Director: Rogelio López Blanco      Editora: Dolores Sanahuja      Responsable TI: Vidal Vidal Garcia     
Historial de visitas

· Crónica rosa (Visitas 1)
  • Novedades

    Wise Up Ghost, CD de Elvis Costello and The Roots (por Marion Cassabalian)
  • Cine

    La familia Fisher y los muertos. Aproximación a A dos metros bajo tierra (por Alejandro Lillo)
  • Sugerencias

  • Música

    The Age of the Understatement, CD de The Last Shadow Puppets (crítica de Marion Cassabalian)
  • Viajes

  • MundoDigital

    Por qué los contenidos propios de un web son el mayor activo de las empresas en la Red
  • Temas

    Sartori y el multiculturalismo
  • Blog

  • Creación

    La vista desde Castle Rock (por Alice Munro)
  • Recomendar

    Su nombre Completo
    Direccción de correo del destinatario
Jorge Duarte: Crónica rosa (Ediciones Carena)

Jorge Duarte: Crónica rosa (Ediciones Carena)

    NOMBRE
Jorge Duarte

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Barbastro (Huesca), 1963

    CURRICULUM
Licenciado en Derecho y en la carrera de piano por el Conservatorio Superior de Sevilla. Viajó a Estados Unidos y Londres para profundizar en el guión cinematográfico y conocer en persona a escritores como Tom Wolfe y John Irving. Es uno de los fundadores de Música aula, asociación que desarrolla proyectos de produccíón de espectáculos y grandes eventos. Ha escrito relatos y guiones cinematográficos y algunos ensayos, publicados en revistas literarias como Pluma y tinta.




Creación/Creación
Crónica rosa
Por Jorge Duarte, viernes, 2 de noviembre de 2007
¿Quién no ha pensado alguna vez inventarse una leve mentira para saltarse una cola interminable un caluroso mediodía de julio? Flippo, un tipo de lo más normalillo, se cree lo suficientemente listo como para engañar a unos pardillos, ponerse el primero y largarse después a beber cervezas con sus amigos, para ello se inventa una insignificante mentira que ha de ir hinchándose a medida que los hostiles colistas van interrogando al presunto caradura hasta que el asunto le explota y lo arrastra a un precipicio de escenas delirantes en medio de un escándalo monumental en el que no faltan las escapadas trepidantes ni los muertos al impedirlas. El asunto no escapa al ojo omnipresente de unos periodistas-buitres al servicio de un programa rosa que necesita con urgencia carroña para sobrevivir y que no tienen inconveniente en aprovecharse de un individuo en dificultades.
Era casi la una de la tarde del último día de julio. A esta hora solía quedar con mis amigos en “La Taberna”, donde combatíamos el sofocante calor del verano bebiendo una cerveza tras otra. Pero aquel día me retrasé un tanto, ya que tenía que cumplimentar unos documentos de gran importancia en el Registro de la Propiedad y el plazo para ello expiraba precisamente ese día.
Ya conocía el edificio, así que, cuando entré por sus puertas, subí directamente a la primera planta y, tras echar un vistazo a las cuatro colas que allí había conformadas, fui a la que me correspondía.
Me acerqué al último de la cola, en la que aguardaban pacientemente unas veinte personas, y le pregunté:
—Perdone, ¿usted es el último?
El tipo me largó una curiosa respuesta:
—El último es un amigo que ha venido conmigo. Ha ido a la planta de arriba a compulsar unos documentos, pero me ha pedido que lo llame al móvil cuando se aproxime su turno, bueno, que haga un “cobra” (llamar y colgar) –dijo el perla, esbozando una sonrisita de complicidad, quizá pensando: “¡Qué invento el de los móviles! ¿Eh?”. Aunque lo más probable es que estuviera cachondeándose de mí, a costa del ingenio del amigo.
Estuve a punto de soltarle: “Me parece que no va a ser así, ¡Alcántara! Cuando vuelva tu novio se pondrá detrás de mi trasero, y si se porta bien, hasta dejo que lo lama mientras espera”.
Pero decidí no dar el espectáculo, entre otros motivos porque un puesto arriba o abajo no modificaba mucho mi lamentable situación.
Sin embargo, la estrategia de aquel sujeto y su colega provocó cierta animadversión en mi espíritu que hizo que mi humor comenzara a agriarse.
Por mi experiencia en las colas de este Registro, calculé que pasaría al menos una hora hasta que me atendieran, y eso en plan optimista; venía a ser parecido a una verdulería de la plaza de abastos: puede haber dos o tres clientes que sólo compren alguna frutita y a seguir recorriendo el mercado, pero lo más normal es que la vieja que va delante de uno se ponga a pedir de todo, eso sí, en pequeñas cantidades: “... Póngame también una perita de agua, esa que está ahí... no, la de al lado; no, a ver... sí, ésa,...”, continuando en este plan hasta decir basta.
Observé con detenimiento al segundo de la cola. Era un tipo joven, delgaducho, bien vestido y pulcro. Su aspecto desbordaba candidez. Llevaba un portafolios repleto de papeles, por lo que imaginé que sería el pasante de algún bufete de abogados o similar, recién acabada la carrera y resignado a los trabajos menos gratificantes del despacho: fotocopias, gestiones en la administración, atender el teléfono, etc.; todo por unos pocos euros para tabaco y autobús. Su compostura era de alguien habituado a las colas, consciente de que el tiempo que estaba perdiendo pertenecía a sus amos; por tanto, dócil como una ovejita. En conclusión, su perfil se conciliaba perfectamente con mis intereses.
Sin pensar siquiera en lo que iba a decir, me acerqué a él y le espeté:
—Perdone, ¿me permite que pase primero? Tengo que recoger a mi hijo del colegio, y... sólo faltan cinco minutos para que salga.
Adopté una prudente expresión de gravedad, tanto en mi semblante como en mi voz, cuyo volumen elevé ligeramente a los efectos de involucrar a los presentes. En definitiva, se trataba de un asunto que concernía a toda la cola.
El aire que nos envolvía se tornó enrarecido casi antes de que terminara de hablar con el muchacho. Si hubiera entrado un terrorista suicida con una mochila explosiva, a buen seguro que la cola se hubiera mostrado más relajada. Hasta me dio la sensación de que la atmósfera se hacía más espesa, como la de una partida de póquer o una sala de interrogatorios.
El joven, apesadumbrado por la enorme carga de responsabilidad que se le había venido encima, me escrutó durante unos segundos, pasados los cuales, se puso a mirar la cola y a mi persona alternativamente, como el público en un partido de tenis. Cuando el ingenuo empezó a balbucear algunas palabras incomprensibles, una señora, situada varios puestos atrás, intervino (no podía considerarse interrupción, puesto que el muchacho no llegó a pronunciar ninguna frase coherente):

—Oiga, yo también tengo mucha prisa. ¡Todos tenemos cosas urgentes que hacer! –esto lo dijo en un tono más beligerante, y adjudicándose, por añadidura, el cargo de portavoz de la cola. Después me clavó sus ojos retadores, dejando traslucir con nitidez su pensamiento: “Si vas de enterado conmigo has pinchado en hueso”.
La señora era gorda, ya entrada en años, y su fisonomía, asaz baqueteada, delataba una vida llena de penurias. Llevaba un vestido estampado con flores de llamativos colores, capaces de herir la vista a un ciego (si es permisible la comparación); el pelo, grasiento y gris, recogido en un gran moño; sobre su nariz abrevada se apoyaban unas gafas de concha con gruesos cristales; y, en fin, sólo faltaban los rulos en el pelo y un rodillo de amasar en una mano para completar la grotesca estampa. Sin duda, era un espécimen más propio de colas de carnicerías, verdulerías o consultorios de la seguridad social.
La cola se mostraba muy pendiente de nuestra plática. Parecían aliviados por que apareciera la gorda y defendiera sus intereses sin necesidad de intervenir ellos. Por supuesto que nadie se solidarizó conmigo; todos parecían pensar: “¿Qué quieres que hagamos, muchacho? Se ha puesto la vieja por medio, y, como comprenderás, no la queremos contrariar, aunque si la convences...”.
Era evidente que si persuadía a la opositora lograría mis pretensiones y, por supuesto, nadie más pondría objeciones. Estos pensamientos azuzaron mi ánimo. Me dirigí a la señora, y con cara de inocente, le respondí:
—Verá usted, señora: el colegio de mi hijo está en Los Alcornocales, y acaba de llamar mi mujer para decirme que no puede recogerlo.
Era de sobra conocido que Los Alcornocales estaba a media hora en coche desde la capital; por tanto, según mi versión, ya llegaba tarde aunque saliera volando por la ventana en ese mismo instante.
Dado que la resolución de mi sagaz ardid dependía del permiso explícito de la mujer, la miré con expresión penosa e imploré:
—Sólo faltan cinco minutos para que mi hijo salga del colegio. Si usted fuera tan amable...
Muchos creen que es mejor tener un buen plan ya preconcebido, pero yo siempre recurro a la improvisación, pues confiere mucha frescura a mi actuación. Quizá en esto reside mi elevado porcentaje de éxitos en situaciones de la misma o parecida índole.
La señora, cuyo cargo de portavoz nadie puso en duda, parecía a punto de ceder. El argumento estaba bien construido, y ella lo sabía. Si seguía con su dura oposición, la tesitura podía volverse contra ella, pues de abogada defensora pasaría a fiscal inquisidor, o sea, la amargada de la fiesta.
De repente pareció iluminarse su rostro a lo “Viki el vikingo”. Entonces, me replicó:
—Pero, si estamos en pleno verano, joven. ¿Quiere hacernos creer que el colegio de su hijo no cierra durante las vacaciones?
La intransigente mujer miró fijamente a mis ojos entornando los suyos, cargados de suspicacia, y puso los brazos en jarras, a la vez que meneaba la cabeza de arriba abajo, seguramente pensando: “Vaya, vaya, vaya. Parece que hemos dado con un caradura”. La cola entera me miraba de hito en hito, sin disimular sus expresiones de desprecio, como si fuera un yonqui o un carterista.
Mi otro Yo me recriminó todo enconado:
“Esto te pasa por la improvisación de los cojones. Tenías que haber meditado un plan a seguir, y no tirarte a lo loco con la primera justificación que te venga a la mente. ¿Desde cuándo van los niños al colegio en pleno verano? Piensa un poco antes de actuar, joder. ¡Me estás poniendo de los nervios!”.
“¡Cállate un momento, hostia, que no puedo ni pensar!”, le ordené, entre un fárrago de pensamientos caóticos.
La voluminosa señora, sedienta de gresca, parecía estar sometiéndome al “tercer grado”. Empezaba a arrepentirme de haber engañado a todas aquellas buenas personas. Si pudiera dar marcha atrás, esperaría con gusto en aquella cola el tiempo que hiciera falta. Lo más grave era que realmente no tenía un sólido motivo para haber actuado con tan mala fe. Todo lo que me ocurría era que tenía envidia de mis amigos porque en ese mismo tiempo estarían hartándose de cervezas, mientras mi menda estaba pringándola en una aburrida cola.
Una cosa tenía clara: ya era tarde para ceder, pues quedaría como un “tonto listo” si daba las gracias por nada y continuaba en mi último puesto con resignación. Todos pensarían que había intentado colarme con el cuento de mi desamparado hijo, o lo que es lo mismo, que estaban ante un sinvergüenza de manual. También pude haberme largado de allí, pero esta opción era inviable, pues era el último día de plazo para formalizar el maldito documento.
Decidí que era el momento de recurrir a la lástima; no sería la primera vez que tuviera que provocar la aflicción en el prójimo para salir de algún contratiempo, aunque lo cierto es que nunca imaginé que me vería obligado a estirar tanto un drama por un asunto tan banal.
—Verán, señores... mi hijo va a un centro de educación especial...–repliqué, adoptando una moderada mueca de dolor (no convenía exagerar).
Mi otro Yo me palmeaba la espalda con efusión, y a esta sazón, me espoleó:
“¡Eso ha estado genial, tío! Al carajo la señora. A eso lo llamo yo reflejo mental. Vamos por buen camino, ya lo creo que sí”. Y para mi sorpresa, se puso a cantar ópera con exultación “La donna é mobile, qual piuma al vento... ”.
Me regocijó que me felicitara con tanta efusividad, aunque creo que en realidad se alababa a sí mismo. Empecé a vislumbrar que el director y guionista de aquella absurda representación era ese otro Yo que moraba en algún lugar recóndito de mi alma. A mí nunca se me hubiera ocurrido una argucia tan vil sólo para avanzar unos puestos en una cola. Por otro lado, ¿qué era eso de educación especial? ¿Qué más tendría que inventar? ¿Adónde iba a conducirme todo aquello?
Dejando aparte mis desasosegadas reflexiones, tenía que reconocer que la trama había ganado en verosimilitud. Los colegios normales sí estaban cerrados, pero tenía su lógica que un centro para discapacitados permaneciera abierto durante el periodo vacacional.
Observé que se hizo el silencio en las tres colas contiguas a la mía. Ahora el asunto parecía atañer a todos los ocupantes de aquella desangelada oficina, pero, desgraciadamente, nadie hacía siquiera el amago de intervenir en mi defensa. Parecían absortos y a la vez complacidos por el entretenimiento que recibían gratuitamente.

Para sorpresa mía, y con toda seguridad del resto de los que esperaban en aquella estancia, la señora volvió a la carga:
—No conozco ningún centro de Educación Especial en Los Alcornocales –objetó con la boca pequeña, hablando para sí misma, pero con el suficiente volumen como para contagiar una duda razonable en el resto de la cola.
Aquello tenía que ser un programa de cámara oculta o algo así, porque si no, era la situación más surrealista que había vivido jamás. No podía creer que la señora no hubiera cedido a esas alturas. O era muy mal actor o esa hija de puta era el diablo en persona. Pero yo podía ser extremadamente tenaz ante los retos. Me iba a conocer la señora, ¡vaya si me iba a conocer!
Antes de que pudiera responder, un señor, que ocupaba el cuarto puesto, intervino:
—Por mí no hay problema...
—¡Ya! –interrumpió la señora categóricamente–. Siendo detrás de mí, tampoco tengo inconveniente –lo dijo recalcando el “mí”, como si hubiera querido decir “por encima de mi cadáver” (ella estaba la novena o décima de la cola).
Estaba claro que era la hora de embestir:
—Verá, señora… –respondí, quebrándoseme la voz– .Usted no conoce ningún centro de educación especial, ni en Los Alcornocales ni en ningún otro sitio, por la sencilla razón de que no tiene ningún hijo de diez años tetrapléjico–. Mis ojos estaban inundados de lágrimas y mi tono se había vuelto incisivo, descargando todas mis supuestas frustraciones en la endemoniada mujer y, por añadidura, en los demás.
Todo el mundo se quedó petrificado. Sus mentes estaban inmersas en el horror de lo que acababan de escuchar. Me había convertido en el centro de atención, no sólo de la cola sino de toda la sala.
Algo me decía en mi interior que tarde o temprano tendría que pagar por haber soltado una abominación de esa calaña. Pero ya lo pensaría mañana, como dijera Escarlata en Lo que el viento se llevó.
Mi otro Yo o, lo que es lo mismo, mi apuntador en aquel sainete, se lo pasaba en grande, y regalaba mis oídos con su entusiasta discurso:

“Eres un actor inmejorable. Fíjate en la jeta que ha puesto la cabrona. La has tumbado por K.O., tío. Se lo estaba ganando con creces”. Estas palabras favorecieron a que recuperara parte de mi menguada autoestima, y no pude evitar esbozar una tímida sonrisa victoriosa, que, sospecho, no pasó desapercibida por mi maquiavélica adversaria.
La vieja bruja era consciente de que había perdido la batalla y la guerra al mismo tiempo. Ahora era una arpía ante todos, que nunca debió de haberme hablado de esa forma.
Cabizbaja y ostensiblemente contrita, me miró a los ojos y se disculpó:
—Lo siento..., pasa que te atiendan, hombre. Es que llevo un día de perros...
Los demás asintieron de buena gana, quitándose una gran losa de sus conciencias.
Hice un discreto ademán de agradecimiento general sin dejar de fingir que sollozaba, no fuera a torcerse el plan en el último momento, aunque, para mi sorpresa, mis ojos segregaban lágrimas auténticas. Me dirigí a la ventanilla en actitud de niño castigado injustamente, ante la mirada aquiescente y compasiva de los circunstantes.
Justo antes de llegar al mostrador, la voz de la señora sonó a mis espaldas:
—¿En qué centro tienes a tu hijo? –preguntó, amable e incluso amorosamente, pero al volverme hacia ella creí adivinar cierta mueca desafiante, la que por supuesto ocultaba deliberadamente al resto de la cola. Parecía querer decir: “A ver si tienes cojones de dudar lo más mínimo”. Pero yo, que no tenía un pelo de tonto, ya había preparado la respuesta desde que solté lo de “educación especial”.
—En el Colegio Santo Ángel –contesté con toda la naturalidad que pude.
Mi otro Yo se mostraba jubiloso, y transmitía su animosidad con grandes aspavientos:
“¡Genial, tío! ¡Qué mejor nombre para un colegio de niños minusválidos! No te pierdas cómo se ha quedado la vieja después del chasco. ¡Es todo un poema!”. Celebraba. Y se puso a repetir aquellas dos maravillosas y bien elegidas palabras: “Santo Ángel, Santo Ángel...”.

El panorama se me hacía cada vez más absurdo: nadie ofrecía tanta resistencia por ceder un puesto en una cola; hechos de este tipo sólo suceden en las películas o, como dije antes, en los programas de cámara oculta; pero no era ni una cosa ni la otra: nadie hubiera podido prever que iba a intentar colarme ese día precisamente. Seguramente era un castigo divino por todos mis pecados, que no eran pocos, por cierto.
La señorita de la ventanilla terminó de atender al primero de la cola y, súbitamente, como si tuviera su vejiga a punto de reventar, se levantó de su silla y anduvo a toda prisa hacia un despacho acristalado situado al fondo de su estancia. No había que ser muy observador para adivinar que estaba informando a su jefe del peculiar trastorno que yo había originado.
Éste me observaba por encima de sus lentes, entretanto asentía repetidas veces con movimientos afectados de su cabeza: parecía digerir la plática de la subordinada a trompicones. No podía oír lo que hablaban, pero intuí que la descabellada situación en la que me encontraba inmerso no había hecho más que empezar. Todos nos clavaban sus miradas, ya sin disimulos, y nos dirigían su atención hacia la señora y hacia mí alternativamente. Estaban expectantes del desenlace de nuestra particular contienda. La señora tenía la barbilla inclinada sobre su pecho, dando muestras de estar arrepentida. El jefe salió de su despacho seguido por la administrativa, la cual todavía comía su oreja con expresión delatora. Se acercaron a mí en actitud cordial.
Entonces, el jefe ordenó alto y claro:
—Guarden de nuevo las colas, señores. Por favor, despejen la salida, no pasa nada –esto último lo dijo a un grupo de curiosos que taponaban la puerta de acceso–. Yo mismo le atenderé –me instó con servilismo y cierta complicidad–. Si es tan amable de acompañarme a mi despacho...
Qué duda cabía de que se aproximaba el colofón de la esperpéntica obra. Ya no tenía sentido que la señora siguiera oponiéndose a mis fraudulentas intenciones, ya que ni ella ni nadie perdía turno en la cola. No obstante, no me atreví a mirarla a los ojos, pues no estaba seguro de poder disimular la inmensa alegría que me desbordaba por dentro.
Cuando estuve a punto de cruzar el mostrador, sentí en mi hombro una mano que lo apretaba con fuerza. Volví mi cabeza sobresaltado; para mi horror, comprobé que era otra vez la disparatada señora. El jefe no pudo ocultar tampoco su estupor. Los circunstantes miraban a la gorda con gran suspense, intentando la difícil tarea de adivinar por dónde podría salir ahora aquel ser monstruoso. Imaginé, de repente, que la vieja me arreaba dos sonoras bofetadas, una en cada carrillo, y me gritaba: “¡No hemos acabado todavía!” o “¡Te irás cuando yo lo ordene!”. O incluso: “¡Lo de tu puto hijito no me lo creo!”.
Sin embargo, su talante fue amable, un poco forzado quizá, pero amable al fin y al cabo:
—Si te parece, mientras te atienden, me pondré en contacto con el colegio Santo Ángel. Les avisaré que no llegarás a tiempo para recoger a tu hijo. Dime su nombre y apellidos y el número de teléfono del colegio. Es lo menos que puedo hacer por ti.
¡Aquel ser abyecto no tenía límites! Empezaba a comprender que la mujer no se detendría hasta que yo reconociera que era un sinvergüenza y que había intentado engañarlos. Había perdido toda esperanza de salir exitoso de aquella pantomima, a no ser que el jefe, que tan bien se había portado conmigo, comprendiera que la señora estaba loca y era de todo punto peligrosa, y llamara a los guardias de seguridad para que la echaran de allí a la fuerza. Empecé a visualizar a la gorda tirada en el suelo, arrojando espuma por la boca entre convulsiones, mientras los guardias de seguridad la golpeaban furiosamente con sus porras. Rápidamente eliminé esas hermosas imágenes de mi mente, pues tenía que mover ficha a toda velocidad.
Casi sin pensarlo, respondí:
—Es que no tengo el número de teléfono aquí –simulé buscarlo en la agenda de mi móvil.
—Por eso no te preocupes –contestó apresuradamente la señora–, ya lo obtendré en información. Con que me des el nombre de tu hijo, tengo más que suficiente –su mano la apoyaba en mi hombro en actitud solidaria–.
Quisiera compensarte de algún modo –terminó por decir.

_________________________________________________
NOTA DE LA REDACCIÓN: El texto de este avance editorial corresponde al primer capítulo de la novela de Jorge Duarte, Crónica rosa (Ediciones Carena). Queremos hacer constar públicamente nuestro agradecimiento al director de Edciones Carena, José Membrive, por su gentileza al facilitar la publicación de dicho texto en Ojos de Papel.
  • Suscribirse





    He leido el texto legal


  • Reseñas

    Siempre hemos vivido en el castillo de Shirley Jackson (por José María Matás)
  • Publicidad

  • Autores