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Rajiv Chandrasekaran: Vida imperial en la Ciudad Esmeralda (RBA, 2008)

Rajiv Chandrasekaran: Vida imperial en la Ciudad Esmeralda (RBA, 2008)

    GÉNERO
Reportaje

    NOMBRE
Rajiv Chandrasekaran

    CURRICULUM
Director adjunto de The Washington Post, de cuya delegación en Bagdad fue jefe desde abril de 2003 a septiembre de 2004



Rajiv Chandrasekaran

Rajiv Chandrasekaran


Magazine/Nuestro Mundo
Vida imperial en la Ciudad Esmeralda
Por Rajiv Chandrasekaran, domingo, 2 de marzo de 2008
Basándose en cientos de entrevistas y documentos internos, Chandrasekaran cuenta la historia de los habitantes de la Zona Verde de Bagdad durante la ocupación: del virrey L. Paul Bremer III a la flota de veinteañeros contratada para demostrar que los americanos pueden construir una democracia jeffersoniana en un país de Oriente Medio asediado por la guerra. En el vacío de la planificación de la posguerra, Bremen pasa por alto aquello que los iraquíes quieran o necesitan y, en su lugar, persigue objetivos neoconservadores irrelevantes y el final del racionamiento de alimentos. Sus subordinados pasan sus días creando medidas políticas como castillos en el aire entre ellas una nueva ley de tráfico y una ley protectora de los diseños de microchips, en lugar de reconstruir edificios saqueados y restablecer la producción de la electricidad. Sus iniciativas casi cómicas encolerizan a los residentes y contribuyen a cebar la insurrección. Éste es un retrato fastuoso de un lugar con cierto aire a Mundo de Oz, donde se perpetró el disparate de la política estadounidense.

Versalles en el Tigris

A diferencia de cualquier otro lugar de Bagdad, se podía cenar en la cafetería del Palacio Republicano seis meses seguidos sin tener que comer nunca hummus, pita o kebab de cordero. La comida era siempre norteamericana, a menudo de estilo sureño. Un bufé abierto ofrecía sémola de maíz, pan de maíz y un barril sin fondo de carne de cerdo: salchichas para desayunar, perritos calientes para comer, chuletas para cenar. Había hamburguesas de jamón y queso, bocadillos calientes de beicon y queso y tortillas de beicon. Cientos de secretarios y traductores iraquíes que trabajaban para las autoridades del gobierno de ocupación tenían que comer en este comedor. La mayoría eran musulmanes, y a muchos de ellos les ofendía la presencia de la carne de cerdo. Pero los contratistas estadounidenses que se encargaban de la cocina seguían sirviéndola. El principal objetivo de la cafetería era satisfacer las necesidades norteamericanas de comida alta en calorías y en materia grasa.
Ni uno solo de los suculentos tomates o de los crujientes pepinos que se cultivaban en Irak conseguía llegar al bufé de las ensaladas. Las normas del Gobierno estadounidense exigían que todo, incluso el agua con la que se hervían los perritos calientes, lo mandasen los proveedores autorizados desde otros países. La leche y el pan llegaban en camiones desde Kuwait, y también las latas de guisantes y las zanahorias. Traían los cereales del desayuno en avión desde Estados Unidos: la presencia en la mesa del desayuno de marcas made-in-USA como los Froot Loops o los Frosted Flakes de Kellogs contribuía a elevar la moral.
Antes de la llegada de los estadounidenses no había cafetería en el palacio. Saddam Hussein celebraba sus banquetes en un recargado comedor privado, y sus criados comían en unas pequeñas kitchenettes. Los ingenieros encargados de transformar el palacio en la residencia de los ocupantes habían elegido como comedor una sala de reuniones con el suelo de mármol del tamaño de un gimnasio. Halliburton, el contratista designado por el Departamento de Defensa para abastecer el palacio, había importado docenas de mesas, cientos de sillas apilables y una veintena de mesas para bufé con la superficie de vidrio. Siete días a la semana, los norteamericanos comían bajo la luz de las arañas de cristal de Saddam.
Manteles de lino de colores rojo y blanco cubrían las mesas. Los comensales se sentaban en unas sillas con almohadones granate. Un mantel con pliegues en el faldón decoraba la mesa de las ensaladas, y otro la de los postres, llena a rebosar de cookies y pasteles. Después de cada comida, limpiaban y sacaban brillo al suelo de mármol.
Un mural del World Trade Center adornaba una de las entradas. Las Torres Gemelas estaban enmarcadas dentro de las alas extendidas de un águila calva. Cada uno de los cuerpos del ejército estadounidense —el ejército de tierra, la fuerza aérea, los marines y la armada— tenía su insignia en una de las esquinas del mural. En el centro estaban los logotipos del cuerpo de policía y del parque de bomberos de Nueva York, y encima de las torres podían leerse estas palabras: «Damos gracias a Dios por las fuerzas de la coalición y por los combatientes de la libertad en casa y en el extranjero».
En otra de las tres entradas había un tablón de anuncios en el que habían fijado avisos como estos:

«Estudios bíblicos: miércoles a las 7 de la tarde.»
«¡Ven a hacer cross con nosotros, los Harrier!»
«¿Estás estresado? Visita nuestra clínica.»
«Vendo magnífica navaja. Como nueva.»
«Cámara de fotos perdida. Ofrezco recompensa.»

La cocina, donde en su día se habían preparado los banquetes gastronómicos de Saddam, había sido convertida en un procesador masivo de comida, con una freidora gigante y unos cuencos para batir grandes como bañeras. La multinacional Halliburton había contratado a docenas de pakistaníes y de indios para que cocinaran, sirvieran las mesas y limpiaran, pero a ningún iraquí. Nadie les había explicado por qué, pero todo el mundo lo sabía: podían envenenar la comida.
Los pakistaníes y los indios llevaban camisas blancas abotonadas y chalecos negros, pajaritas negras y gorros blancos de papel. El subcontratista kuwaití que tenía sus pasaportes y que se sacaba una sustanciosa comisión por sus servicios también les había inculcado unas cuantas muestras de jerga norteamericana, y cuando le pedí a uno de los indios unas patatas fritas a la francesa, me espetó: «Aquí no tenemos patatas francesas, señor, sólo tenemos patatas de la libertad».
El aforo del comedor era tan tribal como el de la cafetería de un instituto. Los empleados auxiliares iraquíes eran muy reservados. Llenaban sus bandejas de comida con el triple de calorías de una comida normal. Entre bocado y bocado se mofaban impunemente de sus jefes estadounidenses. Había tan pocos norteamericanos en el palacio que hablasen bien el árabe que hubieran cabido en una sola mesa y aún habría sobrado espacio.
Los soldados, los contratistas privados y los mercenarios también hacían rancho aparte. Y lo mismo hacían los representantes de la «coalición de los voluntarios» (británicos, australianos, polacos, españoles e italianos). Los civiles norteamericanos que trabajaban para el gobierno de ocupación formaban sus propias camarillas: los peces gordos que tenían cargos políticos, los jóvenes de menos de treinta años recién salidos de la facultad, los veteranos que habían llegado a Bagdad en las primeras semanas de la ocupación. En las conversaciones que tenían en la mesa, respetaban un protocolo implícito. Siempre era apropiado hablar bien de «la misión»: la campaña de la administración Bush para convertir a Irak en una democracia pacífica, moderna y secular donde todo el mundo, con independencia de la secta o de la etnia a la que perteneciera, pudiera vivir bien. Los discursos sobre cómo había arruinado Saddam el país y cómo iban ellos a revitalizarlo también eran de rigor. Y a menos que conocieran muy, pero que muy bien, a sus compañeros de mesa, a la hora de comer nadie cuestionaba nunca la política estadounidense.
Cuando tenías una queja relativa al restaurante, Michael Cole era la persona a la que había que dirigirse. Él era el «contacto con el servicio de información y reclamación» de Halliburton, y podía explicarte por qué en el bufé de las ensaladas no había productos iraquíes, o por qué siempre había carne de cerdo en el menú. Si solicitabas otro tipo de cereal para el desayuno, te escuchaba. Cole no tenía el aspecto curtido del típico conserje que trabaja en una zona en guerra. Era un tipo muy delgado, de unos veintidós años y con la frente cubierta de espinillas.
No hacía ni un año que había salido de la universidad y estaba trabajando como ayudante subalterno de un congresista republicano de Virginia, cuando una de las vicepresidentas de Halliburton le oyó por casualidad en un bar de Arlington hablando con unos amigos sobre cómo se había enfrentado a unos electores furiosos. Se quedó tan impresionada que se presentó ella misma. Y él le comentó en broma que si alguna vez necesitaba a alguien para trabajar cómo ayuda de cámara en Bagdad, estaba dispuesto a presentarse voluntario. Tres semanas más tarde, Halliburton le ofreció un trabajo y luego le pidieron su currículum.
En el comedor, Cole nunca comía nada que llevase cerdo. Sabía que muchos de los camareros pakistaníes eran musulmanes y le parecía mal que tuvieran que manipular comida que pudiera resultarles ofensiva. Y ellos le agradecían esta muestra de respeto invitándole al dickensiano aparcamiento de caravanas donde vivían los trabajadores de la cocina. Ellos no tenían por qué acatar las normas norteamericanas respecto a la comida. Sus cocinas estaban llenas a rebosar de productos locales, y preparaban unos curries picantes más sabrosos que todo lo que Cole pudiese encontrar en el restaurante. Pensó en proponer una cena de estilo indio-pakistaní en el restaurante, pero luego recordó que en el palacio no se preparaban platos étnicos. «La cocina tiene que conseguir que la gente se sienta como si estuviera en su casa», dijo. Y en este caso, el hogar estaba en algún lugar del sur de Virginia.
La misión de Cole era hacer que todo estuviera siempre en su lugar, asegurarse de que los estadounidenses que habían dejado su hogar para trabajar para la administración ocupante se sintieran como en casa. La comida era una parte de ello, pero no la única: también estaban las películas, los colchones y el servicio de lavandería. Si le pedían algo, Cole trataba de conseguirlo, tanto si le parecía importante como si no. «Sí, señor. Me encargaré de ello», decía. O también: «Lo siento mucho, señor. Miraré de arreglarlo en cuanto pueda».


El palacio era el cuartel general de la Autoridad Provisional de la Coalición, la administración de la ocupación estadounidense en Irak. Desde abril del 2003 hasta junio del 2004, la APC fue el gobierno de Irak: promulgó leyes, imprimió papel moneda, cobró impuestos, desplegó la policía y se gastó los ingresos provenientes del petróleo. En el momento álgido de su actividad, la APC tenía más de 1.500 empleados en Bagdad, la mayoría estadounidenses. Era un grupo variopinto: hombres de negocios que militaban en el partido republicano, jubilados que buscaban paladear por última vez el sabor de la aventura, diplomáticos que habían estudiado sobre Irak durante años, graduados recién salidos de la universidad que nunca habían tenido un trabajo a jornada completa, funcionarios gubernamentales atraídos por el veinticinco por ciento de salario adicional que cobraban quienes trabajaban en una zona en guerra. A la cabeza de la APC estaba el virrey estadounidense en Irak, Lewis Paul Bremer III, que siempre iba vestido con un traje azul y botas de combate de color marrón claro, incluso en los días de verano en que los iraquíes se derretían por el calor. Iba a todas partes rodeado de un grupo de musculosos guardaespaldas armados con metralletas, incluso al baño dentro del palacio.
El palacio era una especie de Versalles en el Tigris. Construido con piedra arenisca y mármol, tenía unos pasillos espaciosos, columnas muy altas y escaleras en espiral. Unos enormes bustos de bronce de Saddam con un tocado de guerrero árabe en la cabeza contemplaban a los presentes desde las cuatro esquinas del techo. El restaurante estaba en la parte sur, junto a una capilla con un mural del tamaño de una valla publicitaria en el que se veía un misil Scud surcando el cielo. En el ala norte había un salón enorme con una galería que daba a la pista de baile. El corazón del palacio era una gigantesca rotonda de mármol cubierta por una cúpula de color turquesa. Tras la llegada de los estadounidenses, todo el palacio adquirió el aspecto chapucero de una compañía de reciente creación: ordenadores Dell sobre unas vistosas mesas de madera noble separadas unas de otras por unas mamparas forradas de tela, formando varios cubículos, montones de cables serpenteando por los zócalos dorados, y pizarras colgadas sobre los espejos de las paredes.
En el camino de la parte trasera había una hilera de lavabos portátiles. El palacio, diseñado para que Saddam recibiera a los dignatarios extranjeros, no disponía de suficientes inodoros para cientos de ocupantes. El espacio para dormitorios también era escaso. La mayoría de los recién llegados tenían que dormir en literas instaladas en la capilla, una habitación que acabó pareciendo un hospital de campaña como los de la Segunda Guerra Mundial.
Apariencias aparte, en el palacio se aplicaban las mismas normas que en cualquiera de los edificios gubernamentales de Washington. Todo el mundo llevaba una chapa identificativa. En los altísimos salones del palacio había que mantener el decoro. Recuerdo haber oído a un soldado amonestar a una empleada que iba corriendo a una reunión: «Por favor, señora, aquí no se puede correr».
Todo lo que se podía externalizar, se externalizaba. Del trabajo de organizar los concejos municipales se encargó una empresa de Carolina del Norte por 236 millones de dólares. El trabajo de custodiar al virrey fue asignado a unos guardias privados que ganaban mil dólares al día cada uno. Por administrar el palacio —preparar la comida, cambiar las bombillas, hacer la limpieza, regar las plantas— Halliburton cobraba cientos de millones de dólares.
Halliburton había sido contratada para suministrar servicios de «apoyo vital» a la APC. El significado de esta expresión fue cambiando con el tiempo. Con la llegada a Bagdad del primer contingente de estadounidenses en las semanas posteriores al derrocamiento del gobierno de Saddam, lo único que quería la gente era comida y agua, servicio de lavandería y aire acondicionado. Cuando llegó Cole, en agosto de 2003, cuatro meses después del inicio de la ocupación, las exigencias habían aumentado. La casa del virrey tenía que estar amueblada y artísticamente decorada de forma apropiada para un jefe de Estado. El bar administrado por Halliburton en el Hotel al-Rashid necesitaba un futbolín. La sala donde se celebraban las ruedas de prensa necesitaba pantallas planas de televisión de tamaño grande.
La Zona Verde se convirtió rápidamente en la Pequeña América de Bagdad. Todos los que trabajaban en el palacio vivían allí, o bien en roulottes blancas de metal o en el imponente edificio del al-Rashid. Cientos de contratistas privados que trabajaban para empresas como Bechtel, General Electric y Halliburton montaron allí sus campings de caravanas, y lo mismo hicieron las legiones de guardias de seguridad privados contratados para proteger a los contratistas. Los únicos iraquíes autorizados a entrar en la Zona Verde eran los que trabajaban para los estadounidenses o los que podían demostrar que vivían allí antes de la guerra.
Fue Saddam el primero que decidió convertir la zona de primera categoría situada a orillas del río en una ciudad privada dentro de la ciudad, con elegantes chalés, bungalows, edificios gubernamentales, tiendas e incluso un hospital. No quería que sus colaboradores y sus guardaespaldas, a quienes se otorgó una vivienda cerca del palacio, se mezclaran con las masas. Y tampoco quería que los extraños metieran las narices allí. En aquella zona, las casas eran más grandes, los árboles más verdes y las calles más anchas que en el resto de Bagdad. Había más palmeras y menos gente. No había vendedores ambulantes ni mendigos. Nadie, aparte de los miembros del círculo íntimo de Saddam o del grupo de sus guardias y empleados de hogar de mayor confianza, tenía la menor idea de qué pasaba allí dentro. Quienes merodeaban cerca de las entradas a menudo acababan en la cárcel. Los iraquíes que pasaban en coche cerca de aquel complejo residencial iban todo lo rápido que podían para no ser acusados de estar curioseando.
Era el lugar ideal para que los estadounidenses plantasen su campamento. Saddam había hecho rodear la zona con un alto muro de ladrillos. Sólo había tres entradas. Lo único que tenían que hacer los militares era poner los tanques en ellas.
Los estadounidenses ampliaron el barrio de Saddam a unos cuantos bloques más para dar cabida en él al gigantesco Centro de Convenciones y al Hotel al-Rashid, un establecimiento que en sus buenos tiempos había sido muy lujoso y que se había hecho famoso por las retransmisiones en directo que hizo allí la CNN durante la primera Guerra del Golfo en 1991. Fortificaron el perímetro con unas barreras de seguridad de hormigón armado de treinta centímetros de espesor y cinco metros de altura coronadas con alambre de espino.
Los solares sin edificar se convirtieron en campings de caravanas con nombres grandilocuentes. Los empleados de la APC que no habían podido conseguir una habitación en el Hotel al-Rashid vivían en una zona llamada Poolside Estates [urbanización de la piscina]. Cole y sus colegas de Halliburton vivían en Camp Hope [campamento Esperanza] y los británicos habían bautizado su zona como Ocean Cliffs [acantilados del océano]. Al principio, a los estadounidenses les daban pena los británicos, cuyos remolques estaban en un aparcamiento cubierto que parecía oscuro y deprimente. Pero cuando los insurgentes empezaron a disparar morteros dentro de la Zona Verde, todos hubieran querido estar en Ocean Cliffs. La envidia aumentó cuando los estadounidenses averiguaron que los británicos no tenían los mismos remolques con goteras y muebles de plástico suministrados por Halliburton, sino unos amueblados por Ikea.
Los estadounidenses conducían unos lujosos todoterrenos urbanos y respetaban escrupulosamente el límite de velocidad de 55 kilómetros por hora que marcaban las señales de tráfico instaladas por la APC en las espaciosas calles de la zona. Había tantos coches idénticos aparcados frente al palacio que sus propietarios tenían que usar los mandos electrónicos como buscadores. (Uno de los contratistas había puesto una placa de matrícula tejana a su vehículo para distinguirlo de los demás.) Cuando iban en coche, llevaban el aire acondicionado a tope y la radio sintonizada en el 107,7 de la FM, la frecuencia de Freedom Radio, una emisora estadounidense que solamente emitía clásicos del rock y mensajes optimistas. Cada dos semanas, lavaban los vehículos en el túnel de lavado de Halliburton.
En el interior de la Zona Verde funcionaba un servicio de autobuses que pasaban cada veinte minutos por las paradas en forma de refugios de madera, y que utilizaban quienes no tenían coche ni ganas de andar. Había entrega diaria de correo. Unos grupos electrógenos garantizaban el suministro eléctrico para que las luces estuvieran siempre encendidas. Si no te gustaba lo que servían en el restaurante —o para matar el gusanillo entre comida y comida— podías comprar comida preparada en uno de los restaurantes chinos de la Zona Verde. El servicio de lavado en seco de Halliburton eliminaba el polvo y las manchas de sudor de los pantalones y de las camisas caquis en tres días. Un cartel avisaba a los usuarios que retirasen las balas de los bolsillos antes de dejar la ropa en la lavandería.
Las leyes y costumbres iraquíes no eran aplicadas en el interior de la Zona Verde. Las mujeres hacían jogging por las aceras vestidas solamente con unos pantalones cortos y una camiseta. Había una tienda que vendía cerveza de importación, vino y otras bebidas alcohólicas. Uno de los restaurantes chinos ofrecía masajes además de sopa de fideos. Los jóvenes que vendían DVDs cerca del aparcamiento del palacio tenían un alijo secreto. «Míster, ¿quieres porno?», susurraban.
La mayoría de norteamericanos llevaban botas de combate de ante, gafas de sol caras y Berettas de nueve milímetros con la funda sujeta a la cadera con una cinta de velcro. Se pasaban el día quejándose del calor, de los mosquitos y de la indolencia de los nativos. Un contingente de gurkhas hacía las guardias frente al palacio.
Si había una ley en la Zona Verde, era la ley estadounidense. La policía militar paraba a los conductores que superaban el límite de velocidad permitido o que conducían borrachos. Cuando llegaba un cargamento de cajas fuertes, Halliburton impedía que sus empleados norteamericanos las recogiesen o las entregasen antes de que llegasen las carretillas y las fajas ortopédicas a Bagdad. Cuando uno de los miembros femeninos de la APC se quejó porque necesitaba urgentemente su caja fuerte de seguridad —dijo que guardaba decenas de miles de dólares en la taquilla del lavabo— Cole le explicó que Halliburton tenía que cumplir las normas de seguridad laboral estadounidenses.
La Zona Verde no tenía alcalde. Bremer era el ocupante de mayor rango, pero él no se ocupaba de los baches ni de las vallas de seguridad. La parte física estaba técnicamente bajo la responsabilidad del comandante del ejército a cargo de Bagdad, pero éste vivía cerca del aeropuerto y no se ocupaba de minucias. Había un coronel cuya brigada se encargaba de guardar la zona, pero se preocupaba más de la seguridad en el perímetro que del funcionamiento de la ciudad dentro de la ciudad. Si un norteamericano reclamaba como suyo un chalet, no había nadie que se le opusiera.
Los diplomáticos veteranos que habían vivido en el mundo árabe o que habían trabajado antes en situaciones posteriores a un conflicto querían que hubiese cocina local en el comedor, que se respetasen las tradiciones locales y que hubiera trabajadores del lugar. Pero eran una minoría. La mayoría de los miembros de la APC no habían trabajado nunca fuera de Estados Unidos. Más de la mitad, según algunos cálculos, se habían tenido que sacar el pasaporte por primera vez para viajar a Irak. Para sobrevivir en Bagdad necesitaban la misma clase de burbuja que las compañías petrolíferas norteamericanas habían construido para sus trabajadores en Arabia Saudí, Nigeria e Indonesia.
Cole, que era el encargado de crear esta burbuja, junto con sus colegas de Halliburton, trabajaba en una pequeña habitación del palacio. El cartel que había en la puerta decía «Servicio al cliente». Cuando no estaba atendiendo reclamaciones, introducía el menú del restaurante o los horarios de autobús en la red informática de la APC. Hizo una serie de reformas en el cine del palacio y empezó a proyectar películas cada día a las ocho de la tarde. Las películas de tiros y acción eran las más populares, pero no eran las preferidas de Cole. A él le gustaban sobre todo Lawrence de Arabia y El tercer hombre, esta última basada en la novela homónima de Graham Greene sobre la Viena posterior a la Segunda Guerra Mundial. En su tiempo libre, Cole empezó a escribir una novela. Trataba de dos jóvenes que van a una zona de guerra por primera vez en su vida.


—Es casi como estar en América —dijo Mark Schroeder. Estábamos sentados al borde de la piscina, en una tarde de un calor achicharrante, bebiendo agua embotellada en los Emiratos Árabes Unidos.
Schroeder y yo habíamos crecido en el mismo barrio de San Francisco, pero no nos habíamos conocido de pequeños. Conectamos en Bagdad —primero por email, después por teléfono y finalmente en persona— debido a que nuestras madres habían entablado conversación en una tienda de comestibles y habían descubierto que las dos tenían hijos en Irak. Schroeder, que entonces tenía veinticuatro años, era el típico joven californiano: piel bronceada, cabello rubio ondulado y gafas de sol carísimas. Estaba trabajando para un congresista republicano en Washington cuando oyó que la APC necesitaba más personal. Envió su currículum al Pentágono y unos meses más tarde estaba en el Palacio Republicano.
Era un analista de servicios esenciales. Preparaba un informe semanal para Bremer con gráficos de barras y diagramas que mostraban los progresos de la APC en sectores clave. ¿Cuántos megavatios de electricidad se estaban generando? ¿Cuántos agentes de policía se habían entrenado? ¿Cuántos dólares se habían gastado en reconstrucción? A estos informes tenían solamente acceso Bremer y sus ayudantes de más alto rango. Se mandaba copia de los mismos a la asesora nacional de Seguridad, Condoleezza Rice, y al secretario de Defensa, Donald H. Rumsfeld. Después de que los peces gordos los hubiesen estudiado, los analistas del Pentágono redactaban la información secreta y distribuían el documento a cientos de empleados del Gobierno que trabajaban en Irak. Y uno de ellos me los remitía regularmente. Algunos de estos diagramas y gráficos —normalmente los que detallaban el estado de los generadores de electricidad y la instrucción de policías— no concordaban con las cifras halagüeñas que ofrecía la oficina de relaciones públicas de la APC.
Schroeder elaboraba estos informes en un pequeño despacho cerca del de Bremer. Se pasaba todo el día —y algunas noches— sentado frente a un ordenador. Vivía en una roulotte con tres compañeros y comía siempre en el comedor colectivo. Los jueves hacía autostop con un amigo para ir a la discoteca del Hotel al-Rashid o a algún otro bar. En los dos meses y medio que llevaba en Bagdad, había salido una sola vez de la Zona Verde, para ir a Camp Victory, el cuartel general del ejército estadounidense, cerca del aeropuerto.
Cuando tenía que comprar algo, iba al PX, la pequeña tienda de alimentación administrada por los militares que había cerca del palacio. Allí podía encontrar Fritos, Cheetos, Dr. Pepper, proteínas en polvo, camisetas con la frase «Operation Iraq Freedom» y discos de música pop. Si no encontraba lo que buscaba en el PX, iba al bazar de la Zona Verde, un pequeño mercadillo peatonal con más de setenta tiendas que llevaban los iraquíes que vivían en la Zona Verde. El bazar había sido montado para que los norteamericanos no tuviesen que abandonar la Zona Verde para comprar chucherías y artículos diversos. Había tiendas como Mo’s Computers, que llevaba un joven espabilado llamado Mohammed. Varias tiendas vendían teléfonos móviles y DVDs piratas. Otros pregonaban artículos que sólo podían encontrarse en Irak: viejos uniformes militares, billetes de banco con la cara de Saddam, banderas iraquíes con el lema «Alá es grande» escrito de puño y letra por Saddam. Mi tienda preferida era el JJ Store for Arab Photos, la versión iraquí de las casetas de fotos del Salvaje Oeste de Disneylandia: allí podías hacerte una foto vestido con una chilaba y un tocado árabe.
La Zona Verde también proporcionaba sus propias formas de entretenimiento. La APC tenía un «oficial para levantar la moral» que organizaba lecciones de salsa, clases de yoga y pases de películas en el cine del palacio. Había un gimnasio con las mismas cintas móviles y las mismas máquinas que pueden encontrarse en los más sofisticados gimnasios de América. Y los más devotos podían asistir a clases regulares sobre la Biblia.
Incluso los primeros meses después de la caída del gobierno de Saddam —cuando los norteamericanos eran considerados como unos libertadores, la insurgencia era sólo embrionaria y todavía era seguro conducir por la ciudad sin guardias de protección y vehículos blindados—, a los civiles norteamericanos que trabajaban para la APC y su predecesora, la Oficina para la Reconstrucción y la Ayuda Humanitaria, se les aconsejaba que no se aventurasen más allá de la zona inmediata al palacio. Los agentes de seguridad insistían en que Bagdad era una ciudad poco segura. El único lugar seguro era la zona intramuros. Por eso la llamaban la Zona Verde.
Si querías salir de la Zona Verde tenías que hacerlo en dos coches, y cada uno de ellos tenía que estar provisto de dos armas de largo alcance (un rifle M16 o un arma incluso más potente). Los primeros días, esto parecía poco razonable. Pero luego los ataques contra los estadounidenses se hicieron más frecuentes. Las normas se volvieron más estrictas. Primero se necesitaron más armas, luego más coches y luego una escolta militar. Para cuando llegó Schroeder, Irak era tan peligroso que necesitabas un buen motivo para conseguir un destacamento de seguridad para abandonar la zona. Si eras un alto cargo que necesitaba visitar a un ministro, no tenías ningún problema. Pero si eras un analista de servicios esenciales que quería ir de compras, no tenías ninguna posibilidad.
Yo no iba a recriminar a Schroeder por no salir. Aunque él hubiera estado dispuesto a violar las normas, como otros sí lo estaban, conduciendo un sedán destartalado con matrícula iraquí, igualmente tendría que haber salido de la Zona Verde por alguna de las tres salidas. Y todo el mundo daba por supuesto que los chicos malos estaban siempre al acecho. ¿Se darían cuenta de que él era norteamericano? ¿Sería atacado? En todo caso, semejante acción se consideraba como una especie de ruleta rusa.
Schroeder se mostró incrédulo cuando le dije que yo vivía en lo que él y otros llamaban la Zona Roja, que iba en coche sin escolta de seguridad, que comía en restaurantes locales y que visitaba a los iraquíes en sus casas.
—¿Cómo son las cosas ahí afuera? —me preguntaba.
Yo le contaba cómo era vivir en el decrépito Ishtar Sheraton Hotel, justo al otro lado del Tigris, frente al palacio. El servicio de habitaciones era tan desastroso que habíamos instalado nuestra propia cocina —con un hornillo de gas de cuatro quemadores, un congelador y una picadora de carne— en una de las habitaciones. Le describía los placeres de pasear por el mercado de al-Shorja, el mayor bazar de la ciudad, y de tomar el té en una cafetería del barrio antiguo. Le explicaba las discusiones sobre la historia y la cultura iraquí que tenían lugar cuando iba a comer a las casas de mis amigos iraquíes. Cuanto más hablaba, más me sentía como un extraterrestre describiendo cómo era la vida en otro planeta.
Desde el interior de la Zona Verde, el verdadero Bagdad —con los puestos de control, los edificios bombardeados, los atascos de tráfico— debía de parecer un mundo aparte. Las bocinas, los disparos, la llamada a la oración del muecín, nunca traspasaban los muros de la zona. El miedo en las caras de los soldados estadounidenses raramente era visto por los moradores del palacio. Allí el aire no estaba impregnado del humo acre de los coches bomba que acababan de explotar. Las privaciones propias de un país subsahariano y la anarquía del Salvaje Oeste que se habían apoderado de una de las ciudades más antiguas del mundo se arremolinaban en torno a los muros, pero en el interior dominaba la calma y la tranquilidad típicas de una urbanización.
Para ver el verdadero Irak, lo único que tenía que hacer cualquiera de los residentes en la Zona Verde era echar un vistazo por encima de las barreras protectoras —contenedores del tamaño de un refrigerador llenos de tierra para proteger a los soldados de la metralla— que había en las entradas del enclave. El Checkpoint Three, el puesto de control situado en la calle que daba al Centro de Convenciones y al Hotel al-Rashid, parecía un páramo post-apocalíptico. Bloques de hormigón cortaban el paso en lo que había sido una autopista de seis carriles. Árboles caídos bloqueaban las aceras. Casquillos de balas, envoltorios de raciones de comida militar y viejos neumáticos reventados estaban tirados por el suelo. Las alambradas de espino lo cubrían todo. Bolsas de plástico y envoltorios de caramelo revoloteaban por entre las alambradas y se enganchaban en las púas. El aire mantenía en suspensión minúsculos fragmentos de suciedad. Antes de la guerra, la basura era recogida con una eficiencia suiza, pero después de la liberación las recogidas se habían vuelto esporádicas, como casi todos los servicios municipales.
Por las mañanas, desde las siete y hasta las once, la cola de iraquíes que querían entrar por el puesto de control se prolongaba cientos de metros entre las alambradas. Cada uno de ellos tenía que presentar dos tipos de identificación y someterse a tres cacheos distintos. Los soldados estadounidenses, que iban sorbiendo agua fría de unos tubos de plástico que salían de las cantimploras que llevaban en la mochila, gritaban a los iraquíes:
—¡Atrás! ¡De uno en uno! ¿Por qué quieres entrar?
—Vengo a ganarme el salario.
—Quiero presentar una solicitud para trabajar de traductor.
—Mi hijo ha sido detenido por las fuerzas de la coalición.
A veces los soldados eran amables, y otras veces se mostraban adustos.
—Necesito ayuda —le dijo un hombre de media edad a un soldado, cierto día en que yo estaba presente—. Hace cinco días secuestraron a mi hijo.
—Tienes que ir a la policía —le dijo el soldado—. Nosotros no podemos ayudarte.
—Ya he ido a la policía y ellos no quieren ayudarme. Me piden dinero.
—Este es un asunto entre iraquíes. No podemos hacer nada por ti.
—Yo creía que habíais venido aquí para ayudarnos. Si no nos ayudáis vosotros, ¿quién lo hará?


Una mañana, mientras una multitud de peregrinos chiítas se abrían paso a empujones para entrar en la capilla del imán Kadhim, al norte de Bagdad, un terrorista suicida hizo estallar su cinturón de explosivos. Un segundo suicida que esperaba en la esquina hizo estallar el suyo cuando los supervivientes de la primera explosión pasaban corriendo por su lado. Luego un tercer terrorista salió volando por los aires. Y un cuarto.
El patio de la capilla se llenó de humo y de los gritos de agonía de los moribundos. El suelo de cemento se cubrió de charcos de sangre. Jóvenes aturdidos se tambaleaban pidiendo ayuda. Otros supervivientes amontonaban a los heridos en carritos de madera y los llevaban hasta las ambulancias, que hacían sonar las sirenas sin descanso.
Cuando una hora más tarde llegué al lugar de los hechos, vi muchos cadáveres en el suelo cubiertos con sábanas blancas. Brazos y dedos habían salido volando, yendo a parar hasta los balcones de un tercer piso. Montones de zapatos de los muertos estaban desperdigados por la calle. Más tarde, después de visitar el hospital local para hablar con los supervivientes, vi docenas de cadáveres amontonados en el exterior de la morgue, cubiertos con sábanas de color azul, pudriéndose al sol. Los familiares de los muertos y heridos sollozaban, y los médicos iban haciendo su trabajo estoicamente.
—Lo de hoy no tiene nada de especial —me dijo uno de ellos—. Vemos catástrofes como esta una vez por semana.
Aquella misma tarde comí en el palacio con un grupo de empleados de la APC. Hablaron de la Constitución provisional que acaba de ser redactada, con su amplia declaración de derechos.
—Será un modelo para el Oriente Medio —dijo uno de ellos.
Oyéndoles hablar de su trabajo, dejé de pensar en lo que había visto aquella misma mañana. En la Zona Verde pude oír historias con un final feliz. Nadie mencionó los atentados suicidas de la mañana. La capilla se encontraba muy pocos kilómetros al norte de la Zona Verde, a menos de diez minutos en coche. ¿Se habían enterado de lo que había pasado? ¿Sabían que habían muerto varias docenas de personas?
—Sí, he visto algo en el boletín informativo de la televisión desde mi despacho —dijo el hombre que tenía a mi derecha—. Pero no he visto todo el reportaje. Estaba demasiado ocupado trabajando en mi proyecto de democracia.


Mahmud Ahmed siguió durmiendo a pesar de la estridente llamada a la oración del muecín. Había estado trabajando hasta las tres de la madrugada. Al despertarse a las ocho, no había luz en el barrio. No, otra vez no, gruñó para sí. Los apagones le parecían absurdos. Bagdad tenía un buen suministro antes de la guerra.
Abrió un grifo, pero no salió nada. Esto era una novedad. Incluso durante la guerra, siempre habían tenido agua. Años atrás, el agua del grifo era incluso potable. Carraspeó. Podía sobrevivir sin una ducha, pero no sin tomarse un té caliente. Tenía que conseguir té.
Ahmed era un hombre esbelto, de mediana estatura, con una espesa cabellera negra y un fino bigote. A sus veintiocho años, tenía aspecto de ser un hombre de mediana edad. Vestía una camisa a rayas y unos pantalones de color gris, y llevaba una cartera de piel.
Su coche, un Chevy Caprice de 1988, estaba aparcado a la entrada de su casa. El sol del desierto había desvaído la pintura, haciéndola pasar del azul marino al color de unos tejanos usados. Lo había comprado de segunda mano unos años antes a un miembro de la dirección del partido baasista de Saddam. Ahmed sospechaba que el coche había sido robado en Kuwait durante la invasión del país por las tropas iraquíes en 1990. Cada vez que subía al coche, tenía la sensación de que en realidad no le pertenecía.
Al ponerlo en marcha se dio cuenta de que tenía el depósito casi vacío. Fue hasta la estación de servicio más próxima, donde la cola de vehículos que esperaban ser atendidos alcanzaba casi dos kilómetros. Esto no pasaba con Saddam, se dijo Ahmed. Pero enseguida se mordió la lengua. Estaba contento de haberse librado del dictador. La liberación significaba una antena parabólica y un trabajo bien pagado. Y gracias a él la posibilidad de ahorrar para reunir una dote.
Frente a la estación de servicio había unos chavales grasientos, de pie junto a unos bidones, con mangueras de sifón en la mano. Cobraban cuatro dólares por galón. Un galón de gasolina normal costaba menos de diez centavos en el surtidor de la estación.
Ahmed decidió finalmente dejar el coche en casa e ir al trabajo en taxi. Le costaría un dólar, pero no tenía otra opción. Perdería el trabajo si no se presentaba.
«Si trabajase para los iraquíes, no sería ningún problema llegar tarde», me dijo, pero en la Zona Verde, donde trabajaba, «tienes que ser puntual».
En el taxi se tomó un breve respiro antes de decirle al conductor adónde tenía que llevarle.
—La paz sea contigo —dijo—. Llévame al Centro de Convenciones, por favor.
El Centro de Convenciones era la entrada pública principal de la Zona Verde.
—¿Trabajas para los americanos? —preguntó el taxista.
—Claro que no —dijo—. Mi hermano ha sido detenido por los soldados americanos. Tengo que averiguar dónde está.
—Que Dios te ayude —contestó el taxista.
Inshallah —dijo Ahmed. Dios lo quiera.
Desde el taxi, un Volkswagen de cinco puertas con la tapicería gastada y sin aire acondicionado, Ahmed observaba el ajetreo ciudadano. Los semáforos no funcionaban, no había guardias de tráfico, los norteamericanos habían cortado el paso en varias calles y como la APC había eliminado los aranceles sobre los vehículos de importación, que había aumentado la afluencia de coches baratos de segunda mano de casi todos los países europeos. Antes de la guerra, para ir desde casa de Ahmed, al este de Bagdad, hasta el Centro de Convenciones se tardaba diez minutos. Desde la llegada de los norteamericanos se tardaban más de una hora.
Los iraquíes, que antes se mantenían en su carril y que, en todo caso, utilizaban el intermitente para hacerlo, ahora conducían por los arcenes y las aceras. Pero los peores infractores eran los soldados estadounidenses. Conducían como si el lugar fuera suyo, y a veces hasta cruzaban la mediana y conducían a toda velocidad en dirección contraria.
El taxi cruzó el río Tigris y pasó por la Puerta de los Asesinos, la entrada norte de la Zona Verde, donde había un grupo de jóvenes manifestándose. No tenían trabajo y querían que los norteamericanos les dieran uno. Una docena de soldados vigilaban desde la puerta, dispuestos a bloquear la carretera con alambradas y un tanque si los manifestantes intentaban entrar.
El taxi pasó frente a un grupo de tiendas llenas hasta los topes y se detuvo en el siguiente cruce. Ya no podía avanzar más. Desde allí hasta el Centro de Convenciones, Ahmed tendría que ir a pie.
Había conocido a Ahmed unos días antes, mientras los dos hacíamos cola para entrar en la Zona Verde. Tardó en decirme a qué se dedicaba. Sólo después de que yo le confiara algunos detalles de mi vida, admitió que trabajaba como intérprete para el ejército estadounidense.
Ahmed y yo estuvimos conversando mientras esperábamos para pasar por tres puestos de control separados. Él tenía que presentar dos documentos de identificación fotográfica y luego someterse a un cacheo personal.
«Me tratan como a cualquier otro que venga de la calle», dijo Ahmed con desdén. Se jugaba la vida seis días a la semana para trabajar con los soldados estadounidenses. Lo mínimo que podían hacer, decía, era dejarle entrar sin tener que hacer la misma cola que los demás, y sólo con un cacheo.
En cuanto hubimos pasado el tercer puesto de control, ya estábamos en la Zona Verde. Habíamos sido conducidos hasta una acera muy ancha que llevaba al Centro de Convenciones y al Hotel al-Rashid.
Antes de la llegada de los estadounidenses, Ahmed nunca había entrado en el área de la Zona Verde amurallada por Saddam. Cuando vio el lugar por vez primera, no tenía ninguna imagen mental con qué compararla. Pero había pasado en coche cientos de veces por la avenida que había delante del Centro de Convenciones, y el panorama que ahora se le ofrecía era chocante. Antes de la guerra, la autovía de ocho carriles era la vía principal que unía el centro de Bagdad con las principales autopistas que iban, por el norte, hacia Mosul, por el sur hacia Hilla, y por el oeste, hacia el aeropuerto, Fallujah y la frontera jordana. Entonces, los coches pasaban por allí a cien kilómetros por hora. Ahora la carretera estaba llena de bloques de hormigón. Tres todoterrenos militares utilizaban la calzada como zona de aparcamiento.
—Esto no parece Irak —dijo, refiriéndose a la Zona Verde—. Esto es como América.
Yo le comenté que en América no había todoterrenos militares aparcados en medio de la calle y que las carreteras no estaban bloqueadas con barricadas.
—Sí, pero tienes que admitir que aquí todo funciona —dijo—. Los semáforos, los grifos, la comida. No es como el resto de Bagdad. Esto es América.


—Las cosas están mejorando de verdad —declaró Mark Schroeder. No podía entrar en detalles. Era información confidencial. Pero quería que me diera cuenta de que los gráficos de barras y las líneas de tendencia de sus diagramas apuntaban en la dirección correcta.
—¿Entrevistas alguna vez a los iraquíes? —le pregunté.
—De eso se encarga otro —contestó—. Yo no hago sondeos de opinión. Yo trabajo con datos generales.
Otros empleados de la APC sí hablaban largo y tendido con los iraquíes, pero muchos de ellos daban por supuesto, erróneamente, que los cientos de iraquíes que trabajaban para la APC como traductores, secretarias y conserjes, eran una muestra representativa de los veinticinco millones de sus compatriotas. Los iraquíes del interior de la Zona Verde tenían buenos empleos —ganaban hasta diez veces más que un funcionario iraquí normal— y no iban a arriesgar su paga quejándose de la ocupación o informando a los norteamericanos de que sus planes eran descabellados. En vez de ello, se deshacían en elogios hacia sus dueños, les decían todo lo que estos querían oír y minimizaban las malas noticias tanto como podían.
Aproximadamente otros mil iraquíes vivían en el interior de la Zona Verde, en los bungalows que había en las calles arboladas situadas entre el palacio y el Hotel al-Rashid. Eran tanto suníes como chiítas que habían trabajado en el palacio antes de la guerra, pero que no tenían suficiente rango en el Partido Baas como para haber tenido que huir para no ser detenidos por los estadounidenses. Constantemente salían de la zona amurallada para trabajar, para ir de compras o para visitar a la familia. Algunos de ellos incluso hablaban inglés, y si los estadounidenses del palacio hubieran estado dispuestos a escucharles, habrían oído una descripción real y sin adornos de la vida en Bagdad. Pero a excepción de unos cuantos empleados de la APC más audaces que los demás, la mayoría de estadounidenses se desentendían completamente de sus vecinos iraquíes.
Schroeder y sus colegas de la APC se mantenían al corriente de lo que sucedía en Irak mirando las noticias en la Fox y leyendo la revista Stars and Stripes, que se imprimía en Alemania y que enviaban diariamente en avión a Bagdad. Algunos usaban Internet para leer los periódicos de su ciudad. Pero ninguno de estos puntos de información tenía mucho que decir acerca de la Zona Verde.
No había boletín informativo de la Zona Verde. La información —y los rumores— circulaban porque corría la voz. Cuando un oficial del ejército fue apuñalado una noche cuando se dirigía hacia su caravana, todo el mundo dio por supuesto que había sido atacado por un insurgente armado con un cuchillo. Posteriormente, los investigadores que se encargaron del caso determinaron que el culpable había sido otro norteamericano, pero de esta información no llegaron a enterarse los empleados de la APC. Durante semanas, anduvieron mirando por encima del hombro.
En el interior de la Zona Verde, lo que les preocupaba no era que circulase poco la información, sino que había demasiados secretos en peligro. En las paredes del palacio se colgaron varios pósters como los de la Segunda Guerra Mundial en los que se recomendaba cautela. Uno de ellos representaba la mano del Tío Sam tapando la boca de un hombre cubierto con un sombrero. «¡Silencio! La imprudencia puede costar vidas», advertía el texto del cartel. Otro mostraba un perro de raza cocker spaniel apoyando la cabeza con expresión abatida en el sillón de un soldado muerto. Y debajo se podían leer estas palabras... «Porque alguien se fue de la lengua».
Había miembros del personal de la APC que condenaban los bombardeos y salían de la burbuja para conocer a los iraquíes y hablar con ellos, para comer en sus casas y comprar en los mercados locales. Para quienes salían al exterior, la Zona Verde empezó a parecer una especie de Disneylandia. Y empezaron a llamarla la Ciudad Esmeralda.


Nota de la Redacción: Este texto corresponde al primer capítulo del libro de Rajiv Chandrasekaran, Vida imperial en la Ciudad Esmeralda (RBA, 2008). Queremos hacer constar nuestro agradecimiento a RBA Libros por su gentileza al facilitar la publicación de dicho texto en Ojos de Papel.

 

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