Juan Antonio González Fuentes
La década de los ochenta presenció importantes acontecimientos en la historia de la integración europea, comenzando con la entrada en la CEE de países del sur de Europa como Grecia (1981), España y Portugal (1986). Nuestro país tuvo desde su integración un activo papel en el seno de la Comunidad, en especial en defensa de los fondos estructurales y la política agraria, que eran vitales para impulsar la modernización de la economía y la sociedad españolas. Resultó también crucial el año 1986 por la firma del Acta Única Europea, culminación de un largo trabajo de preparación por parte de una comisión encabezada por el francés Jacques Delors. El Acta contenía el compromiso de transformar antes de 1992 la Comunidad en un “espacio sin fronteras internas en el que estará asegurada la libre circulación de mercancías, personas y capitales”, lo que suponía eliminar todas las barreras arancelarias y no arancelarias, además de una serie de vinculaciones jurídicas, fiscales y sanitarias. Junto a ello, otra innovación relevante era la extensión del voto por mayoría cualificada a algunas decisiones relativas al funcionamiento del mercado interno, decisiones que antes se tomaban por unanimidad, de modo que la Comunidad adquiría poderes propios en detrimento de la soberanía de los estados.
El Acta Única preveía también un cierto refuerzo de los poderes del Parlamento europeo, pero en lo que se refiere a la cooperación política, sus formulaciones eran muy genéricas y estaban muy lejos de asumir el espíritu y las instancias federalistas presentes en el Proyecto para el Tratado de la Unión Europea, presentado en 1982. Había numerosos obstáculos que se interponían en el camino de la cooperación política y de la Europa federal. Destacaba la falta de disposición por parte del gobierno británico a incluir en las competencias de la Comunidad los problemas relativos a las relaciones de trabajo, en el temor de que el ejemplo continental pudiera poner en peligro el modelo neoliberal impuesto por Margaret Thatcher. Pero el mayor obstáculo consistía en la Política Exterior y de Seguridad Común (PESC), en especial en la aplicación a ésta de la mayoría cualificada. Aquí se enfrentaban dos planteamientos distintos: el de los “atlantistas”, sobre todo Inglaterra y Holanda, que eran partidarios de una estrecha relación con la OTAN, y el de los “europeístas”, en particular Francia y Alemania, que proponían revitalizar la vieja UEO (Unión Europea Occidental) y eran favorables a la constitución de una fuerza europea de defensa autónoma. La constitución de una brigada franco-alemana en 1988 quiso ser un primer paso en esta dirección.
Aunque la cooperación en materia de política exterior y militar continuó siendo problemática, la integración económica siguió avanzando, dando un paso decisivo con el Tratado de Maastricht, firmado en diciembre de 1991. Por el mismo, la CEE se convertía en Unión Europea, sobre la base de una mayor integración económica y política: moneda única (que debía entrar en vigor en enero de 1999), banco central europeo, política monetaria común, junto a medidas político-sociales como los Fondos de Cohesión (a propuesta española) y el intento por armonizar las políticas de exterior y defensa, y de interior y justicia. También se había hablado sobre una futura ampliación de la Unión Europea, en concreto a los países escandinavos y Austria. En 1992 el Tratado de Maastricht fue ratificado, por este orden, por los parlamentos de Luxemburgo, Grecia, Italia, Bélgica, España, Portugal y Holanda; en 1993 lo hicieron Inglaterra y Alemania. En Francia fue sometido a referéndum, saliendo adelante por un escaso margen (51%), mientras que en Dinamarca los ciudadanos votaron en contra.
El “no” danés no fue la única señal preocupante en relación con el proceso de integración. La recesión económica internacional producida en los primeros años noventa obligó a una reforma del Sistema Monetario Europeo y provocó un aumento del paro, a lo que se unía el coste de la reunificación alemana y las frecuentes disputas entre los países de la UE, todo lo cual dio motivos de preocupación a los europeístas más decididos y reforzó a los sectores euroescépticos, muy importantes en Gran Bretaña y en la opinión pública de otros países. Por otro lado, en el terreno de la cooperación política los progresos logrados con el Tratado de Maastricht fueron escasos: no se hablaba de una Europa con “vocación federal” (como habían defendido Kohl y Mitterrand) y el acuerdo en torno a la PESC fue muy ambiguo. En realidad, la política exterior y de seguridad de la Unión Europea no existía, como se pudo comprobar ante la crisis que llevó a Yugoslavia a la disolución: primero Alemania reconoció unilateralmente a Eslovenia y Croacia, mientras que una vez estallada la guerra la UE se mostró incapaz para intervenir eficazmente y evitar las matanzas en Bosnia.
Con todo, el proceso de ampliación de la UE siguió adelante y, tal como se había acordado, en 1995 se incorporaron a la ahora “Europa de los Quince” Suecia, Finlandia y Austria (en cambio Noruega votó en referéndum contra su adhesión). Para entonces habían pasado los efectos más negativos de la recesión económica y se produjo un nuevo empuje en la política de la UE. En 1997 se sometió a revisión el Tratado de Maastricht, introduciendo importantes cambios relativos sobre todo a la libertad de circulación de mano de obra, la inmigración y el derecho de asilo (si bien tampoco en esta ocasión se hizo ningún progreso en lo tocante a la política de seguridad y de coordinación de la política exterior). Las dudas creadas por el proceso de convergencia monetaria que debía dar lugar al euro (criterios de convergencia: inflación, déficit público, tipos de interés…) se resolvieron a principios de 1998, cuando se anunció que la mayoría de los quince estados miembros estaban en condiciones de pasar a la siguiente fase de la unificación económica y monetaria (quedaban fuera, por entonces, Reino Unido, Suecia, Dinamarca y Grecia). El 1 de enero de 1999 nacieron oficialmente el euro y el Banco Central Europeo, iniciando la transición hacia la moneda única que se consumó en el año 2002.
Desde los años noventa estuvo en debate también la futura ampliación de la Unión Europea hacia el Este de Europa, que presentaba mayores dificultades políticas y económicas, tanto por la cantidad de estados aspirantes a la integración y su inestabilidad política, como por su atraso económico respecto a los parámetros de la Europa Occidental. Se marcaron objetivos y condiciones para estos países, que firmaron tratados de asociación con la Unión, al tiempo que procuraban adecuarse a las condiciones exigidas en materia de política económica y monetaria. Finalmente en 2002 se decidió la adhesión a la UE en el año 2004 de diez nuevos miembros, incluyendo un amplio conjunto de estados del este europeo, antiguos componentes del bloque socialista: Polonia, República Checa, Eslovaquia, Hungría, Eslovenia (antigua parte de Yugoslavia), Estonia, Letonia, y Lituania (estos últimos estados bálticos ex soviéticos), junto a las repúblicas mediterráneas de Chipre y Malta. Quedaba así formada la Europa de los 25, que sumaba 455 millones de habitantes, abandonando la UE su carácter fundamentalmente europeo occidental para hacerse más propiamente paneuropeo. Un carácter que quedará reforzado en un futuro, pues otros estados balcánicos (Croacia, Bulgaria) y del este (Rumania, Bielorrusia, Ucrania) podrían sumarse a la UE en los próximos años, e incluso está en debate la posible incorporación de Turquía.
Bandera de la Unión Europea
La ampliación se ha desarrollado paralelamente a nuevas negociaciones, acuerdos, avances –y también retrocesos- para organizar la nueva UE, así como articular económica y políticamente un espacio tan amplio y diverso. El Tratado de Niza (2001) trató de hacer frente a este desafío, sobre todo en lo referente al equilibrio de poder entre los países miembros y las competencias de las instituciones de la Unión. En particular era necesario definir el modo en que se podían tomar decisiones relevantes, evitando el anterior sistema de unanimidad y formulando uno nuevo de “mayorías cualificadas”, que tuviese en cuenta el peso demográfico de los países miembros al tiempo que diese ciertas garantías a los estados. Esta cuestión fue el principal escollo, al tratar cada nación de asegurarse una mayor posibilidad decisoria, enfrentando sobre todo a los estados “grandes” y “pequeños”, pero también a estados de cada grupo entre sí (p. ej. Francia y Alemania). Finalmente se consiguió alcanzar un acuerdo que establecía un complejo mecanismo de “mayorías cualificadas”, de “minorías de bloqueo” y de “votos ponderados” que corresponden a cada país (29 a los cuatro mayores, 27 a España…, hasta llegar a los 3 de Malta). Al mismo tiempo se aumentó el número de temas en los que las decisiones se toman por mayoría cualificada, si bien se mantenía el derecho de veto en ciertos aspectos "sensibles" para diversos países (asuntos sociales y de cohesión para España, fiscalidad para el Reino Unido, asilo e inmigración en el caso alemán, o culturales para Francia).
Dado el desacuerdo entre países decididos a avanzar más deprisa en la integración y los más reacios, también se abría la posibilidad de que algunos países pudiesen acordar entre ellos avanzar más rápidamente en ciertos asuntos relacionados con la integración (la "Europa de dos velocidades"). Otra modificación importante era el refuerzo del poder del Presidente de la Comisión, que en adelante será designado por mayoría cualificada (no por unanimidad) y cuyo nombramiento deberá ser sometido a la aprobación del Parlamento Europeo. Respecto a este último, se acordó el número de miembros y la distribución de los diputados (sobre 732 escaños, 99 para Alemania, 72 para los otros "grandes", 50 para España…).
Sin embargo el costoso acuerdo alcanzado en Niza empezó a encontrarse pronto con obstáculos, como el resultado del referéndum celebrado en Irlanda para ratificar el tratado, que fue negativo y puso de manifiesto la creciente desconfianza de los ciudadanos europeos por el déficit democrático de la UE. Por otro lado el impacto del ataque a las Torres Gemelas de Nueva York en septiembre de 2001 y de la posterior reacción norteamericana alcanzaron también a la UE, al ponerse nuevamente de manifiesto la falta de una política exterior común con motivo de la Guerra de Irak, con la división entre “europeístas” y “atlantistas”.
En todo caso, después de Niza el proceso de integración continuó su curso, siguiendo la “Declaración sobre el futuro de la Unión” que se había incluido como anexo al Tratado, acordándose a finales de 2001 la redacción de una “Constitución de la Unión Europea”. Para ello se creó una Convención Europea encargada de redactar el proyecto, presidida por el ex presidente francés Giscard D'Estaing e integrada por un centenar de representantes de las instituciones europeas y de los estados miembros. Después de un largo proceso de elaboración en 2002-2003, finalmente se presentó el proyecto de tratado, reuniéndose en octubre de 2003 una Conferencia Intergubernamental para decidir al respecto. Nuevamente la negociación fue larga y difícil, especialmente por el rechazo de España y Polonia al nuevo equilibrio de poder, que daba a ambos países una fuerza algo menor a la obtenida en Niza.
Los trágicos atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid, junto a su enorme impacto en toda Europa, alteraron por completo el contexto. Ante la amenaza común los países europeos reaccionaron limando sus diferencias y acelerando el proceso de integración. A ello se unió la victoria socialista en las elecciones españolas celebradas el 14 de marzo, que dieron la presidencia al más europeísta Rodríguez Zapatero. Finalmente, en junio los líderes europeos alcanzaron el consenso sobre la “Constitución Europea” (que en realidad no es propiamente tal, sino un tratado). El 30 de octubre de 2004, en la misma sala del Capitolio donde se firmó el Tratado de Roma en 1957, los líderes de los 25 países miembros firmaron solemnemente el “Tratado para una Constitución Europea”. Se iniciaba el largo y complejo proceso de su ratificación, que ha encontrado su primer obstáculo serio con el triunfo del “no” en el referéndum celebrado en Francia.
Esta “Constitución” o “Tratado Constitucional” está centrado fundamentalmente en las políticas económicas y monetarias, que se desarrollan con exhaustividad. Otro aspecto destacado es el de la delimitación de las competencias entre la Unión y los estados miembros, así como la fijación de los órganos e instituciones europeos, que básicamente son los que ya existían anteriormente. Uno de los aspectos que más se ha destacado es la inclusión de una “Declaración de Derechos”, que recoge una lista de derechos humanos básicos de los ciudadanos europeos, si bien con un carácter muy genérico. Como es obvio, también incluye las principales orientaciones y normas en materia de política social, laboral, de interior y justicia, exterior y militar. Aunque cabe decir que muchas de las normas y orientaciones enunciadas resultan genéricas y ambiguas, por lo que se ha achacado al texto su debilidad en materia de derechos sociales y laborales, así como los déficits democráticos que se mantienen en el funcionamiento de la Unión. También parece complejo que este tratado permita formular realmente una política exterior y de seguridad común, al quedar subsumida ésta en las obligaciones impuestas por la OTAN.
Como se puede ver, hasta nuestros días se mantiene una de las principales características del proceso de integración europea desde sus inicios, la primacía de lo económico, del carácter de “mercado común”, frente al avance más lento y problemático de la convergencia política y social, y el reiterado fracaso en la consecución de una política exterior y militar común.
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Reseña de Juan Antonio González Fuentes en el número de diciembre de Ojos de Papel:
-After Dark, libro de Haruki Murakami
NOTA: En el blog titulado El Pulso de la Bruma se pueden leer los anteriores artículos de Juan Antonio González Fuentes, clasificados tanto por temas (cine, sociedad, autores, artes, música y libros) como cronológicamente.