Los viajes, según división
clásica suelen dividirse en lineales o circulares. El lineal arranca en un punto
alfa desde el que el viajero
transita imparable a otro omega. No tiene regreso al punto de salida o casa
matriz. Es la vida, en deambular desde el orto al ocaso o es la peregrinatio de quién, por razones
propias o ajenas, pierde la patria de origen y posiblemente logra otra, la
patria de destino. Si no lograra ni una ni la otra, su lugar sería el permanente
exilio. El segundo viaje, el circular, se arranca desde un punto, recorre
espacios elegidos o impuestos y el viajero regresa cargado de experiencia al
punto de origen. Es el viaje de Ulises como paradigma. Sin embargo, Luis nos
muestra otro, el viaje elíptico, que él denomina “espiral”. No se trata de un
viaje circular ni lineal en los que la sucesión de aconteceres es previsible, grosso modo, en los que los grandes
hitos se prefiguran o se limitan a cumplir “los ritos de paso” culturales. El
viaje en espiral se somete a la didáctica, a la contradicción, pues coge y
recoge cuanto se encuentra. La espiral es abierta, flexible, acogedora,
integradora, recibe y dona, elabora y propone. El sujeto agente es protagonista
y la catarsis le asedia, debe purificarse tras cada andadura. Recibe la vida
como metanoia, pues la sorpresa le tienta y está obligado a
recibirla.
Una vez más el creador de Viaje espiral, Luis Farnox, responde a
su prototipo, el creado en sí y por sí mismo, pero sin caer en la epsidad, en el
ensimismamiento, pues al ser “su viaje” elíptico deja puertas abiertas. Es
generoso y necesitado de los congéneres. Es participativo. Estamos ante un viaje
poético, sin duda, y el autor así lo pretende. Un viaje con múltiples carteles
de salida y de regreso, hacia lugares ignotos o conocidos. Este viaje de Farnox,
además, es metafísico. Nos conduce a las entrañas del ser, propias o extrañas.
Es vital por su necesidad de abrir veredas nuevas, por volver sobre las
pisadas, girando y abrazando cuanto le rodea.
El poemario, en 134 páginas, es
la expresión de un viajero intrépido y libre, de ahí la abundancia de voces,
formas y costumbres que recoge y que bien expresa Ramón
Irigoyen en el prólogo que lo introduce más la advertencia
preliminar del propio autor. Es un conjunto de poemas polimorfo, atrevido y
sorprendente en el que las metáforas vuelan a golpe de guiños literarios en
versos libres o en unos sonetos, métricamente perfectos, donde el autor
manifiesta, otra vez, su pericia en el manejo de los registros clásicos. Para
enriquecer tanto creatividad, o si los versos no fueran modo suficiente, los
ilustra con sus “dipoemas", dibujos
propios que dan otra faceta más del creador y que acompañan a los poemas de modo
independiente o ajenos, mas son una invitación al lector a que se implique en el
resultado creativo.
El autor en la “advertencia” da
las claves: “Viaje espiral es un
trayecto sin itinerario, una travesía de luz y sombras. Para ser narración
contiene demasiadas claves líricas, para ser poesía utiliza demasiados vínculos
narrativos. Contiene referencias bíblicas, teorías imposibles, conjeturas
inadmisibles, alusiones a zombis sentimentales, demonios celestiales, ángeles
animales (…) y todo esto no es casual (….) intencionadamente caótico. Con ello
se busca escapar constantemente de la vía sin llegar al descarrilamiento” (pág.
14-15).
Juegos de palabras, imágenes,
variaciones, reflexiones, mantras, alusiones, seres regresados, etc. van
circulando en espiral y en un ritual de riquezas en los que la lectura final de
un poema conduce al siguiente u obliga a retroceder a otro previo o para
complicarse con el autor en un permanente vaivén poético imparable.
El lector, pues, se hace cómplice
entre la humanidad de los mil rostros, que aparecen tras tópicos poéticos (amor,
libertad, llanto, protesta, muerte,…) que dejan en evidencia la orfandad del rey
mendigo de la creación, el hombre. Tanta abundancia de recursos, contenidos y
formas raramente se recogen en tan poco espacio. Luis Farnox lo logra, para ello
hubo de recorrer su propio viaje (vida-muerte-vida), una peregrinatio propia y experiencial, de
ahí que el poemario nace en lo auténtico, no es folklórico ni hueco. Responde a
la experiencia que pedía Gabriel Celaya para la poesía como metaforización de la
realidad.
Desde esta experiencia límpida se
adentra en “el río de Heráclito”, no lo obstruye, sobre él fluye y se deja
llevar “en travesía de luz y de sombras”, de palabra; palabra vinculada a la
música. Quizá Fernox se vincularía heréticamente, con Prisciliano, quién
defendía que antes que la palabra (verbum) existía la música, la melodía de
las esferas. Al menos en nuestro caso valga la unión de música y palabra, que
sean en el tiempo.