Las últimas obras de los grandes creadores que saben perfectamente de su pronto final, conforman a mi entender casi un género aparte. En ellas se respira un clima muy especial, ya sean libros, cuadros, sinfonías, cuartetos, películas..., el deseo, la voluntad de decir adiós lo impregna todo de un perfume especial: dulce, melancólico, muy consciente de sí y de su mensaje. Podríamos poner decenas de ejemplos para ilustrar lo dicho, pero estoy convencido que cada lector tiene en mente los suyos.
Robert Altman, un director que como ya he escrito en estas mismas páginas está en mi opinión en cierta medida sobrevalorado, murió hace tan sólo unos cuantos meses con poco más de ochenta años y después de dejar terminada la que sabía tenía que ser su última película, The last show (El último show). La película acaba de estrenarse en nuestras pantallas y, para no marear más la perdiz, les diré que me ha parecido magnífica, probablemente uno de sus más sólidos, serios e inolvidables trabajos detrás de la cámara.
Se cruzan y entrecruzan los hilos narrativos con una oportunidad pasmosa y eficaz. No hay protagonistas al viejo estilo, sino un ejercicio interpretativo coral en el que casi una docenas de actores se reparten las entradas y salidas en la función sin recurrir a prestigios, taquillajes y máscaras de estrellas
El argumento de la película no puede ser más simbólico y elocuente, dadas las circunstancias personales de Robert Altman, quien rodó la cinta con un corazón transplantado y un cáncer galopante a sus espaldas: un veteranísimo programa de radio de esos que se hacían antes en cualquier país occidental, con música en vivo y en directo, con anuncios de productos insospechados, con cantantes, locutores y trabajadores que conforman una gran familia con todos sus pros y contras, es emitido en directo desde un pequeño teatro de nombre Fitzgerald (en un nada disimulado homenaje y guiño al gran escritor Francis Scott), situado en una pequeña y provinciana ciudad norteamericana del medio oeste.
El programa lleva cosechando un éxito relativo desde décadas atrás, y forma parte de la vida de miles de familias que lo escuchan sentadas en el porche de sus viviendas unifamiliares y granjeras a lo largo y ancho de las comarcas cercanas. Todo en el programa es un poco antiguo, vetusto, cutre, improvisado, infantil, rancio..., pero a la vez todo es muy cercano, entrañable, familiar, hermoso, auténtico y verdadero. Todo funciona en un precario equilibrio en el que los lazos personales y el amor por lo que se hace y se canta pesa mucho más que las cuentas de resultados. Pero en los tiempos que corren tales premisas no valen para sostener un negocio, y el teatro es vendido a una gran empresa tejana que tiene previsto derribarlo y construir garajes. Estamos, pues, ante la emisión en directo, con público en las butacas del teatro, del último programa, del último show.
El guión de Garrison Keillor, un popular locutor de radio americano que además borda el papel de sí mismo en la película, es riquísimo en matices y alegorías, en momentos sublimes y en momentos en los que lo inverosímil se nos aparece como trasfondo poético de una realidad alucinada en su propia carnalidad
Este argumento tan alusivo y metafórico le sirve a Altman para rodar una historia que tiene muchas de las características y peculiaridades de su obra anterior: MASH, Nashville, Vidas cruzadas, Gosford Park... Por ejemplo, se cruzan y entrecruzan los hilos narrativos con una oportunidad pasmosa y eficaz. No hay protagonistas al viejo estilo, sino un ejercicio interpretativo coral en el que casi una docena de actores se reparten las entradas y salidas en la función sin recurrir a prestigios, taquillajes y máscaras de estrellas. El escenario, el espacio, el aire en el que tiene lugar la trama, el teatro y sus circunstancias, se convierte en otro personaje, en otro actor cuya presencia sin texto, claro, es sin embargo de una elocuencia muy emocionante. La puesta en escena naturalista y poco subrayada es esencial para el desarrollo de la historia, y no sólo no la entorpece, sino que la subraya en voz baja. La música es otro recurso expresivo de primer orden en este último trabajo del cineasta, y le sirve a Altman para pasar de una historia a otra, para establecer puntos y apartes... En este sentido, estamos ante una obra netamente operística, en la que los diálogos de los personajes pueden entenderse como recitativos que hacen avanzar un argumento que está contenido en su parte esencial en las partes cantadas. No es descabellado asegurar que esta película es un musical, aunque tampoco es desacertado eludir la cuestión, y resaltar sólo la importancia de la música y de las letras de las canciones para hacer encajar las piezas del puzzle propuesto por Altman en su lúcido adiós. También es importantísimo ese elemento fantasmagórico, espectral, mágico, ultraterreno, ese ángel que Altman hace deambular por el escenario de su último show de manera premonitoria, anunciando la muerte y a la vez el mayor apego a la vida.
El guión de Garrison Keillor, un popular locutor de radio americano que además borda el papel de sí mismo en la película, es riquísimo en matices y alegorías, en momentos sublimes y en momentos en los que lo inverosímil se nos aparece como trasfondo poético de una realidad alucinada en su propia carnalidad. Cada personaje por él ideado tiene un cometido muy preciso en la historia, tiene sus intervenciones bien delimitadas y definidas, pero al estilo fordiano, cada uno de ellos refleja y emite un trasfondo inagotable, cada uno encierra en su ser y en su estar un mundo aparte, otra película protagonizada de principio a fin sólo por él o por ella.
Robert Altman rodó su última película evitando ponerse trascendente y en exceso sentimental. La trascendencia última de su mensaje está en la forma de rodar la película y en las cosas que en ella se dicen sin alzar la voz
Los actores están inmensos desde el primero al último, desde el principio hasta el fin, sabedores sin duda de estar formando parte de un milagro, de una función tocada por lo inefable, lo inolvidable. Qué decir a estas alturas de Meryl Streep, un prodigio, un asombro inagotable. O qué decir de Lly Tomlin, Virginia Madsen, Tommy Lee Jones, Woody Harrelson, Kevin Kleine, o el veteranísimo L. Q. Jones, quien muere en la trama tras interpretar su última canción y estar esperando en el sótano del edificio, esa especie de limbo terrenal, a su amante con una sonrisa en los labios.
Toda la película es una lección de cómo rodar con naturalidad y de forma aparentemente espontánea, sin recalcar la presencia de la cámara y del director que está detrás. Valgan como ejemplo las escenas en las que las hermanas charlan ante la atención dispersa de la hija de una de ellas, o también la forma en la que están rodadas todas las secuencias en el escenario mientras se interpretan las canciones: todos parecen estar en el cómodo salón de su casa ensayando para después.
Robert Altman rodó su última película evitando ponerse trascendente y en exceso sentimental. La trascendencia última de su mensaje está en la forma de rodar la película y en las cosas que en ella se dicen sin alzar la voz. La melancolía no hunde el ritmo de lo contado, no lo sepulta en su pesado manto, sino que imprime una velocidad especial, entre irónica y risueña, ligera en su contundente mensaje vital y metafísico.
Altman no ha querido decir adiós con una solemnidad impostada y no sentida. Lo ha hecho como ya lo hiciera Verdi en su momento, con una comedia, con una obra bufa perlada de reflexiones, de filosofía gigante pero que huye de ser pretenciosa. Uno escribió Falstaff para cerrar su labor, otro ha rodado este alegórico y profundo El último show. No se la pierdan, no, no se la pierdan.