No es exagerado decir, en el caso de
Harold Bloom, que este judío
americano, crítico literario de vocación y
Sterling Professor de
Humanidades e Inglés en la Universidad de Yale de profesión, lleva varias
décadas voluntariamente instalado en el centro mismo de la polémica. Su peculiar
concepción del valor y uso de la literatura, de lo que debe ser y –sobre todo–
lo que no debe ser la crítica literaria, han hecho de Harold Bloom una especie
de iluminado, admirado por incondicionales que le consideran un autor de culto y
odiado por sus propios colegas, críticos y
scholars que no perdonan ni
consienten la excentricidad y arbitrariedad de los personalísimos juicios que
viene pronunciando o publicando periódicamente. Pero eso no le importa a un
Bloom que ha hecho de la heterodoxia su ortodoxia y ha mostrado, en reiteradas
ocasiones, su total insolidaridad con la corrección política que domina en el
mundo académico anglosajón y que ha conducido a lo que él considera un proceso
de autodestrucción de la cultura en lengua inglesa. Esta peligrosa cruzada
emprendida por Bloom allá por los años cincuenta –cuando se atrevió a rebelarse
contra la autoridad de
T. S. Eliot y su
New Criticism– y después
en los setenta –cuando rechazó la moda del Deconstruccionismo de
Derrida
y
Paul de Man,
entre otros–, ha hecho que el propio Bloom haya
declarado en varias entrevistas que en el Reino Unido su persona es anatema
puro, que se le trata como a un paria, un profeta sin honor. No le van mejor las
cosas en su país natal. Desde hace más de treinta años, Bloom imparte sus cursos
sobre Shakespeare y sobre poesía totalmente al margen de sus colegas de Yale,
hasta el punto de confesar con sorna, que es un “hombre-departamento”, un
“profesor de nada absolutamente”, adscrito al Departamento de Inglés de Yale por
simple formalismo, nunca por identificación con las ideas y las prácticas
docentes de sus compañeros.
No obstante estas veleidades,
hay que decir que en Europa Bloom es un autor acreditado y admirado, con un
público fiel que ve en él a un
outsider auténtico, a un intelectual
independiente que ha creado su propio estilo, su sello personal. Con una
producción que alcanza la veintena de libros, la mayoría de ellos traducidos a
varios idiomas, la apoteosis del éxito literario le llegó a Bloom con la
publicación de
El canon occidental (
The Western Canon, 1994), obra
provocadora y discutible, en la que el autor enumeraba una lista personal de
nombres que conforman lo que él denomina como
canon de la literatura
universal. Antes de consagrarse con esta obra, Bloom ya había puesto una pica en
el Flandes de la crítica literaria mundial con otra obra perspicaz y, a mi
juicio, imprescindible; me refiero, obviamente, a
La ansiedad de la
influencia (
The Anxiety of Influence: A Theory of Poetry, 1973), un
libro revisionista en el que Harold Bloom expuso por primera vez su célebre
teoría sobre lo que él llama “ansiedad de la influencia”: la ambigua relación de
influencia y ruptura que cualquier poeta mantiene inexorablemente con los que
han sido sus precursores, sus modelos.
La idea de una religiosidad basada
en la soledad y la individualidad, es quizá la más sobresaliente. El individuo
americano es un tipo propenso al repliegue sobre sí mismo. La salvación, que se
obtiene siempre de forma individual y no en comunidad o congregación, es algo
personal que implica una relación íntima y directa con Dios
Pese a que la mayor parte de la obra bloomiana se
enmarca dentro del campo de la crítica literaria en un sentido amplio, se puede
decir que la materia que trata Bloom en
La Religión
Americana no es un tema nuevo para un autor que ya ha dado muestras
de tener un juicio formado y un importante bagaje en cuestiones religiosas
abordadas en libros como
The Flight to Lucifer: Gnostic Fantasy
(1980),
Ruin the Sacred Truths: Poetry and Belief from the
Bible to the Present (1989) o, más recientemente,
Jesus and Yahweh: The
Names Divine (2005). Este interés por la religión y, más concretamente, por
las variadas manifestaciones religiosas que conviven en los Estados Unidos, es
lo que llevó a Bloom a escribir en su día este ensayo sobre la fe nacional
americana, sobre esa peculiar espiritualidad, no oficial pero sí omnipresente,
que Bloom ha llamado –siguiendo al especialista en la religión estadounidense
Sydney Ahlstrom– la Religión Americana.
En su
estudio de las diferentes religiones y credos que conforman ese todo que es la
Religión Americana, Bloom parte de la constatación de una realidad: la americana
es una cultura “religiosamente desaforada” y los Estados Unidos son una nación
“obsesionada con la religión”. A partir de estas premisas, Bloom aplica un
análisis que él califica como crítica de la religión (siguiendo el ejemplo y el
método de la crítica de la literatura), pero que en verdad intenta ser una
suerte de híbrido entre la sociología de la religión en el sentido weberiano o
durkheimiano de la disciplina, y la crítica de la religión en la línea de lo que
hicieron
Nietzsche,
Kierkegaard o
Freud en Europa; o lo que
hicieron
Emerson y
William James –a quienes Bloom considera
como su precursores más directos– en el contexto americano. Este híbrido da como
resultado un estudio complejo y poliédrico en el que la religión se concibe como
el auténtico pilar que da forma y cohesión a la idiosincrasia del ser americano,
un ensayo convertido en “objeto de culto
underground” y en el libro de
toda la bibliografía bloomiana que “mayor número de malentendidos provocó”,
según
admitió
el propio Bloom hace unos años.
La tesis
defendida por Bloom es que Estados Unidos es una nación poscristiana y
posprotestante. A pesar de que el 94% de los americanos cree en Dios y el 90%
reza, Bloom considera que hay un error de concepción en aquellos que tratan a
los americanos como cristianos en el sentido europeo del término: “
en Estados
Unidos hay millones de cristianos, pero casi todos los americanos que creen
serlo son en realidad otra cosa. Son profundamente religiosos, pero devotos de
la Religión Americana, una fe antigua entre nosotros, que se presenta bajo
muchas guisas y disfraces, y que determina gran parte de nuestra vida
nacional” (p. 35). La espiritualidad americana es para Bloom algo más vago y
difuso que el Cristianismo o el Protestantismo, es simplemente deseo de saber y
conocer, puro gnosticismo: “
El gnosticismo, sin embargo, si vamos a
considerarlo una religión, o al menos una postura espiritual, es todo menos
nihilista o desesperanzado, motivo por el que quizá sea ahora, y haya sido
siempre, la religión oculta de los Estados Unidos, la Religión Americana
propiamente dicha” (p. 49).
La Religión Americana
contiene algo que Bloom siempre garantiza: un derroche de sabiduría literaria,
el despliegue de una erudición abrumadora y unos destellos de ideas geniales,
argumentos elaborados y teorías sugerentes y sorprendentes (...) Por otra parte,
en el otro lado de la balanza se sitúa el peso de una prosa enrevesada y a ratos
plomiza, de unas digresiones interminables y unos excursos eternos en los que
Bloom parece estar hablando consigo mismo
Los
impulsos de la tradición cristiana de raíz europea, mezclados con elementos
gnósticos, entusiastas y del orfismo americano, resultan una amalgama de
creencias e influjos que Bloom reconoce como la auténtica versión purificada de
la Religión Americana, estudiada en este ensayo a través de sus manifestaciones
institucionalizadas más populares: la Iglesia Mormona y la Convención Baptista
Sureña. Estos dos credos tan arraigados en el suelo americano, no serían para
Bloom sino estilos de una misma creencia, de un mismo núcleo que conforma la
Religión Americana. También formarían parte de este conjunto, otras versiones
estudiadas en sendos capítulos del libro en los que Bloom analiza lo que él
llama “exóticas sectas indígenas”: Pentecostalismo, Adventistas del Séptimo Día,
Testigos de Jehová o la Iglesia Afroamericana. Todas estas confesiones, tanto
las dos mayoritarias como las menores, comparten una serie de aspectos que las
hacen partícipes del todo americano. Entre estos puntos comunes, la idea de una
religiosidad basada en la soledad y la individualidad, es quizá la más
sobresaliente. El individuo americano es un tipo propenso al repliegue sobre sí
mismo. La salvación, que se obtiene siempre de forma individual y no en
comunidad o congregación, es algo personal que implica una relación íntima y
directa con Dios.
Las casi trescientas páginas del libro giran en torno a
este
leitmotiv de la espiritualidad americana, en un profuso y exuberante
ir y venir que por momentos colma el vaso de la paciencia lectora. En este
sentido, no se puede negar que el libro es fiel al estilo del autor; las quejas
no vendrán por ahí.
La Religión Americana es un libro típicamente
bloomiano, esto es, provocador y sugerente a partes iguales. Ahora bien, le
sucede lo que le ocurre a toda la obra del crítico judío: a veces peca por
exceso.
Decía el crítico de
The
New York Times hace diecisiete años que el libro de Bloom es
“altamente excéntrico, ocasionalmente brillante, a veces irresponsable y a
menudo exasperadamente complicado”. Muchos años después de este juicio, constato
que el libro traducido ahora por Taurus es una obra en la que conviven lo mejor
y lo peor de Bloom y, la verdad, debo decir que tan brillante es lo uno como
desesperante es lo otro.
La Religión Americana contiene algo que Bloom
siempre garantiza: un derroche de sabiduría literaria, el despliegue de una
erudición abrumadora y unos destellos de ideas geniales, argumentos elaborados y
teorías sugerentes y sorprendentes. Son dosis homeopáticas del genio literario
de Bloom, destellos de ese talento que uno sabe que encontrará en cualquiera de
sus obras. Por otra parte, en el otro lado de la balanza se sitúa el peso de una
prosa enrevesada y a ratos plomiza, de unas digresiones interminables y unos
excursos eternos en los que Bloom parece estar hablando consigo mismo. El precio
a pagar por esas gotas de perfume son páginas y páginas de disertaciones
personales totalmente ajenas al tema, páginas del narcisismo que rezuman esas
obras de Bloom en las que el autor se olvida de su lector y parece escribir
parafraseándose a sí mismo, asintiendo y negando sus propias opiniones.
Pero si a sus 75 años Bloom no ha cambiado su estilo, dudo
mucho que vaya a hacerlo ahora. Sus lectores ya le conocemos y le aceptamos tal
y como se nos presenta, con ese estilo suyo tan peculiar de divagar y con esa
prosa no siempre agradecida. Como digo, es un precio a pagar el de atender sus
preámbulos y circunloquios; un peaje, por otra parte, no exclusivo de Bloom en
modo alguno. Cierto es que en el caso del libro que nos ocupa, el enorme interés
que despierta la sugestiva visión de Bloom sobre la religión en los Estados
Unidos, lleva consigo también un componente de autocomplacencia y deleite
ególatra que va en el precio, que no se puede soslayar. Se trata, en última
instancia, de decidir si vale la pena poner a prueba nuestra paciencia en espera
de obtener finalmente una recompensa lectora, unas gotas de esa sabiduría que le
congracian a uno con la lectura laboriosa. En manos del lector curioso queda,
pues, la decisión de recoger este guante. Lo lanzo después de constatar que a
mí, al menos de momento y a pesar de los pesares, me sigue mereciendo la pena
leer a Harold Bloom.