Si enemigos y detractores son un buen baremo para juzgar el tamaño de algo,
y en lo que a la creación artística y literaria se refiere es frecuente que lo
sean, la
Nouvelle Vague (nueva ola) fue grande como ninguna otra escuela
cinematográfica. Yo supe de ella hace ahora 23 años, cuando en dos cines de la
cartelera madrileña coincidieron las reposiciones de
Al final de la escapada
(1960) e
Hiroshima, mon amour (1959), ambas –junto con
Los
cuatrocientos golpes, presentada en Cannes también en el año 59- integrantes
del tríptico inaugural del cine moderno.
A François Truffaut y a Claude
Chabrol los había descubierto con anterioridad junto a mi madre, en esas salas
de arte y ensayo del madrileño barrio de Argüelles, que aquí y en Francia fueron
a mi adolescencia lo que son a nuestros días las de versión original. Pero mi
primer Truffaut -
La noche americana (1973)- ya no era aquel cineasta
rompedor de sus comienzos, con lo que, en mi primer contacto con él, no me
conmovió como lo hicieron Jean-Luc Godard y Alain Resnais.
Ello no fue
óbice para que la primera película cuyo asunto era el cine que tuve oportunidad
de ver -el díptico de Vincente Minnelli,
Cautivos del mal (1952) y
Dos
semanas en otra ciudad (1962), llegaría mucho después- me descubriera a un
cineasta magistral que con el tiempo llegaría a convertirse en uno de mis
favoritos. De hecho, fue aquel título del gran Truffaut el que hizo que para mí
el cine dejara de ser mi afición por excelencia, lo que venía siendo desde que
en 1963, contando yo tres años de edad, me llevaron a ver
Tres lanceros
bengalíes (Henry Hathaway, 1935) y
Hatari! (Howard Hawks, 1962).
Vista
La noche americana, el análisis de la realización cinematográfica
empezó a convertirse en una monomanía, una suerte de adicción de la que
obtendría el segundo de mis cuatro únicos placeres.
Chabrol, descubierto
en
El carnicero (1969), simplemente me inquietó. Pero Truffaut me
catapultó a la cinefilia de idéntica manera que Hergé me descubrió el cómic
belga, Malcolm Lowry la literatura maldita y alucinada y Gene Vincent el
rock
&
roll.
Aún daba mis primeros pasos en la Filmoteca -cuya
sala de proyecciones se encontraba entonces en el hoy desaparecido cine Príncipe
Pío-, aún descubría los clásicos norteamericanos, cuando los paseos de Patricia
Franchini (Jean Seberg) por los Campos Elíseos, voceando el “New York Herald
Tribune”
, y la sensualidad de Emmanuelle Riva me llegaron a lo más hondo
del corazón. Corría 1980 y la
Nueva ola española hacía furor. Aunque
nuestra
Nueva ola, trasunto de la
New Wave inglesa, se
circunscribió básicamente al rock, el parangón con la
Nouvelle Vague
surgió inevitable: Patricia Franchini se me antojaba tan moderna como las
musas más admiradas del Rock-Ola, La Bobia y demás cenáculos de la
Movida
madrileña. Es más, el atuendo de muchas de ellas parecía inspirado en el de
la más maravillosa vendedora que jamás haya tenido el “New York Herald Tribune”.
Yo ya era -como sigo siendo- un apasionado espectador del cine antiguo
-amado hasta la obsesión, pero antiguo- cuando la
Nouvelle Vague, entre
tanta grandeza pretérita, me descubrió el cine moderno. La primera vez que vi
Al final de la escapada -y días después, en la misma sala
Pierrot el
loco (1965)- me senté en la butaca creyendo que me aguardaba el testimonio
de un tiempo perdido del que vendrían a darme noticia sus mejores ficciones, sus
mejores películas, imágenes tan fascinantes como todas las que iba descubriendo
en mi aún incipiente cinefilia, pero que, al igual que Ayesha, -la divinidad que
imaginara Henry Rider Haggard- sólo admitían ser vistas por quien rindiera un
verdadero culto a su belleza. Me equivoqué. Veinte años después de que
revolucionara el cine mundial, la propuesta estética de Godard era mucho más
moderna que la de cualquiera de los videoclips que no tardarían en proliferar
Tráiler de Los cuatrocientos golpes, de Françcois
Truffaut (vídeo colgado en YouTube por javalz19)
Fue ése,
el de la modernidad ni más ni menos, el capítulo que abrió en la Historia del
cine la
Nouvelle Vague. De ahí mi sorpresa cuando, en vez de ser algo
incuestionable como John Ford, el Neorrealismo italiano o el cine de terror
producido por la Universal, empecé a apreciar en mis primeras discusiones de
cinéfilo una clara animadversión hacia aquella generación de cineastas galos. Me
chocaba sobremanera que hubiera, como había, alguien capaz de defender a Pier
Paolo Pasolini, un realizador tan repelente como cualquier otro creador
obsesionado con lo escatológico, en detrimento del gran Godard, quien -como con
tanto acierto señala Esteve Riambaul (1)- «incluso antes de estrenar su primer
largometraje estaba sentando las bases del cine moderno».
En el fondo
del desdén a la
Nouvelle Vague que encontré en mis primeras discusiones
de cinéfilo se hallaba la reacción, el odio a lo nuevo por ser nuevo. Reacción
que, aunque revestida de algo tan supuestamente revolucionario como lo era el
marxismo cuando Pasolini -como el buen comunista que fue- dudaba de Godard y
Truffaut desde el prisma marxista, no era más que ese miedo cerril que suscita
en el reaccionario la novedad, lo desconocido.
Mucho antes de mis
primeras discusiones de cinéfilo con aquellos compañeros de la Filmoteca, junto
a quienes intenté dilucidar una de las grandes dudas que atormentan mi
existencia: si el cine abandonó la imagen silente -que no muda- antes de haber
experimentado con ella hasta sus últimas consecuencias, las primeras líneas que
inspirara aquella impagable generación de cineastas galos, definidos por
François Truffaut como un «grupo de fanáticos» (2), ya rezumaban esa
animadversión a la que me refiero por parte de los comentaristas. Así, en 1960,
Jacques Siclier, uno de los primeros críticos en dedicarles un estudio, les
niega en sus páginas lo único que era a todas luces innegable, la novedad,
cuestionándola en el mismo título original -
La Nou velle Vague? (3)-
mediante un signo de interrogación. Con tan desafortunado plan tea miento, abre
el texto argumentando la perogrullada de que todos los cineastas franceses que
se han dado a conocer anteriormente -ante cuya obra, aunque rebata aquí la
tendenciosa utilización que hace Siclier de su debut, me descubro emocionado-,
constituyeron una
Nouvelle Vague si los primeros estrenos de dos o tres
de ellos tu vieron lugar en las mismas fechas. «Todos los meses se anuncia la
agonía de la
Nouvelle Vague», escribió Truffaut con motivo del estreno de
Paris nous appartient (4)
. Meses después, Félix Martialay,
en la introducción a la edición española del texto de Siclier (5), sostiene: «No
hay duda de que la
Nouvelle Vague responde a los jóvenes acomodados, un
poco los hijos de papá de vida artificiosa, de Saint-Tropez más que de
Saint-Germain-des-Prés. Inconformismo derechista en el fondo perfectamente de
limitado por sus personajes, monocordes en lo social, en lo ciudadano y hasta en
el amor. Los héroes se parecen unos a otros, tal y como se parecen los jóvenes
de hoy entre sí. A las heroínas les ocurre otro tanto, son portadas, todas
ellas, de revista europea. Los ambientes y las calles, los problemas y su
solución... todo está dentro de una línea burguesa que, como algunos han notado
bien, puede ser una reacción a la mugre existencialista». Leído esto, sorprende
que bajo la dirección de Martialay, la revista “Film ideal” fuera un calco de
“Cahiers du cinéma”, como veremos en las páginas siguientes, una de las
principales referencias de la
Nouvelle Vague.
En 1969, cinco años
después de concluido un movimiento que como mucho podemos prolongar hasta 1965,
José María Picó Junqueras apunta en la entrada que le dedica en el segundo tomo
de la “Enciclopedia ilustrada del cine” (6)
, que el de estos realizadores
franceses «es una apología del libertinaje y no refleja, salvo raras
excepciones, la realidad objetiva de su país ni del mundo que los rodea, por lo
cual repiten casi siempre los mismos ambientes y personajes esnobs». Si bien
incluso el mismo Martialay situó «fuera de lugar» a los críticos que
pretendieron enjuiciar a la
Nouvelle Vague desde una perspectiva
marxista, a este respecto cumple recordar que
El soldadito (1960), la
segunda película de Jean-Luc Godard, permaneció prohibida durante tres años por
sus continuas referencias al conflicto argelino que se libraba a la sazón. Más
aún, a todos aquellos necios de las condiciones objetivas, que todavía es ahora
cuando olvidan el stalinismo confeso de Pablo Neruda con la misma alegría con
que ignoran que el pasado siglo, los comunistas, puestos a matar gente,
superaron incluso a los nazis, cabría recordarles que el gran Godard -siempre
acomplejado por su orígenes burgueses- abandonó el cine comercial para dedicarse
al cine militante tras las revueltas que conoció París en mayo de 1968. Para los
convencidos de que el cine estaba obligado a contribuir a la emancipación de un
proletariado que estaba dejando de serlo, tampoco contaba el antimilitarismo de
Truffaut. Para ellos, con la misma mentecatez con que exigían que el sujeto
narrativo de cualquier ficción fuera un obrero o un campesino, sólo valía la
debilidad que el autor de
Los cuatrocientos golpes sentía por Peatin;
sólo consideraban el catolicismo de Rohmer.
Una animosidad idéntica,
aunque con distintos argumentos, inspiró -y aún inspira- a quienes no entienden
más lenguaje fílmico que el del plano y el contraplano como mandan los cánones.
Sin menoscabar en modo alguno el cine clásico, al que como cualquier cinéfilo
que se precie reverencio y rindo culto con el mismo entusiasmo con que execró el
adocenamiento de la producción actual; a esos dogmáticos que se negaban a que
los trávelings dejaran de seguir o acercarse a actores u objetos, como mandaba
la tradición, para convertirse en «un enunciado moral» -Godard
dixit- hay
que compararles con quienes desprecian el surrealismo, el arte abstracto o el
teatro del absurdo porque no lo entienden. Como apuntaba Truffaut en sus
combativas reseñas, los enanos criticaban a Gulliver.
Al fina de la escapada (1960), de Jean-Luc
Godard y música de Miles Davis (vídeo colgado en
YouTube por quintaespada)Una variación de estos mentecatos, que
desprecian al gran Godard -junto con Jacques Rivette, el realizador más
representativo de la
Nouvelle Vague de todos sus integrantes- porque nos
propone voces en
off sobre planos de la nuca de sus actores, son los que
denostan la
Nouvelle Vague por literaria. A estos que se permiten
criticar a Alain Resnais por sus voces en
off, hay que decirles que en el
cine, lo que no es literatura, es fontanería. Una película es una narración. La
narración, y más aún si ésta se debe al gentil arte de la ficción, tal es el
caso del noventa por ciento de las cintas, es literatura. Todo lo demás: la
belleza plástica de la fotografía, la fiel reproducción de la realidad de una
puesta en escena..., en última instancia, a ese edificio que es la narración,
son su fontanería. Lo que verdaderamente importa es lo contado, la narración,
que la literatura conmueva o divierta al espectador.
Avaricia (1919),
Nanook, el esquimal (1922) y
El fantasma de la ópera (1925) sólo
son tres de las muchas películas silentes que han llegado hasta nosotros en
copias maltrechas, donde la fotografía es prácticamente inapreciable. No
obstante lo cual, nos conmueven. Nos emocionan como no consiguen hacerlo la
mayor parte de los churros que nos enjareta el Hollywood de nuestros días con
todo el preciosismo de su fotografía y la colección de Oscar que la Academia de
Ciencias y Artes Cinematográficas estadounidense tenga a bien concederles. Ese
desprecio a todo lo que no sea el cine de acción enmarcado en el más rancio
esquema de planteamiento, nudo y desenlace, es la prueba irrefutable de lo
alienante que es para el espectador el adocenamiento que caracteriza a Hollywood
desde comienzos de los años ochenta. Cuando Godard dice que sólo hay una postura
de cámara: la ética, porque todas las de más son inmorales, no está, en modo
alguno, mezclando la velocidad con el tocino, como suponen los adoradores de
Indiana Jones, Luke Skywalker y la repelente Scarlett O’Hara. Lo que el maestro
sugiere es que para fotografiar la secuencia sólo se puede emplazar el
tomavistas donde el realizador crea que debe hacerlo. Colocar la cámara en
cualquier otro sitio, obedeciendo al
postalismo del paisaje, el lado
bueno de la actriz o la suntuosidad del decorado, como es la norma entre el
noventa por ciento de los cineastas, es una falta a la ética de la realización
cinematográfica.
Moderna en el sentido peyorativo en que la grey, la
mayoría, los temerosos de cuanto sea nuevo dan a la palabra, la
Nouvelle
Vague -placer de una minoría de cinéfilos tan fanáticos como los cineastas
que la integraron- lo fue tanto que aún ahora, más de cuarenta años después de
su irrupción en el panorama cinematográfico internacional, sus imágenes tienen
plena vigencia. Ahora, que en nuestro primer mundo el campesinado es algo mucho
más próximo a la ciencia ficción que la cibernética, cualquiera de los planos de
Patricia Franchini y Michael Poiccard, alias
Laszlo Kovaks (Jean-Paul
Belmondo), bajando los Campos Elíseos en
Al final de la escapada
proporcionaría un atractivo salvapantallas para el ordenador. De hecho, el
famoso gesto de Belmondo pasándose el pulgar por los labios se ha convertido en
todo un clásico dentro de los tics de la publicidad. Seguro que significa algo
que el diseño, según parece el arte de nuestro tiempo, recurra con tanta
frecuencia al primer largometraje de Godard.
De todos los nuevos cines
surgidos entre finales de los años cincuenta y comienzos de los sesenta: el
Free-cinema inglés -Tony Richardson, Karel Reisz, Lindsay An der son...-,
el cine
underground norteamericano -Jonas y Adolfas Mekas, John
Casavettes, Kenneth Anger, Lionel Rogosin, Andy Warhol...-, el Cinema Nôvo
brasileño –Glauber Rocha, Carlos Diegues, Ruy Guerra...-, el Nuevo Cine español
-Basilio Martín Patino, Miguel Picazo, Francisco Regueiro-, el nuevo cine
japonés -Nagisa Oshima-, la Nova Vlna checoslovaca -Milos Forman, Jan Nemec,
Karel Kachyna...-, la
Nouvelle Vague -que fuera ejemplo de todos ellos-
fue el único que tuvo una incidencia directa en la transformación del lenguaje
cinematográfico. Al día de hoy, la
Nouvelle Vague es el único de aquellos
nuevos cines que sigue plenamente vigente. Desde Bertolucci hasta Lars Von
Trier, la mayor parte de los cineastas más sugerentes de los últimos cuarenta
años son epígonos del gran Godard.
Si en lo que al aspecto
cinematográfico se refiere, de la vigencia de la
Nouvelle Vague viene a
dar prueba hasta la obsesión de Hollywood por hacer
remakes de los éxitos
del gran Truffaut -con un desatino que excuso decir, por supuesto-, respecto al
aspecto cinéfilo podemos expresarnos en idénticos términos. La cinefilia es por
excelencia revisionista, nunca mejor dicho. Aunque, como bien afirma el autor de
Al final de la escapada, para el cinéfilo,
Nosferatu (1922) no es
una película antigua, la cinefilia se alimenta de placeres y delicias que para
los amantes de los efectos especia les, las secuelas y los artificios que
constituyen el cine de nuestros días, no son más que antiguallas. Pues bien, la
Nouvelle Vague es el único de los mitos cinéfilos plenamente vigentes,
plenamente modernos hoy en día. La imagen de cualquiera de sus películas podría
ser –y puede que lo sea- la de la portada del ultimo
cd del
dj de
moda. Con la
Nouvelle Vague -con el nunca bien ponderado Jean-Luc Godard
especialmente, quien divide en antes y después de él la historia de la pantalla
sonora- nace el cine independiente, a la vez que el experimental da su paso más
grande. Con la
Nouvelle Va gue -que es al cine lo que al rock la
New
Wave- nace ese amor a la filmoteca, esa pasión desmesurada por las
películas, la cinefilia misma como hoy la entendemos. De ahí mi asombro en el
año ochenta al apreciar esa animadversión que inspiraba a buenos
cinéfilos.
Hiroshima, mon amour (1959), de Alain Resnais
(vídeo colgado en YouTube por cfreidrichs)Y así, mientras
dilucidaba cómo podía haber compañeros de pasión que denostaran a quienes habían
inventado -si se me permite la expresión- el placer de nuestra monomanía,
descubrí a Eric Rohmer en la misma pantalla que
Al final de la escapada.
Fue con
La mujer del aviador (1981), uno de los grandes éxitos de la
sala. Sala cuyo nombre, tomado de
Lemmy contra Alphaville (1965), una de
las cintas claves de Godard, es toda una declaración de intenciones. Aunque
minoría -a la minoría siempre (Juan Ramón Jiménez)- tampoco faltaban
incondicionales de la
Nouvelle Vague. Lector ya de todo lo referido a sus
integrantes que caía en mis manos, sabía que durante años, la única razón de ser
de la revista “Positif” fue rebatir las tesis de “Cahiers...” y denostar a
Godard. Ante este panorama llegué a creer que todos mis camaradas de monomanía
escribían para “Positif”. Comprobar que no era cierto fue un alivio.
El
descubrimiento de Rivette, el otro miembro de la plana mayor, fue una labor tan
placentera como pausada que comenzó en una proyección de
La religiosa
(1967) que tuvo lugar en uno de aquellos cinestudios, cuyo nombre no
recuerdo, que animaron el Madrid de mi juventud.
No olvido, sin embargo,
que en 1980 tuve oportunidad de asistir al cineforum con Godard que se celebró
en los Alphaville con motivo del estreno de
Sálvese quien pueda (la vida)
(1980). La primera de las fotos que decoran la barra del bar de aquellas
salas da prueba de aquella velada. Dicho cuanto precede, creo que no hará falta
que escriba sobre la satisfacción que supuso para mí conocer en persona a un
cineasta que, con la de vueltas que ha dado el mundo desde entonces, sigue fiel
a cuanto escribió en sus artículos de “Cahiers...” Ni siquiera el gran Truffaut
fue tan coherente como aún ahora lo sigue siendo Godard.
Para mí, la
Nouvelle Vague es un dogma de fe. Como al cómic belga, al
rock
&
roll y a la literatura alucinada y maldita, a sus integrantes
les debo algunos de los mejores momentos de mi vida. Su obsesión por el análisis
de la realización cinematográfica aún sigue siendo ejemplo de la mía.
NOTAS
1.- El cine francés 1958-1998. Paidós
(Barcelona, 1998). Pág. 57.
2.- Las películas de mi vida.
Ediciones Mensajero (Bilbao, 1976) pag. 325.
3.- La nueva ola.
Ediciones Rialp (Madrid, 1962) pág. 32-33.
4.- París nos pertenece,
no estrenada comercialmente en España. La películas no exhibidas
comercialmente en nuestro país serán citadas por su título original. Igualmente,
el año facilitado, lo será sólo en la primera vez que se las aluda y
corresponderá al de su estreno.
5.- Op. Cit. Pag. 21.
6.- Editorial
Labor (Barcelona, 1970).