Decía
Aristóteles que la sabiduría hace más llevaderas las adversidades, pero yo añadiría que el arte las convierte en tesoros. En periodos oscuros, la sociedad suele recurrir al arte para encontrar nuevos caminos, nuevas fórmulas vitales, cuando no es el propio arte el que se encarga de dinamitar la sociedad en decadencia, como ocurrió con el movimiento renacentista de los siglos XIII y XIV en Italia, con respecto al mundo medieval.
Lejos de esta acepción vital, transformadora, en la actualidad se concibe el arte como una subsección del apartado del ocio. Pero lo que puede ser ocio para el espectador, para el artista puede ser un juego de vida o muerte.
Para
Carmen Amaya, a sus seis o siete años, el bailar se constituyó en un asunto de pura y dura supervivencia. En su espléndido libro,
Carmen Amaya. La biografía (Ediciones
Carena),
Francisco Hidalgo recrea el mundo de uno niña que se aferró al arte como medio de subsistencia familiar. El arte como manera de combatir el hambre. Aunque se personifica en
Carmen Amaya, fueron muchos más los niños que intentaron esta vía.
Carmen Amaya nació en el extinto barrio del Somorrostro barcelonés, más que barrio, una acumulación de barracas de madera, cartón, chapas, en donde multitud de gitanos y inmigrantes se levantaban cada día con el reto de sobrevivir como fuera, sin agarraderos, sin trabajo, sin ningún tipo de protección social. Se trataba de una selección natural que se cebaba en todos los barrios pobres: de sus once hermanos sólo sobrevivieron seis.
Por el día, mientras sus padres trapicheaban con ropa, ella agenciaba algo de leña, carbón o gallinas para tratar de mantener el hogar. Por la noche, a partir de los seis años, ya se ganaba la vida marcando sus primeros bailes al ritmo de la guitarra paterna.
Francisco Hidalgo Gómez: Carmen Amaya. La biografía (Ediciones Carena, 2010)
La “capitana” como fue conocida, en sus primeros tiempos iba descalza y desde su más tierna infancia se echó sobre los hombros la responsabilidad de sacar adelante a su clan de hermanos, hermanas, padres, cuñados, primos…, responsabilidad que arrastró hasta después de su propia muerte. Y todo ello lo encomendó a la electricidad de su cuerpo, al arte que, desprovisto de toda enseñanza académica, tuvo que encomendar a la inteligencia de la tierra. La tierra, la sangre, el instinto y los consejos de sus allegados fueron sus maestros. Es cierto que, cuando pudo contar con algún dinero, su padre la apuntó a una academia de baile. Duró media tarde. De alguna manera ella supo extraer el arte uniendo la inspiración a las vibraciones telúricas que la tierra le transmitía. Sus pies robaban la fuerza de la tierra, sus manos la energía del firmamento. Era cuestión de supervivencia. Y el arte surgió como un milagro. Carmen Amaya se convirtió en la
bailaora más genial de todos los tiempos.
Ya famosa, cuando se le presentó la oportunidad de aterrizar en Estados Unidos, su compañía se encontró con un importante contratiempo: tenían que firmar los pasaportes y ni ella ni varios de sus hermanos sabían. Así que tuvieron que permanecer un tiempo aprendiendo y, ya de paso, intentar desentrañar el misterio de la escritura básica. De todas maneras, su “agrafismo” no le impidió ser la
bailaora más sabia de la historia hasta el momento, y es que el arte tiene su propia ciencia y no siempre coincidente con el academicismo.
Pero la biografía que escribe
Francisco Hidalgo va mucho más allá de los contornos vitales de la protagonista. Se trata de un retrato social de la primera mitad del siglo XX. Las condiciones de vida, los centros de diversión, las opiniones de personalidades, los acontecimientos que marcaron aquella Barcelona de principios de siglo. Una época dura, de la que tal vez tengamos mucho que aprender.
Curro Savoy, en la biografía
Silbidos de Gloria escrita por
Miguel Adrover (Ediciones Carena), habla también de una generación de niños, en la que él se inscribe, disputándose latas de cola-cao y billetes de veinte duros (0,60 €) en permanente viacrucis por concursos radiofónicos, habituales en los años 50. Del resultado de ese concurso dependía la comida de unos días. Algunos de esos artistas se agarraron al escenario como un auténtico salvavidas y aún siguen.
Carmen Amaya (vídeo colgado en YouTube por corinayamile)
De todas maneras el arte es siempre un juego entre el ser y el no ser, lo que ocurre es que, muchas veces lo que uno se juega no es la vida física, sino algo interior que tiene que ver con la dignidad, con el crecimiento, con la expresión o con el exorcismo. No todos los que apelan al arte logran entroncarse en él.
Carmen Amaya era su propio estilo. Era el duende personificado, bailaba mientras caminaba y, según su propia confesión, cuando dormía, soñaba que estaba bailando. Tan unida estaba a su propio arte que vivió mientras pudo seguir bailando, o tal vez habría que decir que bailó mientras puedo seguir viviendo. Su baile, al parecer, ayudaba al riñón a filtrar, de tal manera que no pudo sobrevivir la prohibición de bailar.
Carmen Amaya vivió en unos tiempos más adversos aún que los nuestros, nació en 1913 en el seno de una familia gitana originaria de Granada pero tuvo el arrojo de echarse en manos del arte incondicionalmente, dejando que los gemidos de sus hermanos muertos se trasladaran a sus manos, a su mirada de pantera, a su frenética danza. Si había cargado con la responsabilidad de los vivos también supo hacerlo con la de los muertos, con las generaciones de gitanos y payos pobres que “lloran mientras cantan” al decir de
Cernuda. Aquellos que hacen de sus fatigas un
monumento artístico que las universaliza, las calma y las dignifica. “A la familia no se la ama, se la ayuda”, solía decir Carmen Amaya. Ella también ha puesto el grano de arena para todos aquellos que recurren al arte para “matar sus penas”, a que sea reconocido como
patrimonio de la humanidad. Y es que la importancia de Carmen Amaya no estriba en que fuera admirada por
Roosevelt, Greta Garbo, Gary Cooper y todos los grandes artistas de su época. Su importancia radica en que se entregó al arte como medio de dignificación humana.