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Federico Nogara: "Regreso al desconcierto" (Ediciones carena, 2003)

Federico Nogara: "Regreso al desconcierto" (Ediciones carena, 2003)

    NOMBRE
Federico Nogara

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Montevideo (Uruguay), 1949

    CURRICULUM
Escritor, coordinador de los talleres de escritura y director de la revista virtual Malabia. Artículista en peródicos y revistas. Ha publicado Desencuentros y búsquedas (Editorial Latina, 1995) y Regreso al desconcierto (Ediciones Carena, 2004). También ha participado en la antología Poemas y relatos desde el Sur organizada por Aitana Alberti (Ediciones Carena, 2000).



Federico Nogara

Federico Nogara


Creación/Creación
Las seguridades engañosas
Por Federico Nogara, martes, 1 de mayo de 2007
“Trenes que van y vienen, que se cruzan en paralelas desencuentro, de ventanas abiertas tras las cuales no existe la vida si no es con la imaginación y con la posibilidad de quemar naves, dándose el lujo de estar a ambos lados de las lieneas divisorias. En la segunda parte hay una búsqueda a través de la que puede encontrarse la transitoriedad, las dudas, las preguntas sin respuesta las partidas y las permanencias”, el autor vuelve con otro viaje vital, éste de la seguridades engañosas hacia el que quizás el destino obligado del ser humano, el desconcierto.


I


Los pequeños dedos empujaron la bola de madera a lo largo de uno de los alambres del ábaco. Terminado el tortuoso trayecto, el niño abandonó su expresión preocupada y sonrió por primera vez, lanzando, entre babas, un sonido gutural de satisfacción. Sus padres, confundiendo su reacción con una demostración suprema de inteligencia, se enternecieron, mientras yo, recostado contra el marco de la ventana, hojeando sin interés una revista a la luz mortecina del atardecer, sospeché que ese grito había sido el propio de un animal satisfecho, similar al del cachorro de chimpancé o de león agarrando la rama lejana o sujetando el hueso esquivo. Una actitud que reafirmaba mi teoría sobre el fracaso continuado de la lógica de los adultos.

Las sombras ganaban la casa, chocaban contra los objetos, se desparramaban como olas por la sala.

Aceptar las zonas oscuras que nos acercan a nuestra verdadera naturaleza, profundizar, mirar desde distintos puntos de vista, considerar otras opiniones, es casi siempre soslayado en aras de no molestar a nadie, lo que termina llevando cualquier tipo de relación a charlas sin profundidad, a una mera rutina dialéctica. Por esa razón había estado toda la velada serio y desanimado. Los padres del niño eran mis amigos desde la adolescencia, había sido testigo de sus escarceos amorosos, conocedor de sus dificultades y problemas, pero desde que habían decidido casarse, y luego, cuando ya lo estaban, algo se empezó a romper entre nosotros, me fui sintiendo lejano, ajeno, hasta llegar a ser sólo una visita más, de esas a las que se atiende con un café y risas forzadas a horas convenientes.

Dejé la revista en el moderno revistero de madera, introduje las manos en los bolsillos, estudié la situación de las cercanías de los cristales empañados de la ventana -flores, plantas- y miré el reloj sin enterarme de la hora.

¿Debía sincerarme, explicarles mis sentimientos, ser honesto? La pregunta repetida de cada visita. En lugar de encontrar respuestas los alejaba de mi pequeño universo personal.
El ruido de la madera estrellándose contra el suelo corroboró mis presunciones y mi teoría: el enano, cansado de cuentas de colores y alambres, pasaba, al revés que yo, a la acción, protestando de una manera rudimentaria, su única posible. Los padres, en lugar de tomárselo con calma, saltaron del sillón, corriendo acto seguido hacia el hijo y su juguete roto; la madre recogió los restos; el padre, dirigiéndose a la diminuta cara divertida, comenzó una larga perorata sobre la maldad intrínseca de ciertos actos.

Lo que se podía y no se podía, lo que se debía y no, lo ajustado y lo que se considera fuera de lugar, el eterno dilema de las sociedades cerradas, ocupadas siempre sus gentes en lo accesorio. En el medio los tipos como yo, atrapados en el torbellino de la duda.

Afuera, más allá de lo que parecían malvones a mi escaso saber sobre botánica, la llovizna, insinuada durante la tarde, arreciaba. Concentrado en un lugar intermedio entre los finos hilos de agua y mi ego, consideré la posibi-lidad de los celos; a lo mejor si se tratara de mi propio hijo sería tan idiota como cualquier padre y de estar enamorado también formaría mi propia familia, me encerraría en ese núcleo sin aparente trascendencia y sin embargo, bien mirado, átomo y fin en sí mismo. No podía hablarles, considerarían mis opiniones carentes de interés, producto de la inexperiencia; quizás si en unos años me agenciaba compañía, podríamos ir a un parque a patear una pelota y comer carne asada.

Tenía la sensación de estarme alejando de una cantidad de gente importante en mi pasado, metido en un final de etapa exento de un proyecto claro de nuevos principios, presagio de una búsqueda a ciegas. Para comenzarla debía huir de donde estaba, dejar a mis amigos debatiéndose con el crío en su seguridad de núcleo. Inventé un par de excusas que generaron unas débiles protestas acompañadas de una desganada invitación a cenar. Mi negativa produjo alivio. Me fui tranquilo, sin rencor, prometiéndome no volver.

La calle estaba deshabitada, solitaria como yo. Por suerte seguía lloviendo. Una de las cosas que me perderé cuando muera será ver llover a cántaros. La lluvia llama al misterio. En las regiones donde llueve mucho se acunan leyendas, el agua cayendo del cielo excita la imaginación. La mía andaba lanzada hacia la necesidad de encontrar calor humano.
Los teléfonos traían y llevaban nombres lejanos, los timbres sonaban en habitaciones vacías, en casas solas. Después de mucho insistir de entre las sombras surgió Alba, sentada a la mesa de un bar con una taza de café en la mano. Lucía reposada, dando la impresión de disponer de todo el tiempo del mundo. Era una impresión falsa. Yo ya debería tener asumido que hoy en día el oro del tiempo se aprovecha y Alba lo hacía acudiendo a unas clases para progresar en su empleo, o al menos eso creía. Sólo contaba con una hora disponible, hora que fui malgastando en un montón de temas vanos y anécdotas repetidas, consecuencia de no tener nada mejor que decir. Nosotros dos ya habíamos sopesado todas nuestras perspectivas de pareja hasta agotar las especulaciones. La conclusión había dejado abierta una remota probabilidad de encuentro erótico; el amor quedaba, por supuesto, fuera de cuestión, y la amistad limitada al encuentro circunstancial. Mientras ella hablaba yo miraba sus pechos preguntándome si ese curso sería tan importante. Lo era, pero ella había notado mis miradas y un día es un día.

Desperté de madrugada con la boca seca. La blanca pierna de Alba asomaba entre las sábanas, su rostro con el maquillaje corrido lucía deslavazado, triste. Un repentino ramalazo de rabia me hizo desear su marcha, quedarme solo y tranquilo. Al salir de la habitación rumbo a la botella de agua en la cocina la sensación de vergüenza por usar a la gente me atacó, haciéndome sentir miserable. Cargué mis culpas de vuelta a la cama y llevándolas a cuestas me dormí. Por la mañana ella no estaba. Su ausencia me pegó en un lugar cercano al orgullo.
El café y las galletas del desayuno me llevaron a la noche anterior: habíamos comenzado bien, cumpliendo los ritos, pero al consumirse el fuego quedamos como esos boxeadores impetuosos que de pronto comprenden la superioridad del rival y se entregan rápido a la derrota. Entre tanto vacío ella consideró oportuno desaparecer, y yo, superada la breve euforia de su partida, entré en un nuevo tipo de soledad, agravada por el sentimiento de culpa. Buscando superarla rebusqué en la agenda mientras me vestía. La encontré llena de números y nombres sin importancia, personas recordadas de bares y restaurantes cuyas historias habían atravesado mis territorios mentales sin intención de quedarse.

Palabras, frases. Gastamos la vida fabricando un discurso y cuando creemos tenerlo descubrimos el poco interés que despierta. ¿Será nuestra incapacidad para co-municarlo, será que razonar está pasado de moda o será la escasez de gente interesada en algo, cualquier cosa? Soy un tipo perdido en los alrededores de la existencia, en algún lugar equivocado del mundo, en la parte superficial de la consideración del prójimo. Si llamo los demás aparecen, cumplen su rol, ejercitan parte de la obra y se van; si no llamo quedan ahí, en un segundo plano discreto y silencioso, ajeno a mis avatares personales. Hago un balance sucinto de mi existencia: una madre muerta, un padre viviendo lejos, un trabajo sin relevancia volviendo persistente cada mañana hasta la del sábado, el asueto, cuando las obligaciones se esfuman y los sueños simulan dar otra oportunidad. Reincidente perpetuo -aparezco de nuevo siendo un niño en un aeropuerto- voy caminando junto a mi familia rumbo al gran avión detenido en medio de la pista; no quiero subir ni quiero quedarme, tengo miedo del enorme pájaro metálico, de los hombres armados y también de quienes me besan porque no los veré más, yo sé, yo soy un niño acostumbrado desde muy pequeño al horror de no poder ver a su padre. Debía salvarme de alguna manera, por eso me aferré a las manos de mis progenitores y las mantuve apretadas durante muchos años. Lo demás son retazos de vida, imágenes tristes y alegres moviéndose alrededor de ese minúsculo espacio de tiempo que necesitó mi padre para dar, y yo para recibir, la mala noticia.

Mi madre era una mujer de ilusiones pequeñas, cotidianas: vernos contentos, tener una casa ordenada y bonita, mejorar en el trabajo, rodearse de gente interesante. Mi padre, por el contrario, había tenido ilusiones enormes y nunca había podido asumir el no haberlas podido concretar; era áspero, contundente, se cerraba al disfrute, ansiaba revancha. Así se consumió hasta la noticia y cuando ésta llegó lo aplastó. Parece mentira que un papel, una serie de garabatos sobre una hoja blanca, esa simpleza, te pueda colocar lejos de tu casa, en una cárcel o fuera del mundo de los vivos.

-Tu madre está muy enferma -dejó salir con dificultad de su boca, avergonzado de ser, otra vez, por enésima vez, el causante o el mensajero de las desgracias. El papel voló de su mano -pájaro herido sin rumbo- aterrizando sobre la madera pulida de la mesa. Yo no atiné a hacer ni a decir nada, petrificado a causa de la súbita revelación que había entendido atando cabos, sin necesidad de lectura, y conmovido por la repentina humanidad del rostro a menudo pétreo, por esos ojos arrasados por unas lágrimas que nunca antes había derramado en mi presencia. Uno nunca acepta el hecho de que sus cercanos, aquellos a quienes ama, son débiles, son mortales, tarde o temprano acaban llorando y muriendo.

Haciendo un supremo esfuerzo levanté la hoja que daba la impresión de pesar una tonelada y la sostuve en la mano sin intentar descifrarla, no hacía falta.

-¡Se va a morir! -fue la incrédula exclamación de dolor de mi padre-. ¡Se va a morir! -repitió, hundido en el horror de recibir un nuevo golpe brutal.

Mientras la cuidó, hora tras hora hasta el final, su conversación se limitó a comentarios irrelevantes. Llegado el momento de la muerte se dejó abrazar, estrechó manos, leyó cartas y telegramas en silencio. Enseguida de ente-rrarla regresó a casa a buscar durante días enteros huellas de su presencia, a llamarla sin resultado. Ese sitio en que se movía me estaba vedado, tenía que ver con sus memorias y vivencias, su mundo interior. En realidad, en el fondo, ejercía cierta forma de justicia personal infligiéndose un autocastigo.

El primer resultado de sus divagaciones fue la decisión de volver a su tierra, a mi tierra, si yo podía aún llamarla así. Me lo comunicó de manera abrupta, sin pedirme opinión, ahondando nuestras diferencias, haciéndome descender a una zona cercana al odio donde sobran las palabras. Situados a ambos lados de la trinchera que habíamos estado cavando largo tiempo, pasamos una semana en la total ignorancia del otro. Y pese a todo, aferrados como estábamos a nuestros rencores, una fuerza extraña, fundada en lazos invisibles, nos hacía vigilarnos por la noche para permitirnos volver a descubrir, con cierta oscura satisfacción, que ninguno de los dos era indiferente al dolor, sufría y lloraba.

El domingo, primero sin ella, apareció afeitado, con una botella de whisky en una mano y un montón de bolsas colgando de la otra. Depositó todo encima de la mesa de la cocina y se sentó. Yo sabía que me estaba esperando pero no deseaba dar el brazo a torcer. Estuve haciéndome el remolón hasta que las dos fuerzas, la extraña y la del ca-riño nunca perdido, acabaron empujándome al asiento frente a él. Nos miramos a los ojos después de mucho tiempo. Fueron unas miradas duras, profundas, irreconciliables con el miedo y la mentira. Ambos supimos entonces que, de ahí en adelante, no le tendríamos miedo a las palabras.


II



Celia está sumida en la atrocidad de observar la vida a través de una ventana. Está contemplando a sus semejantes, logra reconocer en esos rostros que pasan, serios, alegres, tristes, circunspectos, sus mismas emociones, la misma capacidad de sentir lo que ella sintió el día del niño. Reconoce incluso que la mayoría de esa gente tiene detrás una historia tan triste o quizás peor que la suya, sospecha ese rasero de igualdad humana pese a tanta diferencia, pero no consigue mezclarse, es simplemente una espectadora de ese río humano visible. ¿Por qué ella? Un día previsto de máxima felicidad, un día de esos que justifican el paso por el mundo, un día imaginado, soñado. Y sin previo aviso las cosas empiezan a torcerse, la sangre chorrea a lo largo de sus muslos, las enfermeras aprietan botones, corren junto a los médicos, los semblantes se muestran torvos detrás de las máquinas; hay consultas, rápidos cambios de opiniones, la aguja se clava en la vena de su brazo derecho enviándola a un pozo sin fondo del que sale para enfrentarse al pequeño cuerpo violáceo que no responde a las palmadas, para lanzar ese grito desgarrador, grito que nunca supo si había salido de su interior o de la rabia de algún demiurgo atrapado en su impotencia.

¿Por qué? La distancia entre ella y los otros comienza a aparecer, se instala despacio, sin medida alguna. Son escasos quienes comparten su desgracia, quienes dan el paso al frente; los débiles, los tristes, los sufrientes, se van quedando solos sin remedio. El conjunto, la masa, da el pésame, agacha la cabeza, enjuga una lágrima, y si te he visto no me acuerdo. ¿Por qué?

De esa experiencia le había quedado un dolor sordo, una mancha extendida de bordes difusos a los cuales no conseguía aferrarse en su intento de hacerla remitir. Era el último escalón en su descenso hacia la soledad total, hacia ese infierno tan temido de quienes sólo piensan en sí mismos. No le servían de consuelo ninguna de las escapatorias buscadas: encuentros en familia, viajes, diversiones, salidas. Su capacidad de disfrute, su interés, había desaparecido.
Ver, a través de la ventana, al género humano considerando la posibilidad de la alegría en un mundo tan injusto, tan terrible, le producía desasosiego, le parecía una actitud irresponsable. Alguien debiera decir, avisar, que la tragedia espera emboscada detrás de cada esquina. Sus ojos resbalaron hacia la plaza, un oasis verde entre moles de cemento.

Un grupo de niños correteaba detrás de una pelota. De entre ellos destacaba uno, de pantalón oscuro y camisa blanca, por su alternancia entre el juego y los períodos de contemplación. En plena búsqueda de coincidencias Celia dedujo la vieja historia repitiéndose en círculos, localizaba a otro Julio, ese tipo de persona capaz de instalarse en un segundo plano ventajoso, un ser que entra en la vida de los demás como un cuchillo traicionero. Había aparecido en una reunión -amigas y conocidos alrededor de una mesa, corrillos, miradas, insinuaciones- instalándose enseguida, de un día para el otro, dentro de su mundo, sin estridencias ni palabras bonitas, sin ocupar espacios desmedidos o molestar. En lo sucesivo bastó con estirar la mano para tocarlo o alzar la voz para tenerlo al lado. Él parecía renunciar a ser, simplemente estaba, y ella, sin darse cuenta, acomodó su vida a una rutina basada en aceptaciones y convencionalismos. O en el fondo ella también era convencional, su romper las normas quizás sólo se tratara de una pose. No lo tenía claro, había empezado a preguntárselo.

El primer ciclo de relación sentimental, cinco largos años sin huella, se había difuminado en un pequeño despertar, en una apertura para la que no estaba preparada y buscó superar con la llegada del hijo. Mientras veía jugar a los niños en el parque volvió a corporizar a esa persona a la que dudaba en llamar amante y le costaba colocar dentro de su experiencia emocional. Esta vez, en un arrebato súbito de ternura, consiguió situarlo en el lugar hermoso de los buenos recuerdos, allende a la experiencia erótica que la hacía sentirse culpable.

La noche caía despacio sobre la ciudad. Los padres recogían a sus hijos, los abrazaban, los levantaban en brazos, reían con ellos, se alejaban charlando en diferentes direcciones. Los imaginaba planeando la salida del fin de semana, organizando la cena, adelantando los deberes. Si todo hubiera salido bien ella podría haberse planteado, en un futuro cercano, estar allí junto a su hijo, proponiendo y aceptando.

Por enésima vez en los últimos años se encontraba postrada en la cama, frente al doctor que rehusaba mirarla mientras se disculpaba con la voz monocorde de quien está acostumbrado a moverse en circunstancias extremas. La cara de Julio asomaba, distorsionada, distante, sobre el hombro derecho del delantal blanco. Los odió a ambos, no les perdonó su incapacidad para luchar contra el destino, y a raíz de ese sentimiento negativo ratificó una sospecha creciente, constante en los últimos tiempos: nunca había amado a Julio. Verlo allí, quieto como un muñeco roto mientras ella descendía a los infiernos con el vientre vacío y mustio, le produjo repulsión, deseos de golpearlo, de preguntarle cómo y por qué había osado meterse en su vida. El doctor, otro individuo lleno de excusas a quien ya tampoco escuchaba, terminó el inútil y breve discurso encogiéndose de hombros, y después de abrir los brazos en un gesto de autodisculpa, dio media vuelta perdiéndose por el pasillo a paso ligero. Julio seguía callado, quieto en la misma posición. Celia, todavía asomada al abismo, se sintió agobiada de tanta mediocridad, de la desidia de vivir sin profundizar, de dejarse llevar por los hábitos.
-Hace un año tuve una relación con otro hombre --escupió con rabia.

Él tardó en reaccionar, en acomodar la frase dentro de un contexto concreto. Cuando lo hizo, descubriendo su implicación personal, abrió la boca y tragó aire como si las palabras le hubieran pegado en el estómago cortándole el aliento; luego apretó los dientes con tanta fuerza que los músculos de su mandíbula se hincharon.

-Traté de solucionarlo con este hijo, pero como ves no salió bien.

Hubo un nuevo silencio, esta vez largo y tenso, esa ausencia de palabras que anticipa otras nuevas, más tensas, más brutales, que llevarán la placidez del día a día a un callejón sin salida.

-Te lo digo para que no haya secretos entre nosotros y sepas a qué atenerte.

El cuerpo de Julio se movió hacia adelante dispuesto a exteriorizar una protesta; fue un impulso breve, cortado a medio camino. Durante un rato se quedó quieto con el semblante alelado y los ojos fijos en el suelo, hasta que la estadía en la pequeña habitación con su mujer y el fantasma del otro se le hizo insoportable, obligándolo a seguir los pasos del doctor.
Celia hubiera preferido el insulto al despecho de la huída. Pensó en lo difícil de alterar conductas, siempre hay una lógica aplastante entre la filosofía vital de cada uno y sus reacciones habituales. Julio estaba acostumbrado a rendirse a la comodidad, cualquier emergencia o problema inesperado lo sobrepasaba, por eso odiaba los imprevistos o todo aquello de difícil comprensión.

El parque había quedado casi desierto. Los niños y los padres eran un recuerdo lejano de tiempos mejores.

Ahora pululaban los vagabundos dando vueltas en busca de restos o de un lugar donde dormir. La luz de las lámparas, situadas en el extremo de los faroles curvos, se disponía a luchar contra la niebla tenue que había ganado espacio alrededor de las copas de los árboles.

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Nota de la Redacción: agradecemos a Ediciones Carena en la persona de su director José Membrive la gentileza por permitir la publicación de esta parte de la novela Regreso al desconcierto, obra de Federico Nogara.
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