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Antonio Muñoz Molina: <i>La noche de los teimpos</i> (Sexi Barral, 2009)

Antonio Muñoz Molina: La noche de los teimpos (Sexi Barral, 2009)

    AUTORA
Rosario Sánchez Romero

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Antequera (Málaga, España, 1963

    BREVE CURRICULUM
Licenciada en Humanidades. En la actualidad cursa el Master de Historia Contemporánea en la Univiversidad de Valencia. Su línea de investigación está centrado en las relaciones entre Historia y Literatura en la obra de Antonio Muñoz Molina



Rosario Sánchez Romero

Rosario Sánchez Romero


Tribuna/Tribuna libre
Ficción y memoria en La noche de los tiempos de Antonio Muñoz Molina
Por Rosario Sánchez Romero, martes, 3 de enero de 2012
Antonio Muñoz Molina pertenece a ese nutrido grupo de autores en el que el pasado, especialmente de la Guerra Civil española, es un tema tratado de manera central o tangencial en sus novelas. En ellas, en concreto en la trilogía formada por Beatus Ille, El jinete polaco y La noche de los tiempos, realiza una reflexión en torno a la memoria y aquellos aspectos de lo pretérito que son necesarios recuperar para construir una cultura democrática. Sus obras son un instrumento para la transmisión de recuerdos (1) y documentos excepcionales, instrumentos de acceso a un pasado, porque a través de sus páginas --y por su acreditada capacidad para recrear atmósferas-- el lector accede a un mundo que la narración del historiador no puede ofrecerle. Además, toda la obra de este autor está atravesada por un sentido ético e ideológico innegable, por un propósito de redención y recuperación de las víctimas y por una sublevación moral contra los despropósitos de nuestra historia contemporánea.
En su última novela publicada se narra la circunstancia del estallido de la Guerra Civil española como consecuencia del golpe militar perpetrado contra el sistema democrático y de libertades vigentes. Esta novela se publica en octubre de 2010, en un contexto en el que los discursos acerca del pasado cobran una relevancia inusitada y, por tanto, no es ajena a realidad social en la que surge. Según confesaba recientemente a su editora en Nueva York, Drenka Willen, él quería narrar cómo en Madrid a la altura de 1936 convivían el horror y la vida cotidiana. Pero además de mostrar cómo pueden convivir la tragedia y la normalidad, en la visión de la crisis de la Segunda República que nos ofrece el autor nos enseña también otra cosa: que aquellos acontecimientos no pueden interpretarse al margen de todo un proceso de transformación social y política iniciado con el cambio de siglo; que no fueron ajenos a la intensa movilización social que se produjo no sólo en España sino en el conjunto de Europa. Recrea una época con elementos del pasado que han permanecido, con hechos reales que acontecieron y que ha rastreado, y con elementos ficticios.

Los acontecimientos históricos se suceden en esta obra sin esa disposición lineal con la que aparecen en los libros, están marcados por la incertidumbre de lo que cada uno de esos sucesos traerá al día siguiente. Antonio Muñoz Molina muestra la complejidad que encierra siempre cualquier acontecimiento histórico y cualquier acción humana. Asimismo realiza una reflexión profunda acerca de cómo las identidades individuales quedan secuestradas por un contexto que todo lo invade y en el que lo que parece seguro para la vida se interrumpe y desaparece sin dejar rastro. Propone una intensa reflexión acerca del grado de conciencia con el que se viven acontecimientos que van a provocar una cesura en nuestra vida, que van a tener una repercusión decisiva en la vida de uno y de un país. No en vano una de las citas que inaugura la obra es la antesala de lo que la novela encierra : “¿Será verdad que tenemos la patria deshecha, la vida en suspenso, todo en el aire?”.

En esta novela las identidades individuales y las colectivas quedan truncadas al producirse una quiebra de los lugares comunes, y una pérdida de referentes culturales e ideológicos

La novela se articula en torno a un eje sencillo: nos relata una historia de amor clandestina entre Ignacio Abel, un arquitecto, y Judith Biely, hispanista norteamericana que viene a la Residencia de Estudiantes. Esta historia, que transcurre entre septiembre de 1935 hasta el verano de 1936, es rememorada por Ignacio Abel en el trayecto de tren que va desde la estación de Pensilvania a Rhineberg- durante dos horas y media. La misma forma de contar la novela es ya una reivindicación de la memoria, el autor pone a su personaje a recordar dando idea de su compromiso con el pasado.

Si nos interesa la historia de Ignacio Abel o la de Judith Biely, es porque su comportamiento o el desplome de su mundo no se entienden al margen de su contexto histórico en la ficción, y del correlato de este contexto en la realidad española de 1936. Las historias individuales plantean algunos interrogantes: ¿son estos personajes de alguna manera expresión del sentir general de la sociedad de aquella época? ¿Reflejan de algún modo cómo vivieron los sujetos una debacle de aquella magnitud? Además, estos personajes están construidos como representantes de diferentes sectores y clases sociales.

Como resultado de esta irrupción del recuerdo se desarrollan las diferentes líneas narrativas, y la historia de Ignacio Abel: su origen humilde, su ascenso social y la deriva de su matrimonio, su ideología socialista y el vendaval emocional que le provoca su pasión por Judith Biely. Estas historias individuales que concluyen o no por el drama de la guerra, quedan trabadas en la narración a través de la memoria caudalosa de quién recuerda y de un narrador particular que desvela al lector el momento mágico de la creación de Ignacio Abel: “Lo he visto cada vez con más claridad, surgido de ninguna parte, viniendo de la nada nacido de un fogonazo de la imaginación” (pág.12). Una voz desconocida que aparece y desaparece de la narración, en palabras de Justo Serna es una voz que “se cancela, se eleva o se aproxima. Parece ajustar la lente para ver más cerca o más lejos, adoptando entonces las veces de un narrador sabelotodo: conocedor de cosas que van a suceder o de intimidades, de sentimientos y de emociones que los personajes no verbalizan”. Esta voz no cuenta desde el recuerdo sino desde la imaginación, informándonos sin tapujos de sus propios deseos y sentimientos: “quiero imaginar con la precisión de lo vivido” (pág. 575). En esta enunciación, el autor de la novela presenta la honestidad del narrador, apela a la credibilidad del lector y a las limitaciones de la obra. Muestra el empeño de hacer suyos los recuerdos que otros le han contado en su proceso de documentación, despojándose de alguna manera de sus propias vivencias. El escritor ha tenido la paciencia y la capacidad para convertir la historia y sus personajes en vivencia propia, a partir de su imaginación la ha convertido en autobiográfica, en memoria y olvido. “Cómo será haber vivido ese domingo, esa semana entera. Cuántas personas quedarán que todavía recuerden, que conserven como una frágil reliquia una imagen precisa, no agregada retrospectivamente, no inducida por el conocimiento de lo que estaba a punto de ocurrir, lo que nadie preveía en su escala monstruosa ” (pág. 575), dice el narrador refiriéndose al domingo 20 de Julio.

En la novela aparecen tipificadas las diferentes posturas que los sujetos adoptaron en ese momento: los que se fanatizan, los que huyen, los que se someten, los que viven de una forma pasiva los acontecimientos o los que se mantienen íntegros a un ideal

Estas intervenciones del narrador son una invitación constante “ponerse en lugar de aquellos que vivieron los acontecimientos” tratando de trasladarle la misma pregunta moral que le impulsa a desarrollar la narración desde ese punto de vista. Hipotéticamente el autor-narrador consigue una identificación con la generación de éste, de aquella para la que la experiencia de la guerra no fue de primera mano.

En esta novela las identidades individuales y las colectivas quedan truncadas al producirse una quiebra de los lugares comunes, y una pérdida de referentes culturales e ideológicos. Nuestra identidad no está dada de una vez para siempre. La capacidad para seguir sintiéndose el mismo en una sucesión de cambios forma la base de la experiencia emocional de la identidad. Implica mantener la estabilidad a través de circunstancias diversas y de todos los cambios del vivir. ¿Qué limites de cambio serían tolerables para que no quedemos dañados irreparablemente? En una situación de “cambio catastrófico” como es un contexto de guerra, los sujetos experimentan una conmoción difícil de tolerar: asistimos no sólo a una ruptura del sentimiento de sí mismo, sino también a la fractura de los ideales, de los valores, de las representaciones que la sociedad suministra. Espejos de nosotros mismos que se quiebran produciéndose una muda de los valores que conforman el mundo ético y moral del individuo, unos valores que en un contexto violento tienen como referente el fanatismo, la arbitrariedad y la ausencia de límites en la relación con el otro.

En Madrid he visto transfigurarse de la noche a la mañana caras de personas a las que creía conocer desde siempre: convertirse en caras de verdugos o de iluminados, o de animales fugitivos, (…) caras enteras ocupadas por bocas que gritan de euforia o de pánico; caras de cera que decidían sobre la vida y la muerte tras una mesa iluminada por el cono de luz de una lámpara, mientras dedos muy rápidos tecleaban a máquina listas de nombres.” (pág.41)

Otro de los aspectos que impregna la rememoración es el estupor de todos los personajes que aparecen en la novela, la convulsión mental y emocional que experimentan por un mundo que desaparece. Asisten a una sensación de pérdida común en la que han podido sobrevivir; una intensa reflexión sobre lo efímero que es aquello que construimos para siempre. Pero la identidad no es sólo el resultado de un contexto externo, hay un mundo interno, un “yo” que interpreta, y que ha de sobrevivir a esa situación traumática. Asistimos a una nueva configuración de las biografías de los sujetos que se han de enfrentar al trauma de la guerra y al trauma de no haber estado a la altura de los ideales. En La noche de los tiempos aparecen tipificadas las diferentes posturas que los sujetos adoptaron en ese momento: los que se fanatizan, los que huyen, los que se someten, los que viven de una forma pasiva los acontecimientos o los que se mantienen íntegros a un ideal.

Toda la novela está presidida por la manera en cómo los acontecimientos externos expresan vivencias personales

Recordar supone para el individuo la posibilidad de establecer vínculos con lo ausente, estableciendo conexiones que refuerzan el sentimiento de unidad. Recordar forma parte también de la tarea de duelo. En esta memoria imaginada Ignacio Abel recuerda, y lo hace bajo la metáfora del viaje. Reconstruye la historia de Adela y su familia, el mejor exponente de una España endogámica, arcaica y rancia, impregnados de una resistencia inmemorial frente a cualquier cambio. Un mundo en el que el lugar para la sorpresa estaba clausurado por la repetición de lo idéntico; caldo de cultivo para los fanatismos y representantes de aquellos sectores de la sociedad que impedían la evolución y el progreso del país.

En esta evocación Ignacio Abel recuerda el fanatismo desbocado de su cuñado Víctor, cuya actividad se movía por consignas propagandísticas, el paso marcial y los emblemas, elementos que le daban la seguridad y estabilidad de la que siempre había carecido. A través de las discusiones y las diatribas entre Ignacio Abel y su cuñado se realiza una reflexión de la irracionalidad de los fanatismos ideológicos o políticos tan presentes en el contexto europeo. En los discursos de Víctor se deslizan todos los elementos sobre los que se sustenta el fanatismo fascista de Falange Española, cuyas profundas contradicciones quedan expresadas en boca del personaje.

Toda la novela está presidida por la manera en cómo los acontecimientos externos expresan vivencias personales. Así, esta situación de exiliado hasta casi de sí mismo le permite identificarse con la historia del profesor Rossman y su hija. Judíos huidos de Alemania, apátridas despojados de su mundo a los que Antonio Muñoz Molina rinde en esta novela un sentido homenaje. La noche de los tiempos es una vindicación de la figura del exiliado, representado inicialmente por el profesor Rossman, pero después por el propio protagonista. A través de Karl Ludwig Rossman, Antonio Muñoz Molina introduce una mirada especialmente reveladora de las tensiones sociopolíticas existentes en Europa entre las dos contiendas mundiales, en las que predomina una valoración pesimista, en el sentido de pérdida de los valores que hasta entonces habían prevalecido, contextualizando de esta manera, la Guerra Civil española en un escenario internacional. Es un personaje que evoca aquellos protagonistas de Sefarad, historias y vidas ligadas por el sufrimiento o el exilio. Quizá para contrarrestar todo eso, el profesor Rossman se muestra como un prestidigitador que hace recuperar al lector la capacidad de asombro por lo cotidiano, y permite a Ignacio Abel dar una mirada nueva a las cosas. Le enseña el placer de descubrir lo prodigioso de los pequeños objetos, la magia de los inventos mínimos, de las cosas sencillas, contrapesando de esta manera la fascinación del hombre por las máquinas en un mundo en permanente transformación. El profesor Rossman será asesinado como muchos otros.

La literatura se ha convertido en una herramienta útil para la transmisión de memoria, y en una vía eficaz para la realización del trabajo de duelo en aquellos países que han sido escenario de las grandes contiendas del siglo XX

En esa rememoración del personaje de un mundo desaparecido evoca inevitablemente la historia de Eutimio, un honrado capataz de obras que le vio crecer y es el vínculo con el pasado. Representa el único camino de vuelta a un mundo anterior y a una parte de él mismo inaccesible sin su presencia

“Su padre muerto tantos años atrás cobraba gracias a Eutimio una cercanía tan intensa y tan rara como la que experimentaba las pocas veces aún lo veía en sueños (…) Eutimio pertenecía a aquel tiempo (los madrugones, el cansancio al final del día, la ruda solemnidad de las reuniones socialistas, en las que los hombres vestidos con blusones se llamaban de usted y levantaban la mano para pedir la palabra), y al revivirlo para él de algún modo trastornaba su sitio en el presente (…) nada en aquel entonces presagiaba el ahora.” (pág. 391)

A través de este personaje se ilustran la importancia que los movimientos obreros adquieren en esa época, sus demandas en cuanto a las mejoras laborales y especialmente respecto de la cuestión social, así como la escasa receptividad y capacidad de la clase política para atender estas demandas. En la novela se nos narra, a partir de este personaje, el clima de conflictividad social que está presente en la época republicana: los desmanes sindicales, las huelgas a veces descontroladas e irresponsables que se producían, los actos vandálicos que al socaire de éstas realizaban unos y otros, la imprudencia de los discursos que proferían enardeciendo a los trabajadores con ansia de revolución. Una revolución a la que, al fin y a la postre, los socialistas nunca habían renunciado y que en el periodo republicano fue defendida con diferente intensidad según las circunstancias políticas. Este hombre, amigo de su padre, le salva la vida en sentido literal y simbólico porque es quien impide que le asesinen y quien le hace recobrar instantes de otro tiempo.

Una de las miradas y de las voces más conmovedoras de la obra es la de Miguel, el hijo menor del protagonista, que proyecta una visión infantil sobre los acontecimientos. Miguel captaba al Ignacio Abel más desconocido, con esa sensibilidad acusada de los niños, “casi de sismógrafo”, y con la especial capacidad de la que están dotados para ser la caja de resonancia de las angustias de los adultos. Advertía señales y situaciones que no podía simbolizar y por lo tanto eran desazonadoras. Esa generación, “los niños de la guerra” vivirán la contienda y crecerán bajo la represión franquista o serán exiliados. Una generación que se ha venido en denominar la del medio siglo y que como nos recuerda José-Carlos Mainer “es un tema fascinante donde los haya porque en ella se producen cambios memorables: desde la inocencia del recuerdo infantil a la declaración de adhesión emocional a los vencidos” (2), una generación que tiene la circunstancia dramática de elaborar una catástrofe ocurrida a edades tempranas.

Ignacio Abel rememora también su relación con el Dr. Negrín, un modelo de hombre y de político integro, que resistió hasta el final, y para el que las mejoras de las condiciones de vida de las gentes, de su salud o de su nivel cultural eran la verdadera revolución. Representante del mejor ideal republicano, era para el protagonista un referente, alguien que permanece fiel a sus creencias y a sus ideales. La corpulencia del doctor Negrín, cuyas dimensiones le provocaban en lo físico una permanente sensación de estrechez, parecía corresponderse con otro país de unas miras más amplias, y en el que hubiese lugar para el proyecto republicano. La imagen que nos ofrece de este hombre es la de un hombre decente, con sentido práctico y auténtica vocación profesional.

A través de un narrador particular y de la memoria caudalosa de su protagonista, el lector queda emplazado a identificarse de algún modo con aquellas generaciones

El hilo que ensarta todas las historias, este juego de relaciones del protagonista, es su amor por Judith Biely: una mujer que condensa la modernidad y el porvenir, lo anhelado y lo vivido. En Judith también se proyectan dos tiempos y dos espacios: nacida en los Estados Unidos, educada en la cultura americana, carga sobre sí el mundo remoto de sus padres, el de la Rusia zarista previo a la Revolución de 1917. Su infancia está teñida de todos aquellos aspectos que provoca la emigración en el individuo: el desarraigo, el duelo por el mundo que se deja atrás, los esfuerzos por sobrevivir en otra lengua, o el aprendizaje de otros códigos. Judith Biely es la representante de una identidad colectiva, de un modelo de feminidad que la República conquistó, un modelo en el que la mujer desempeña un papel social y políticamente activo en condiciones de igualdad y en posesión de derechos. Este modelo quedó truncado a la altura de 1936.

Pero además de mostrarse cómo los protagonistas movidos por sentimientos de miedo, de desengaño o de amor, sobreviven en un escenario colectivo, el narrador de manera esporádica concede la voz al rumor de los comentarios que Ignacio Abel oye al paso. Fragmentos construidos con los cientos de titulares que aparecen en la prensa a lo largo de una semana y que muestran el minucioso trabajo de hemeroteca que ha realizado el autor.

En los últimos capítulos se revela la complejidad de las relaciones amorosas y del mundo emocional de los individuos. Asistimos a una indagación sobre el yo y sobre el proceso evolutivo interno de Ignacio Abel a través de las palabras, de la confesión ante sí mismo y ante Judith Biely. “Hablar le alivia y le exalta. Le devuelve en oleadas la vergüenza y la lucidez y le restituye sin que se dé cuenta todavía una sombra maltratada pero no abolida de integridad personal” (pág. 910). Esa conmovedora conversación, en medio de un bosque, le permite a Ignacio Abel recuperar aspectos de él mismo que estaban disociados o perdidos en su memoria. A través de Ignacio Abel se ilustran los duelos que conlleva un desastre de esa magnitud; unos duelos personales por el ideal perdido o inexistente, por el mundo que desapareció no a la altura de 1936 sino mucho antes: el mundo perdido de sus padres, aquel que quedó tan lejos “como los faroles de gas en la calle Toledo”. Y se ilustran también otros duelos: los colectivos, algunos de ellos es posible que aún sigan pendientes, porque en definitiva, el trabajo de duelo nunca finaliza del todo. A través de él se realiza también una reflexión de lo que se podrá recomponer y de lo que se quebró para siempre: las vidas de los particulares y un porvenir colectivo perdido también en la gran noche de los tiempos.

***


No hay duda de que la literatura ha sido un instrumento de empatía y un modo de acercar los acontecimientos traumáticos del pasado a la sociedad civil. En su subjetividad, las novelas, aunque fundan un mundo autorreferencial, pueden rastrearse en su interior correspondencias con la realidad e identificar la diversidad de voces ideológicas y representaciones sociales de un tiempo. Por este motivo, la literatura se ha convertido en una herramienta útil para la transmisión de memoria, y en una vía eficaz para la realización del trabajo de duelo en aquellos países, que de un modo u otro, han sido escenario de las grandes contiendas del siglo XX.

Antonio Muñoz Molina realiza en esta obra un esfuerzo por integrar elementos sociales e individuales para ofrecer una visión imparcial del conflicto. Esta novela permite acercarnos al conflicto de una manera diferente, a través de un narrador particular y de la memoria caudalosa de su protagonista, el lector queda emplazado a identificarse de algún modo con aquellas generaciones. Nos da una idea que podríamos considerar aproximada de cómo pudieron ser vividos aquellos acontecimientos por los ciudadanos. A través de ella y de sus personajes, el autor nos ilustra de unas identidades individuales y colectivas truncadas. A la postre, la guerra va a generar una serie de patrones culturales y éticos con los que muchos de los españoles se sentirán derrotados: esas identidades que de alguna manera fueron expulsadas de ese topos imaginario, constituyeron una identidad colectiva que quedó dañada y que desde hace unos años, con el trabajo de duelo emprendido por la sociedad española, está siendo restituida. Además, en un escenario íntimo confronta al lector con sus propios recuerdos, o con las representaciones literarias y visuales que han forjado su propia idea de la guerra. Con las voces que siguen resonando en el interior de cada uno de nosotros.

NOTA:
(1) Con motivo de la muerte de Javier Pradera, Antonio Muñoz Molina escribía sobre las cosas sin contar, las historias que se pierden en el pozo de lo nunca dicho; sobre las vidas que merecían ser sabidas y recordadas, todo aquello que por no dicho permanece sepultado. Señalaba también, la necesidad y la obligación de recordar, la memoria como un deber moral y una manera de “agregar una parcela mínima de territorio al continente inseguro del conocimiento humano”.
(2) Mainer, José-Carlos, “Para un mapa de lecturas de la Guerra Civil (1960-2000)”, en Memoria de la Guerra Civil y del Franquismo, Santos Juliá (Dir), Madrid, Taurus, págs. 135-162.
  
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