nos apremia y el apremio llega de fuera”, señala María
Zambrano. “Vencemos por la palabra al momento y luego somos vencidos por él”,
añade. Rudolf Born fue vencido por el momento, ya que no dejó versión de los
hechos y, por tanto, es la escritura de Walker la que ordena e interpreta los
acontecimientos. “Al escribir se retienen las palabras, se hacen propias,
sujetas a ritmo, selladas por el dominio humano de quien así las maneja”,
apostilla María Zambrano. Salimos de este libro sabiendo muchas cosas y pero
salimos también sin saber lo que no sabemos.
Así es la vida.