Llama la atención que Punch desde joven parecía destinado a la
gris existencia de un joven rico, no muy inteligente, apocado, heredero de la
fortuna familiar y lejos de las prendas del periodista. En 1955 fue a las
carreras de autos de Le Mans. Uno de los pilotos perdió el control y su bólido
invadió las tribunas, con un saldo de 82 muertos. Punch, no sabemos si triste, horrorizado
o al borde de un infarto, se retiró del circuito… y no se le ocurrió hablar a su
periódico para pasar la nota.
Era tímido, ensimismado y
no se sentía a gusto entre las ruidosas, vanidosas y frecuentemente fatuas
personalidades de los reporteros y articulistas que se saben miembros de un gran periódico. Ilustra su carácter
lo que le dijo a su hermana Ruth cuando asumió la presidencia de la empresa,
posición en la que nadie le daba muchas esperanzas: “He tomado mi primera
decisión ejecutiva: ¡no voy a vomitar!” Durante las siguientes décadas, sin
embargo, fue responsable de la modernización y expansión del rotativo. Invirtió
en nuevas tecnologías, enfrentó con aplomo terribles conflictos con el
sindicato, promovió secciones que en su momento parecían disparates
antiperiodísticos pero que resultaron fábricas de dinero pronto
imitadas.
Uno de los rasgos de su
carácter era que no por ser el dueño quería que lo obedecieran… pero insistía en
ser escuchado. Contrató a los profesionales más capaces y les dio toda la
libertad que exige esta profesión, con los riesgos políticos y sociales del
caso. Asistía regularmente a la junta editorial de primera plana pero sólo
escuchaba y tomaba nota. Cuando deseaba hablar con el director editorial u otro
funcionario, pedía una cita y aguardaba a ser recibido.
Pero lo que quiero
resaltar de este personaje es un episodio que lo separó de la mediocridad
anunciada: la publicación de un expediente ultra secreto que pasó al imaginario
popular como “los papeles (documentos) del Pentágono”. Debemos a su
determinación, valentía y claridad de su responsabilidad como editor el que esos
documentos hayan salido a luz pública. De alguna manera Punch Sulzberger hizo el mundo un poco
más seguro cuando derrotó la soberbia pretoriana del Pentágono y la Casa
Blanca.
¿Qué fueron -son- los
“Documentos del Pentágono”? Se trata de un expediente de siete mil páginas en 47
volúmenes oficialmente titulado Historia del Proceso Estadounidense de Toma
de Decisiones de Política sobre Vietnam: 1945 – 1967. Fue comisionado en
1967 por Robert S. McNamara, secretario de la Defensa de Kennedy,
en un esfuerzo por sacar a luz y comprender los orígenes del involucramiento
norteamericano en Vietnam.
McNamara era un
muchacho prodigio de Harvard que había sido presidente de la Ford
Corporation antes de que Kennedy lo hiciera Secretario de la Defensa. Era
especialista en control estadístico y no creía en –ni respetaba- lo
impredecible. El suyo era el reino de lo cuantificable y lo medible. Así, reunió
un equipo de brillantes académicos de todas las disciplinas para desentrañar las
causas de un conflicto que desde sus comienzos parecía destinado a ser el
Waterloo norteamericano en el sudeste asiático.
Uno de los expertos se
llamaba Daniel Ellsberg. Cuando conoció la totalidad del estudio pensó de que
era su deber hacer público ese testimonio de décadas de mentiras, errores,
decepciones y carnicerías del gobierno de su país. A finales de marzo de 1971,
entregó una copia a un periodista del New York Times a quien había
conocido en Vietnam.
Así comenzó la
publicación del expediente del Departamento de la Defensa. La primera entrega
apareció el domingo 13 de junio de 1971, bajo un encabezado calculado para ser
lo menos provocador posible: “Archivo Vietnam: un estudio del Pentágono
documenta 3 décadas de creciente compromiso de los EU”, con pase a seis planas
completas de información. William Manchester la calificaría como “la más
extraordinaria filtración de documentos secretos en la historia de los
gobiernos”.
Aunque con el tiempo el
valor estratégico de ese fichero fue puesto en duda, su filtración cimbró
a la administración y ocasionó que por primera vez en la historia de Estados
Unidos el gobierno pidiera a un Juez Federal una orden de embargo precautorio de
información contra un diario por consideraciones de “seguridad nacional”, el
martes 15 de junio de 1971.
Durante 17 días -del
domingo 13 al miércoles 30 de junio de 1971- el futuro de las relaciones entre
la prensa y el Estado se mantuvo en la incertidumbre. Por la tarde de esta
última fecha la Suprema Corte de Justicia desestimó, en votación de 6 a 3, los
alegatos del gobierno de que la publicación del expediente fuera perjudicial
para la seguridad nacional del país, declaró injustificado el embargo
precautorio y autorizó al Times a reanudar la serie. Esta decisión sería
pivotal para el equilibrio futuro entre la legítima necesidad del gobierno de
recurrir al secreto en tiempos de guerra y la legítima necesidad de la comunidad
de enterarse de las acciones de su gobierno.
Punch Sulzberger no permitió al
Consejo de Administración intervenir en la decisión de publicar o no, y despidió
a quien había sido su abogado durante 23 años cuando éste rehusó defender en los
tribunales el derecho del diario a divulgar documentos secretos que los editores
juzgaban de claro interés público. (Al mismo tiempo, en el Washington Post
los periodistas libraron una batalla campal para convencer a los abogados y
a los administradores de que tenían la obligación de dar a conocer esos
materiales a la ciudadanía.)
Durante aquellos 17 días
de junio el diario se enfrentó al gobierno de su país en un ríspido proceso
legal. Éste se empeñaba en demostrar que en tiempos de guerra la libertad de
expresión es una amenaza a la seguridad nacional y por lo tanto a las libertades
fundamentales, y aquéllos en que precisamente la libertad de expresión es la que
fortalece a la nación, particularmente cuando se trata de una guerra no declarada.
Lo que los documentos del
Pentágono no lograron inicialmente, Nixon y sus estrategas sí: los medios
nacionales se agruparon como uno en defensa del Times y el expediente
sobre Vietnam se hizo noticia nacional. Los más influyentes diarios encabezaron
la defensa y pronto entraron al verdadero fondo del asunto: la relación de los
medios con el gobierno y el papel que juegan en una sociedad
democrática.
El caso de los
“documentos del Pentágono” fue un hito en la historia de la libertad de prensa
estadounidense y causa importante para entender qué fue lo que hizo posible que
dos años más tarde el Washington
Post se mantuviera firme en una empresa periodística
tan aparentemente fútil como fue en sus inicios Watergate.
La Suprema Corte concedió
que la publicación de los documentos podría causar serio daño a la política
exterior e interior de la nación, pero una mayoría de los jueces consideró que
era más dañina la censura previa.
El voto de 6 a favor y 3
en contra estableció jurisprudencia que acota seriamente la capacidad del
Presidente y de los altos funcionarios del gobierno para impedir la divulgación
de informaciones potencialmente perjudiciales a la seguridad
nacional.
Los votos en contra
consideraron, en términos generales, que la Primera Enmienda no puede ser
absoluta y que bajo determinadas circunstancias el gobierno está en su derecho
para mantener fuera del conocimiento
de la opinión pública informaciones relativas a la
política exterior y a conflictos bélicos.
Las familia propietaria
del diario, los Sulzberger históricamente se ha visto a sí misma como
depositaria de un bien público. Entre sus integrantes hay el consenso de que la
familia se reserva la última palabra en asuntos concernientes al papel del
diario en la defensa de las libertades ciudadanas. Incluso hoy mantienen el
compromiso de nunca vender las acciones con calidad de voto fuera de la familia,
para jamás perder el control de la compañía.
En el Times
estaban convencidos de que no sólo el periódico, sino el país, perderían
estabilidad y continuidad si la familia abdicaba del derecho a tomar decisiones
contrarias al mercado. ¿Qué sucedería -se preguntaban- si al frente de la
compañía estuviera un administrador que considerara que su principal
responsabilidad era con los accionistas y no con la comunidad? ¿O un director
más preocupado en quedar bien con el Presidente que con los lectores? ¿Cómo se
habría alterado la historia si la decisión de publicar el expediente del
Pentágono hubiese recaído en un administrador profesional y no en
Punch?
Las respuestas son evidentes para el periodista. Me parece que Arthur
Ochs Sulzberger, el sencillo y apocado heredero, nos dio un ejemplo que ojalá
otros editores, en otras latitudes, siguieran. Le decimos, pues, “goodbye, Punch!”