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George Reid Andrews: Afro-Latinoamérica, 1800-2000 (Iberoamericana Editorial Vervuert, 2007)

George Reid Andrews: Afro-Latinoamérica, 1800-2000 (Iberoamericana Editorial Vervuert, 2007)

    NOMBRE
George Reid Andrews

    CURRICULUM
Profesor de Historia Latinoamericana y director del Departamento de Historia de la Universidad de Pittsburgh (EE UU). Entre sus publicaciones anteriores destacan Los afroargentinos de Buenos Aires, 1800-1900 y Negros e blancos en São Paulo, Brasil, 1888-1988



George Reid Andrews

George Reid Andrews


Tribuna/Tribuna libre
Afro-Latinoamérica, 1800-2000
Por George Reid Andrews, domingo, 2 de marzo de 2008
En este libro, la primera historia de la diáspora africana en América Latina desde 1800 hasta el siglo XXI, George Reid Andrews sintetiza la historia de los afrodescendientes en todos los países latinoamericanos, desde México y el Caribe hasta Argentina. Examina cómo los pueblos africanos que llegaron a la región y sus descendientes realizaron la transición de la esclavitud a la libertad y cómo participaron en la formación de las nuevas naciones y sociedades de la región. Buscando la libertad, la igualdad, y la ciudadanía, los afrolatinoamericanos se movilizaron en unidades militares, partidos políticos, organizaciones cívicas, sindicatos, cultos religiosos y otros movimientos sociales, políticos, y culturales. Estos movimientos impulsaron un proceso de reforma social y democratización política que ha definido el desarrollo histórico de América Latina durante los últimos 200 años. Un libro imprescindible para cualquier persona interesada en la historia y el futuro de América Latina, en la esclavitud y en la diáspora africana.

«UNA TRANSFUSIÓN DE SANGRE MEJOR»: Blanqueamiento, 1880-1930

Entre 1800 y 1900 los afrolatinoamericanos transformaron los términos de su participación en la vida nacional, y al hacerlo ayudaron a construir las naciones y las sociedades del siglo XIX. Sus luchas por la ciudadanía y por el avance económico y social continuaron y se proyectaron al siglo XX, pero en condiciones estructurales nuevas y diferentes.

La primera de estas condiciones era económica: el «boom de las exportaciones» del cambio de siglo. A medida que la Europa occidental y Estados Unidos entraban en la Segunda Revolución Industrial y sus poblaciones vivían un proceso de creciente urbanización, sus demandas de primeras materias y productos alimenticios latinoamericanos también crecieron. Carne y cereales de Argentina y Uruguay; azúcar del Caribe; café de Brasil, Colombia y Centroamérica; caucho de Brasil; petróleo de México y Venezuela... Estos y otros productos se consumían en los países industrializados en cantidades mayores que nunca antes. Entre 1870 y 1912, el valor anual de las exportaciones latinoamericanas casi se quintuplicó, de 344 millones de dólares a 1,6 billones de dólares. En 1912, seis países latinoamericanos —Argentina, Chile, Costa Rica, Cuba, Puerto Rico y Uruguay— exportaban más bienes per cápita que Estados Unidos.

Un segundo cambio importante fue político, y aconteció a consecuencia del boom exportador. Reforzados por los ingresos provenientes de los impuestos que gravaban el comercio de exportación, los gobiernos nacionales fueron ahora capaces de poner fin a las guerras civiles y de imponer la autoridad central sobre sus sociedades. Aunque estos gobiernos ejercieran el poder mediante elecciones fraudulentas y controladas (como en Argentina y Colombia), con dictaduras (Venezuela), o mediante una combinación de ambas (en México), gobernaron normalmente en nombre de unas elites nacionales enriquecidas y fortalecidas en el poder por el comercio exportador. Incluso en Brasil, donde el régimen monárquico había proporcionado orden y estabilidad desde 1840, los plantadores de café quedaron descontentos con la abolición. Buscando una mayor presencia en la política nacional, en 1889 se aliaron con algunos oficiales militares para derrocar a la monarquía y reemplazarla con un nuevo régimen republicano, dominado por los intereses de los hacendados.

Apoyándose financieramente en la riqueza generada por la exportación, estos regímenes oligárquicos ya no necesitaban hacer concesiones a los ex-esclavos y negros libres que pedían libertad, tierra y derechos de ciudadanía. No rescindieron las leyes anti-castas y de emancipación del período independentista, y algunos continuaron incluso invocando la igualdad racial como una de las virtudes cardinales de la vida republicana. Pero a medida que el poder se desplazó de los movimientos «populares» de mediados de siglo a las elites exportadoras, los compromisos oficiales con el igualitarismo racial también perdieron fuerza, socavados en sus bases por el tercer cambio importante de la época del boom exportador: la llegada de un nuevo corpus de pensamiento racial legitimado por el prestigio y el poder de la ciencia europea y norteamericana.

Éstos fueron los años del racismo científico y del darwinismo social en Europa y Norteamérica, de la segregación Jim Crow en el sur de Estados Unidos, y de los inicios del Apartheid en Sudáfrica. En una época en que el floreciente comercio de exportación estrechaba las relaciones de América Latina con Europa y Estados Unidos, estas corrientes internacionales de pensamiento y práctica racista no podían pasar desapercibidas en Latinoamérica. El racismo científico fue rápidamente adoptado por las elites de finales del siglo XIX e inicios del XX, inmersas en afrontar el desafío de cómo transformar sus naciones «atrasadas» y subdesarrolladas en repúblicas modernas y «civilizadas». Esta transformación, concluyeron, debería ser más que simplemente política o económica, tenía que ser también racial. Para ser civilizada, América Latina debía volverse blanca.

LA GUERRA A LA NEGRITUD

En todos los países de la región los intelectuales, los políticos y las elites del Estado lucharon con el problema de la herencia racial latinoamericana. Como creyentes convencidos del determinismo racial, no tenían dudas de que la trayectoria histórica de los individuos, de las naciones y los pueblos estaba irremisiblemente determinada por sus orígenes raciales. Los hallazgos de la ciencia europea no podían ser rebatidos, máxime cuando esos hallazgos se solapaban con las inamovibles creencias de las elites latinoamericanas. Después de 300 años de esclavitud colonial y Régimen de Castas, creían firmemente en la inferioridad innata de sus compatriotas negros, indígenas, mestizos y mulatos. ¿Cómo podía vencerse esa herencia, y cómo crear las condiciones sociales y culturales necesarias para entrar en el concierto de las naciones «civilizadas» con un futuro de progreso?

La respuesta latinoamericana a este dilema fue un esfuerzo intenso, visionario y finalmente quijotesco para transformarse a sí mismas, partiendo de unas sociedades racialmente mixtas y predominantemente no-blancas hasta ser «repúblicas blancas», pobladas por europeos y sus descendientes. «Venezuela no tiene salvación a menos que resuelva cómo alcanzar la condición de país blanco. Ésa es la clave del futuro», proclamaba el intelectual venezolano Rufino Blanco Fombona en 1912. «Estamos a dos pasos de la selva por causa de nuestros negros e indios... una gran parte de nuestro país es mulato, mestizo y zambo, con todos los defectos que [el filósofo británico Herbert] Spencer reconoció en la hibridación; debemos transferir sangre regeneradora [blanca] a sus venas».

Las elites cubanas pensaban en términos casi idénticos. «Puede advertirse el peligro que existe para la raza blanca si se interrumpe la corriente [europea] inmigratoria», advertía el Diario de la Marina en 1900, «y la necesidad de impulsar ésta en escala mucho mayor que hasta ahora, a fin de descartar definitivamente el dicho peligro». El joven intelectual Fernando Ortiz, que se distinguiría posteriormente por sus investigaciones en historia y cultura afrocubana, empezó su carrera con apasionados llamamientos a la inmigración blanca. «La raza es acaso el aspecto más fundamental que debemos considerar en el inmigrante», afirmaba en 1906. Y dado que «la raza negra» había resultado ser «más delincuente que la blanca colocada en idéntica posición social... la inmigración blanca es la que debe favorecerse». Esta inmigración inyectará «en la sangre de nuestro pueblo los glóbulos rojos que nos roba la anemia tropical, y [sembrará] entre nosotros los gérmenes de energía, de progreso, de vida, en fin, que aparecen ser hoy patrimonio de los pueblos más fríos».

Los legisladores estatales de São Paulo también percibieron esta cuestión en términos de sangre. En su exhortación a sus colegas para usar fondos del Estado para subsidiar la inmigración europea, el legislador (y plantador cafetero) Bento de Paula e Souza afirmaba que «es preciso inocular sangre nueva en nuestras venas, porque la nuestra está ya aguada», a lo que sus oyentes respondieron afirmativamente: «una transfusión de sangre mejor». Incluso algunos intelectuales afrobrasileños, como Raimundo Nina Rodrigues y Francisco José de Oliveira Vianna, promovieron la nueva ortodoxia. Aun reconociendo que «conocemos hombres negros o de color de indudable merecimiento y acreedores de estima y de respeto», Rodrigues concluía que «ese hecho no ha de entorpecer el reconocimiento de esta verdad: que hasta hoy no se pudieron los negros constituir en pueblos civilizados». Éste era el motivo por el que el país tenía que ser reconstruido mediante la inmigración europea, un proceso que Oliveira Vianna documentó en un informe conocido e influyente en la época sobre «La Evolución Racial», y que fue publicado como parte del censo nacional de 1920.

Sin embargo, la inmigración era sólo el primer paso para blanquear y europeizar las sociedades latinoamericanas. No sólo tenían que ser blanqueadas racial y demográficamente, también tenían que ser blanqueadas cultural y estéticamente. Una forma que tomó el blanqueamiento fue la transformación física de las mayores ciudades de la región, cuyos centros urbanos fueron derribados y reconstruidos al estilo europeo moderno. Las estrechas callejuelas coloniales fueron demolidas para construir enormes bulevares. Se instalaron infraestructuras modernas, como alcantarillados y canalizaciones de agua corriente, redes eléctricas y líneas de tranvía y metro. Los edificios coloniales de uno y dos pisos fueron demolidos y reemplazados por edificios de varios pisos con locales comerciales y apartamentos, al estilo de los de París y Londres.

Las «reformas urbanas» de este tipo no sólo se dirigían a modernizar las infraestructuras de las ciudades, también a transformar su composición racial y de clase. Durante el siglo XIX, los trabajadores se habían hacinado en decadentes casas y mansiones de época colonial divididas en compartimentos, conocidas con diferentes nombres en los diferentes países: conventillos en Argentina y Uruguay, cortiços y cabeças de porco en Brasil y solares en Cuba. Conforme el boom de las exportaciones atrajo a números crecientes de migrantes a las ciudades de la región, estos barrios pobres urbanos también crecieron. Su sobrepoblación y las condiciones sanitarias infrahumanas generaron unas altas tasas de mortalidad urbana, delincuencia y brotes epidémicos ocasionales que amenazaron a toda la población de las ciudades. A través de toda Latinoamérica, estos barrios fueron en su gran mayoría poblados por negros y mulatos. En Cuba y Brasil, en donde miles de libertos recién emancipados intentaron escapar de la reciente servidumbre desplazándose a las ciudades, esta tendencia fue realmente intensa. Varios estudios de los solares de La Habana establecieron que el 95% o más de sus habitantes eran negros y mulatos. En Río de Janeiro, los inmigrantes negros procedentes de Bahía se establecieron en un vecindario del centro de la ciudad cercano a los muelles, que pronto respondió al nombre de «Pequeña África». A medida que ese vecindario se llenó, otros migrantes bahianos construyeron la primera favela de Río, una comunidad de cabañas y chabolas provisionales en una colina situada detrás del Ministerio de Guerra. En el transcurso del siglo XX, las favelas se diseminaron por toda la ciudad, y devinieron una forma común de hogar para los pobres, quienes, como en la época del cambio de siglo, eran predominantemente afrobrasileños.

Fue en gran parte para apartar la pobreza y la negritud del centro de la ciudad que el gobierno federal demolió y reconstruyó buena parte del centro urbano de Río a principios de la década de 1900, expulsando a los habitantes de los cortiços a remotos y escuálidos barrios suburbanos alrededor de la línea de ferrocarril, al norte de la ciudad. Los residentes del centro urbano contraatacaron con la Revuelta de la Vacuna, una semana de disturbios urbanos en 1904. La causa inmediata de la rebelión fue una campaña gubernamental para vacunar a toda la población contra la viruela, en la que los funcionarios del gobierno entraban en los hogares de clase obrera, a menudo sin permiso, e inoculaban a todos los miembros de la familia. Las familias pobres reaccionaron con furia contra esta agresiva intrusión del estado en sus casas, y protestaron también por la destrucción de los barrios del casco urbano, que les habían proporcionado viviendas asequibles cerca de sus lugares de trabajo. Muchas, quizá la mayoría de las personas que intervinieron en los disturbios, eran afrobrasileños. Mientras se llevaban a uno de los manifestantes a la cárcel, éste gritó a la multitud que luchaba para «demostrar al gobierno que no puede pisotear al pueblo con su bota... ¡de vez en cuando es bueno que la negrada demuestre que sabe morir como un hombre!».

Las tropas federales y la policía enseguida reprimieron la Revuelta de la Vacuna, y el gobierno siguió adelante con su programa de renovación urbanística. No obstante, en último extremo la capacidad de los gobiernos latinoamericanos de reconstruir sus centros urbanos estuvo limitada. Aunque algunos barrios pobres fueron destruidos, la mayoría siguió en pie, constituyendo el foco no sólo de los problemas de la vida urbana, también de sus alegrías. En todas las ciudades de Afro-Latinoamérica, una de estas alegrías fue la creación de una vibrante cultura popular basada en lo africano, que había empezado a tomar forma durante la esclavitud y que ahora —como resultado de la libertad, las migraciones y la urbanización acelerada— floreció y dio a luz elementos nuevos y creativos. Este florecimiento era sobretodo visible (y audible) en la música y la danza. Incluso en Buenos Aires y Montevideo, donde la población negra era sobrepasada de largo por el flujo de inmigrantes europeos, la música y los pasos del candombe —de raíz africana— se incorporaron a los nuevos estilos musicales, la milonga y el tango, que dominaban los bares y las salas de baile. Y en Brasil y Cuba, donde negros y mulatos formaban o bien la mayoría de la población (caso del primero) o bien la minoría más extensa (en la segunda), y a donde los africanos habían continuado llegando en números significativos hasta mediados del siglo XIX, la música y la danza popular siguieron siendo claramente de base africana.

En Cuba, los dos géneros principales de esta música eran la rumba y el son. Ambos fueron desarrollados por músicos afrocubanos durante la primera mitad del siglo XIX, la rumba en las provincias occidentales de La Habana y Matanzas, el son en la de Oriente. A finales del siglo XIX y principios del XX los músicos de Oriente se desplazaron a La Habana, donde el son encontró una audiencia grande y receptiva en los barrios de trabajadores de la ciudad. Un proceso similar tenía lugar simultáneamente en Río de Janeiro, donde músicos y percusionistas provenientes de Bahía se unieron a los músicos cariocas (nacidos en Río) para crear un estilo de música y danza completamente nuevo, la samba. La samba brasileña y la rumba cubana tienen orígenes comunes en las religiones de origen africano: la rumba derivaba en parte de los ritmos y la música de la santería y los abakuá, y la samba del candomblé bahiano mezclado con la macumba carioca. El resultado fue que ambos estilos tienen bastantes elementos comunes: su insistente ritmo 2/4; su forma de cantar llamando y respondiendo sobre una base de «baterías» de percusión; y la fluidez y la soltura de los danzantes en las rodillas, caderas y parte superior del cuerpo, combinadas con un paso rápido e intrincado.

También son similares en que las elites cubanas y brasileñas se opusieron a estos estilos y los rechazaron, al ver en ellos la antítesis de la civilización y el progreso europeos que intentaban imponer en sus sociedades, tan difíciles de gobernar. La civilización y la modernidad se basaban en el orden, la racionalidad, la disciplina y el control. Para las elites finiseculares, estos bailes, y en general la cultura basada en lo africano, representaban la negación de esos valores. Haciéndose eco del racismo científico de la época, las elites y las autoridades del Estado invocaron constantemente la supuesta dicotomía entre civilización europea y barbarie africana, y se posicionaron a favor de la supresión de la cultura popular de raigambre africana en todas sus manifestaciones.

En Cuba, esa supresión se encaminó en un principio a los cabildos afrocubanos, «cuyo objeto especial y característico», lamentaba el gobierno en 1881, «consiste en recordar bailes, disfraces y costumbres de las tribus salvajes africanas». Se ordenó a las organizaciones despojarse de sus nombres, parafernalia y rituales africanos, y reconstituirse como asociaciones de socorro mutuo o clubes sociales. Incluso sobre el papel, este esfuerzo de transformar e «hispanizar» a los cabildos fue sólo parcialmente exitoso. Muchos retuvieron sus nombres, sus miembros y su estructura africanos, añadiendo simplemente el obligado «Sociedad Recreativa» o «Sociedad de Ayuda Mutua» a su nombre. Las autoridades españolas, en consecuencia, presionaron más con su campaña, prohibiendo primero que las sociedades negras pudieran bailar, tocar el tambor o desfilar públicamente en las festividades religiosas (1884), e intentando después romper los vínculos que durante largo tiempo habían mantenido los cabildos con las religiones de origen africano (abakuá, santería y palo monte). Durante la guerra de independencia de 1895-1898, más de 500 miembros de las logias abakuá fueron arrestados y deportados a las cárceles de las colonias españolas en África, donde muchos de ellos murieron.

Las autoridades brasileñas emprendieron una guerra similar contra la capoeira, que fue prohibida por el estatuto federal de 1890. En Río de Janeiro, la policía arrestó a más de 600 capoeiristas sospechosos y los envió a la colonia penal de la lejana isla de Fernando de Noronha. Las bandas organizadas de capoeira fueron eliminadas de la capital y de todas las ciudades brasileñas, excepto Salvador, donde la represión policial continuó hasta los años veinte y treinta. De acuerdo al testimonio de algunos practicantes ancianos de este deporte, la policía ataba a los capoeiristas que capturaba a sus caballos y los arrastraba a través de las calles galopando hasta el cuartel de policía. En consecuencia, recuerdan jocosamente, ellos practicaban cerca de las comisarías de policía, para que si los arrestaban fueran arrastrados durante un trecho menor.

Las religiones de origen africano también fueron objeto de la represión policial. Entre 1900 y 1920 los periódicos cubanos informaban de una serie de incidentes, en los que mujeres y niños blancos fueron supuestamente abducidos y asesinados por miembros de los cultos afrocubanos, de quienes se decía que usaban su sangre para hacer iniciaciones u otros rituales. No obstante, lo que preocupaba más a las autoridades y a las elites no eran las supuestas agresiones de las religiones africanas contra los blancos —las cuales resultaron ser casi enteramente ilusiones, una vez investigadas— sino la atracción que los blancos sentían por ellas. Los sacerdotes y las sacerdotisas de la santería, el candomblé y la macumba siguieron siendo casi enteramente negros y mulatos, pero sus seguidores incluían numerosos blancos que buscaban consuelo espiritual y ayuda práctica en la vida cotidiana. Como en el caso análogo (para Fernando Ortiz) de los europeos asentados en África, «las supersticiones negras los atraen, les producen una especie de vértigo y caen en ellas desde la altura de su civilización... y vuelven a la primitividad». Éste era especialmente el caso de los miembros de la clase obrera, afirmaba Ortiz, por sus lazos a menudo tenues con la civilización europea y su «proximidad psíquica» al primitivismo africano. Los escritores brasileños estaban de acuerdo en que los blancos pobres eran vulnerables a la africanización, y que incluso las clases medias y altas no eran inmunes a ella. El médico y antropólogo bahiano Nina Rodrigues diagnosticaba el «fetichismo animista» africano, y lo definía como «un estado psicológico contagioso [que] podría llegar a los más débiles de entre las clases altas, que están en peligro permanente de “volverse negros”». El periodista Paulo Barreto informaba en 1906 de que la clase media de Río de Janeiro

vivimos en un estado de dependencia de la Hechicería, de esa caterva de negros y negras, de babaloxás y yauô [esto es, sacerdotes y sacerdotisas][;]somos nosotros los que les aseguramos la existencia, con el cariño de un comerciante por una amante actriz. La hechicería es nuestro vicio, nuestro gozo, la degeneración. Si exige, se lo damos; si quiere explotarnos, nos dejamos explotar, y sea el maestro extorsionista, asesino, ladrón, queda siempre impune y fuerte por la vida que nuestro dinero le da.

En su carácter alterado y febril, el lenguaje de Barreto transmite intensamente los miedos que atenazaban a las elites finales del siglo XIX y principios del XX. La negritud no era algo distante, ajeno y eliminado. Al contrario, cuando las clases medias y altas salían de sus mansiones y casas cada mañana para entrar en el mundo abarrotado de las calles, «África empezaba en la puerta de casa». A medida que las elites modernizadoras emprendieron las campañas sanitarias, de renovación urbana y de salud pública diseñadas para erradicar la delincuencia y las enfermedades de sus sociedades, también lanzaron campañas de represión dirigidas a eliminar las religiones de origen africano de la vida nacional, y a llevar a sus naciones a la modernidad del siglo XX.

Además de atacar a las religiones africanas, las autoridades brasileñas y cubanas intentaron eliminar el contenido africano del carnaval, el «festival de la carne» anual que precede a la Cuaresma. En toda Afro-Latinoamérica, estas festividades tenían profundas raíces africanas. En la primera mitad del siglo XIX, esclavos y negros libres en Buenos Aires, Montevideo, Río de Janeiro, Salvador, Cartagena, La Habana y otras ciudades se reunían para celebrar bailes tumultuosos y competiciones de toque de tambor, en los que las naciones africanas intentaban demostrar su superioridad. El carnaval también era una ocasión en la que los miembros de las clases bajas podían momentáneamente cambiar los papeles con los miembros de las clases altas, arrojándoles huevos, globos y otros pequeños proyectiles rellenos de agua, harina, miel o sustancias crudas.

Los pobres y las clases trabajadoras celebraban esta ocasión de invertir la jerarquía social con tanto entusiasmo, que hacia las décadas de 1840 y 1850 muchos gobiernos municipales habían prohibido o limitado con severidad la celebración del carnaval. Durante la segunda mitad del siglo, conforme las organizaciones nacionales africanas desaparecían gradualmente, estos gobiernos, en alianza con los clubes sociales y las organizaciones cívicas, proyectaron ahondar en el proceso «civilizador» del carnaval. A finales del siglo XIX y principios del XX, los principales acontecimientos carnavalescos pasaron de las caóticas fiestas callejeras a las ceremonias públicas y privadas organizadas y patrocinadas por las elites locales: desfiles de coches y carrozas en representación de los clubes de la elite y las comparsas, además de bailes que tenían lugar en los mejores hoteles y clubes sociales.

Estas manifestaciones «civilizadas» del carnaval dominaban los reportajes del evento en los diarios, pero la cobertura informativa revelaba al mismo tiempo la presencia continua de celebraciones negras en las calles. «Si alguien de fuera tuviera que juzgar a Bahía por su carnaval», lamentaba un diario bahiano en 1903, «no podría dejar de colocarla a la par que África». El jefe de policía empezó en 1904 a tomar duras medidas contra las comparsas negras, y acabó prohibiéndolas al año siguiente. El alivio de la elite bahiana era palpable: «Aunque no haya desaparecido completamente la pésima exhibición del baile y el toque de tambor africano, en todo caso ha disminuido mucho... Que esos grupos hayan desistido de aparecer este año constituye un gran servicio a la civilización... Nadie tiene derecho a desacreditar el lugar en donde vive reviviendo costumbres africanas».

Las elites cubanas eran igualmente vehementes en su condena del carnaval de origen africano:

Cada año, durante el carnaval, somos testigos de escenas que desacreditan a nuestra cultura y que le hacen a uno suponer que nuestra población está todavía impregnada de atavismos que están en conflicto con la civilización. El espectáculo es... repugnante: hombres y mujeres, sin ningún sentido de la vergüenza, desfilando tumultuosamente por las calles al son de la música africana, cantando monótonos coros y reproduciendo con sus movimientos gestos que quizá sean apropiados en el África salvaje, pero que pierden todo el sentido en la Cuba civilizada.

En 1913, el alcalde de La Habana declaró que a las comparsas sólo se les permitiría desfilar en las calles si dejaban sus instrumentos «africanos» en casa y accedían a no bailar danzas africanas. Las comparsas negras intentaron evadir la legislación usando pequeños tambores y otros instrumentos de percusión tomados prestados para la ocasión de bandas musicales militares, pero en 1916 el Ayuntamiento de la ciudad aumentó las restricciones, lo que hizo prácticamente imposible desfilar para las comparsas. En 1925, el presidente Machado extendió a todo el país la ordenanza de La Habana que prohibía los «tambores o instrumentos análogos de la naturaleza africana» y las «contorsiones corporales que ofendan a la moralidad».

CLASES MEDIAS NEGRAS

La guerra a la cultura basada en lo africano no sólo fue aplaudida por los blancos, también lo fue por las clases medias negras. Los negros y mulatos con perspectivas de ascenso social luchaban para superar el abismo que separaba al mundo de la pobreza de la clase trabajadora del de la respetabilidad de la clase media. La cultura de origen africano se identificaba intensamente con ese mundo de favelas y barrios pobres en donde vivía la clase obrera, y de donde esta elite afrolatinoamericana intentaba escapar. La admisión en el mundo de la clase media, por consiguiente, requería el rechazo total de esa cultura, así como la adhesión incondicional a los modelos europeos de civilización y progreso.

Los miembros de las clases blancas media y alta temían permanentemente los efectos subversivos y «contaminantes» de la «africanización » de sus sociedades, pero al defender el determinismo racial de la época, siempre podían reclamar una especie de inmunidad heredada a la amenaza de la negritud. Los afrolatinoamericanos en proceso de ascensión social no podían afirmar lo mismo. En sociedades que consideraban la raza un hecho biológico, su piel, su pelo y sus rasgos faciales representaban un vínculo ancestral con la cultura africana. Para cumplir los requisitos de la admisión en la sociedad civilizada y la clase media nacional, su rechazo a esa cultura tenía que ser incluso más enfático que el de sus pares blancos.

La tensa relación de la clase media negra con la cultura de origen africano fue capturada vívidamente por el periodista afrocubano Rafael Serra cuando formuló la ominosa metáfora del «africanismo» como «enorme pulpo de incontables e inconmensurables tentáculos, [que] se extiende por completo y cada vez más, en todo nuestro cuerpo social». Luchando para escapar de esos tentáculos, Serra insistía en que «nosotros, los que hemos nacido en [Cuba]... nada absolutamente le debemos al África», y rechazaba «todo lo que desdiga de lo que es cultura, de lo que es civismo, de lo que es amor a lo bueno y a lo bello».

Este rechazo se extendía a todo lo que evocara el pasado esclavista, igualmente vergonzoso y contaminante. En su cobertura informativa de las celebraciones del carnaval de 1893, el periódico afrocubano La Igualdad atacaba a las comparsas negras cuyos miembros se vestían como esclavos de plantación, representando «los hábitos y costumbres de los días afrentosos para nosotros... la época ominosa de la esclavitud y el período de atraso en que vivió nuestra raza. Nos apenaba mucho este espectáculo». Estos sentimientos tampoco se circunscribían a Cuba. Poco después del carnaval de 1882 en Buenos Aires, el diario afroargentino La Broma describía «la manera vergonzosa » en que los comediantes «se pintan la cara» y salen a la refinada calle Florida a representar canciones y bailes africanos «que hemos tenido la desgracia de tener que soportar este año». En Montevideo, el periódico afrouruguayo La Conservación protestó en 1871 contra las religiones de base africana, e hizo un llamamiento para «acabar de una vez por todas con estas farsas que no son religiones, estas prácticas que no obedecen a ningún principio lógico y sirven únicamente para indicar los lugares de reunión donde el elemento negro se encuentran».

Dejando de lado unas pocas excepciones, la prensa afrobrasileña era unánime en su rechazo de lo africano y las prácticas culturales basadas en ello, independientemente de que algunos escritores de manera individual o algunas publicaciones estuvieran a favor o en contra del objetivo del blanqueamiento nacional, más controvertido. Los negros y los mulatos que lo defendían podían lógicamente rechazar cualquier conexión entre los afrolatinoamericanos y África. «No pretendamos perpetuar nuestra raza», discurría el diario afrobrasileño O Bandeirante en 1918, «sino infiltrarnos en el seno de la raza privilegiada —la blanca— pues, repetimos, no somos africanos, sino puramente brasileños». Hablando desde una postura opuesta, de orgullo y autodeterminación negro, O Getulino (1924) enfatizaba igualmente su rechazo de cualquier punto de contacto entre los afrobrasileños y África: «África es para los africanos, compadre. Lo fue para tu bisabuelo, cuyos huesos ya han vuelto a la tierra y se han vuelto polvo... África es para quien la quiera, pero no para nosotros, para los negros del Brasil, que en el Brasil nacieron, crecieron y se multiplicaron».

Pero aunque los afrolatinoamericanos que ascendieron socialmente le dieron la espalda a África y se entregaron por completo a sus sociedades nativas, esas sociedades no siempre les devolvieron su entrega. El crecimiento económico provocado por el auge exportador, las ideologías (y las praxis) raciales y el concepto de blanqueamiento se combinaron para producir una situación tortuosa y contradictoria para los negros y mulatos educados y ambiciosos. Una economía en proceso de expansión ofrecía oportunidades significativas para el avance económico y social, pero cuando intentaban aprovechar esas oportunidades, los afrolatinoamericanos hallaban unas barreras raciales que tomaron varias formas: rechazo a la admisión en restaurantes, teatros, barberías, hoteles y otros edificios públicos; rechazo de las escuelas privadas (y en ocasiones de las públicas más prestigiosas) a inscribir a sus hijos; negativa de los clubes sociales a admitirlos; y, lo más perjudicial de todo, discriminación laboral abierta o velada.

Ninguna de estas formas de discriminación se aplicaba con la férrea determinación de la segregación estatal impuesta por Estados Unidos, lo cual llevó a algunos visitantes afroamericanos (afrodescendientes estadounidenses) de la época a concluir que América Latina estaba libre de prejuicios y discriminación. Pero fue precisamente por culpa de esa discriminación y de esos prejuicios —además de por el sentido que compartían los afrolatinoamericanos de ser un grupo diferente tanto de la clase media blanca como del proletariado negro— que este período fue testigo del florecimiento de las instituciones culturales y sociales de la clase media negra. De La Habana a Buenos Aires, los afrolatinoamericanos excluidos de las organizaciones sociales y cívicas blancas se unieron para formar un universo paralelo con similares organizaciones. Éstas incluían clubes sociales de elite, como El Progreso (Santiago, Cuba), el Club Atenas (La Habana), La Perla Negra (Santo Domingo), Kosmos (São Paulo), y otros; menos prestigiosas, pero más numerosas, eran las «sociedades recreativas» (Cuba, Uruguay) y los «clubes de baile» (Brasil); las asociaciones atléticas como Alianza Lima (Lima) y la Asociación Atlética São Geraldo (São Paulo), que organizaban maratones y otros eventos, e incluso esponsorizaban clubes de fútbol; y organizaciones cívicas como la Federación de los Hombres de Color y el Centro Cívico Palmares en Brasil, así como el Directorio Central de las Sociedades de Color en Cuba. En la frontera entre los niveles más bajos de la clase media negra y los niveles más altos del proletariado negro existían las sociedades de ayuda mutua, como el Centro de Cocheros (La Habana), la Sociedad Protectora de los Desvalidos (Salvador), y La Protectora y el Centro Uruguay (Buenos Aires). Y en Argentina, Brasil, Cuba y Uruguay (y quizá también en otros países, en donde quedan por hacer investigaciones sobre las organizaciones negras de finales del siglo XIX y principios del XX), una activa prensa negra hacía de cronista de las actividades de estos grupos.

Los clubes sociales de elite eran probablemente las organizaciones más visibles, porque eran las que más podían atraer la atención favorable de las elites blancas y la gran prensa. La revista ilustrada Caras y Caretas, de Buenos Aires, informaba de varios de estos clubes en 1905, «donde en vez del grotesco candombe o de la zemba... se danza en traje moderno a la manera de Luis XV». Éste era el elogio supremo: los afrolatinoamericanos habían demostrado ser tan exitosos como los euro-latinoamericanos en producir un simulacro de cultura europea en el Nuevo Mundo. Y de hecho, éste era precisamente su objetivo, tal y como el más prestigioso de todos los clubes sociales afrocubanos reconoció implícitamente al escoger su nombre, Club Atenas. «Somos una institución», declaraban sus socios fundadores en 1917, «que refleja el grado de cultura, de elevación espiritual, de inteligencia de los elementos que representamos, así como sus aspiraciones, en constante y progresivo avance». Para estos individuos —comerciantes, abogados, periodistas, estudiantes, propietarios en general—el símbolo más potente de la cultura y el progreso basados en lo europeo que ellos perseguían era la Grecia clásica.

Algunos clubes sociales negros intentaron ignorar la realidad de la discriminación y los prejuicios, construyendo (en palabras de Kosmos, un club de São Paulo) «una nación en miniatura, de la cual somos bravos y ardientes patriotas», «cual barco en el océano inmenso deslizándose por aguas seguras». Sin embargo, sus miembros a menudo consideraron que la discriminación era imposible de ignorar, y las denuncias y protestas de discriminación racial en teatros, restaurantes, escuelas, parques y otros espacios públicos aparecían frecuentemente en las actividades y el discurso de los clubes sociales. Esto sucedía más a menudo en las asociaciones cívicas negras, explícitamente dedicadas a la mejora del grupo racial. En Brasil, Cuba y Uruguay, tres de los países más afectados por la inmigración europea, estas organizaciones generaron finalmente partidos políticos negros.

Por supuesto, la inmigración —y los problemas que había creado para la población negra— fue una de las principales cuestiones con las que lidiaron los tres partidos. Poco después de su fundación en São Paulo en 1931, el Frente Negra Brasileira anunciaba «una dura campaña nacionalista contra la inmundicia extranjera o semi-extranjera» que había entrado en el país durante los últimos 40 años, y exhortaba al gobierno federal a «cerrar las puertas de Brasil [a los extranjeros] durante veinte o más años» para dar a los afrobrasileños la oportunidad de recuperarse del daño que la inmigración europea le había infligido.

El fin de la república y del gobierno monopartidista en 1930 dejó el camino libre para la competición partidaria electoral, y el objetivo del Frente fue crear un vehículo para representar los intereses de los afrobrasileños en esa competición. Se formaron agrupaciones locales en todo São Paulo, en el estado vecino de Minas Gerais, y en Espírito Santo, Bahía y Río Grande do Sul. El ejemplo del Frente incluso viajó más allá de las fronteras del país, propiciando la creación del Partido Autóctono Negro en Uruguay en 1937. El Frente y el Partido Autóctono llevaron a cabo intensas campañas por sus candidatos, pero en ambos casos el voto negro no se materializó. O mejor dicho, cuando lo hizo, no fue a parar a los partidos negros, sino a los partidos establecidos. A pesar de la acusación del Partido Autóctono de que esos partidos «nunca podrán interpretar el problema [racial] en la verdadera realidad», cuando llegó el momento de votar, recuerda un antiguo militante, «la raza [negra] era ser [sic] blanco o colorado y no les interesaba otra cosa. Y eso que nuestra raza hizo una propaganda masiva desde el interior a Montevideo, pero no hubo caso». De los 375.000 votos emitidos en las elecciones nacionales de 1938, sólo 87 fueron para el Partido Autóctono. Los resultados fueron igualmente decepcionantes en Brasil, donde los candidatos del Frente Negra en São Paulo, Salvador y otros pueblos y ciudades recibieron sólo un puñado de votos, y ninguno de ellos salió elegido.

Éste fue también el caso que se dio con el otro partido político negro de esta época, el Partido Independiente de Color (PIC) de Cuba. El PIC fue el producto de medio siglo de movilización política entre afrocubanos: como soldados y oficiales en las tres guerras de independencia, como miembros de los partidos políticos mayoritarios (moderados y autonomistas bajo el dominio español, y liberales y conservadores después de la independencia), y en las «sociedades de color» que se unieron para formar el Directorio Central. Aunque el Directorio cerró sus puertas en 1894, las sociedades locales continuaron existiendo, y otras organizaciones se les unieron a principios del siglo XX, a medida que la clase media negra continuaba su expansión38.

Este nivel de organización, el tamaño relativamente grande de la clase media afrocubana, y la promulgación de un sufragio masculino realmente universal en la Cuba post-independentista hicieron de la población afrocubana una fuerza política que era necesario tener en cuenta. Prominentes políticos, incluyendo presidentes nacionales, cultivaron relaciones con las sociedades negras, y aparecieron regularmente en sus actos. La prensa generalista, incluyendo la voz del conservadurismo cubano, el Diario de la Marina de La Habana, publicaba columnas semanales en las que periodistas y colaboradores negros discutían cuestiones que afectaban a los afrocubanos.

Pero los resentimientos y los agravios seguían presentes. Los participantes negros en el movimiento independentista habían creído que estaban forjando, en palabras del líder independentista José Martí, una república racialmente igualitaria, «con todos y para el bien de todos», ofreciendo la participación plena a blancos y negros. En lugar de ello, el nuevo orden político parecía canalizar la mayoría de los beneficios de la independencia hacia los cubanos blancos, e incluso hacia los inmigrantes españoles, más que hacia los negros. Como parte de su campaña para «blanquear» a la población racialmente mestiza de la isla, el gobierno republicano de los primeros años de 1900 promovió activamente la inmigración española. Una vez llegados a Cuba, los españoles recibieron un trato abiertamente preferente en la contratación laboral, tanto en el sector público (el gobierno) como en el privado. Los veteranos afrocubanos, incluyendo oficiales con distinguidas hojas de servicios en la causa independentista, se encontraron con que se quedaban fuera de los mejores puestos de trabajo en la administración del Estado, mientras que españoles y cubanos blancos que no habían desempeñado ningún papel en la lucha, o que incluso se opusieron a ella, recibieron lucrativas posiciones y nombramientos.

Como en otros países hispanoamericanos, los afrocubanos políticamente activos tendieron a identificarse con el Partido Liberal. Los veteranos y los políticos negros presionaron al partido a través del Comité de Acción de los Veteranos de Color, formado en 1902, y se unieron a la fallida rebelión liberal de 1906. Pero hacia el fin de la década, una parte de veteranos y activistas hicieron un llamamiento para crear un partido político nuevo y definido racialmente. Después de una serie de mítines públicos en pueblos y ciudades de toda la isla, el Partido Independiente de Color fue creado en La Habana, en 1908.

El partido sólo llegó a presentarse a unas elecciones, las de 1908, y sus resultados fueron marginales. En las contiendas electorales para el Congreso, en las que los candidatos conservadores y liberales recaudaron entre 20.000 y 50.000 votos, ningún candidato del PIC recibió más de 11643. A pesar de estos pobres resultados, los liberales veían al advenedizo partido como una amenaza potencial para su control sobre el voto negro. Ya en 1910, el Congreso Cubano aprobó una enmienda a la ley electoral introducida por el senador afrocubano Martín Morúa Delgado para desautorizar los partidos compuestos por miembros de una sola raza. Los líderes del PIC presionaron al Congreso (y reconociéndole su considerable poder en la política cubana, al Departamento de Estado de Estados Unidos) para derogar la enmienda declarándola anticonstitucional. Pero ninguna institución cedió. Más de 200 miembros del partido fueron arrestados durante la primavera y el verano, hasta que las elecciones de ese otoño hubieron pasado.

Frente a esta represión, cientos de miembros y activistas se retiraron del partido. Los que se quedaron decidieron con determinación que no serían excluidos de las elecciones de 1912, y planearon una «manifestación armada» para mayo, para reclamar la derogación de la Ley Morúa. Tal y como sucedía en otros países latinoamericanos en los primeros años de la independencia, en Cuba las acciones armadas de este tipo eran un rasgo común de la competición política, pero en este caso la respuesta del gobierno fue más que atípica. En lugar de arrestar y encarcelar a los miembros del partido, el gobierno lanzó una campaña exterminadora, en la que se mató a la mayoría de sus líderes, a buena parte de la militancia de base y a varios miles de afrocubanos que no tenían conexión de ningún tipo con el partido.

¿Por qué respondió el gobierno con una fuerza tan excesiva? Ciertamente, un motivo era el deseo del Partido Liberal, que gobernaba en ese momento, de deshacerse de una fuente potencial de competición electoral. Sin embargo, al reprimir al PIC de manera tan sangrienta, el partido probablemente se hizo a sí mismo más mal que bien. Durante el resto de la década de 1910 y la de 1920, los conservadores capitalizaron la masacre de manera considerable, y denunciaron al anterior presidente liberal José Miguel Gómez como «el que ametralló a la raza de color», al tiempo que exhortaban al votante negro: «acuérdate de la gran matanza de mayo [de 1912]». Es imposible saber con certeza si estos eslóganes surtieron efecto, pero los liberales perdieron el poder en las elecciones del otoño de 1912, y no conseguirían la presidencia de nuevo hasta 12 años más tarde.

El espectáculo de un movimiento político armado negro reactivó miedos profundamente anclados en la sociedad cubana, miedos de «haitianización» y «africanización», ante la posibilidad de que las fuerzas rebeldes pudieran tomar la isla y convertirla en una república negra. Esos miedos tuvieron un peso específico en la masacre, igual que en la ofensiva del gobierno contra la música y la religión de origen africano. Pero debemos notar que las matanzas se limitaron casi exclusivamente a la provincia de Oriente, el área principal en donde la rebelión se materializó, pese a haber sido ideada originalmente para extenderse por toda la isla. Intentar explicar por qué la rebelión estalló solamente en esa provincia, y por qué la represión gubernamental fue tan extrema, hace que enfoquemos nuestra atención hacia otra fuente de conflicto permanente durante los años de la exportación: las disputas por la tierra.


Nota de la Redacción: El texto corresponde a unos de los capítulos de la obra del historiador George Reid Andrews, Afro-Latinoamérica, 1800-2000 (Iberoamericana Editorial Vervuert, 2007). Queremos hacer constar nuestro agradecimiento a Iberoamericana Editorial Vervuert por su gentileza al facilitar la publicación de dicho texto en Ojos de Papel.
 

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