Con una carrera cuidada y firme, Rosana Acquaroni
publica con la zaragozana Editorial
Olifante su último libro titulado Discordia de los
dóciles. Ya el título es sorprendente. Su inesperado juego de contrarios
nunca fue tan acertado. En este libro, Acquaroni da voz, palabra escrita como
una huella que quedará para siempre, a todos aquellos –a todos nosotros-
que habitan el tiempo con la sensación de existir siempre al otro lado.
Pero no caigamos en el error. La voz poética de Rosana Acquaroni no se
desenvuelve en un grito exaltado de proclama. Es algo mucho más profundo. La
poesía en este libro se encarga, con vertical transparencia y levedad, de
presentarnos a aquellos que nunca fueron héroes –tampoco ninguno de nosotros lo
fuimos alguna vez-. Poco hay de épica en estos versos y sí mucho de humanidad,
de lírica humanidad. En todos y cada uno de los libros de Acquaroni puede verse
cómo el gesto del día -el lugar de todos- está impregnado de poesía, de esa otra
manera de estar en ese mismo mundo. Recuerdo dos de los primeros versos de leí
de ella: “La ventanilla de un tren / puede llegar a contener el mundo en un
instante”, de su libro Lámpara de arena (2000). Yo iba en un tren a
París y la poesía se empeñaba en aparecer como una invocación. Esa misma
ventanilla de ese tren a París contenía el mundo en un solo instante. Algo tan
simple y lógico como es el viaje, la borradura fugaz del paisaje atardecido
fueron convocados en dos versos, de repente, a golpe de página.
En Discordia de los dóciles retoma ese viaje poético que no clama,
sino que atrae, presenta en el papel a todo aquello que está mudo. Uno de
los primeros poemas dibuja a la perfección en qué va a consistir esa invocación
a los hombres del silencio:
Como un cuadro que ha sido
descolgado a destiempo
y deja una marca gris en la pared vacía,
mi cuerpo se desprende
más allá del olvido,
ocupa su lugar.
Como esa marca actúa el verbo poético de Rosana Acquaroni. Tiene el don de
desposeer a la palabra de todo su disfraz engañoso. Sabe tejer los versos para
hacer del poema un peplo hermoso. Quizás como Perséfone tejía el universo. Ese
desprendimiento del cuerpo trasciende para convertir ese olvido en parcela de la
memoria. “Mis poemas no quieren ser órganos de precisión, sino pedazos de olvido
ganados al recuerdo; piezas que no se encastran sino fluyen, dejan correr el
aire en los resquicios; nombran la transparencia”, escribe la poeta. Nombrar la
transparencia de los débiles, la rebelión del amordazado. Eso emociona cuando
sabe hacerse y ella lo sabe hacer, porque creo que no sabe hacer poesía de otra
forma. En su poema “Anorexia” escribe:
Ella
sueña con despertarse en otro cuerpo,
un cuerpo ingrávido que ruede
o se deslice
en el silencio inservible
de las cosas.
No se deja tocar.
Hay mucha sensibilidad en estos versos, también mucha poesía, mucho
dominio exacto de la palabra. Y esto se sabe por la facilidad con la que sus
versos se hacen nuestros, se convierten en esa ventana de un tren a París, tan
de repente. La poesía de Acquaroni consigue –sólo los buenos poetas lo hacen-
despojarse de todo, volverse transparente para llegar al lector como una
presencia anónima que no quiere ser dicha, tan sólo pretende quedarse y hacernos
ver que todos y cada uno de nosotros formamos parte de ese lugar. El
sobrecogedor poema “La sombra del maltrato” vuelve a recordárnoslo. Lejos de una
visión compasiva, la poeta nos lleva al reconocimiento feroz del dolor fino,
hilvanado. Y todo eso nos deja sin palabras: “Como al amo que esconde / su
señuelo / a veces le suplica. // Después / guarda cada pedazo / de corazón
dormido / y amordaza su cuerpo.” Estas palabras tienen el poder transformante de
ser el otro de manera diferida, el otro que parece que nunca somos ni
seremos. Al fin y al cabo, no es que nos convirtamos en otra cosa, más
bien es al revés: la palabra emerge siendo nuestra desde mucho antes de ser
dicha, casi como cuando expiramos el aire, el corazón ya siente que un nuevo
aire va a llegar al interior de nuestro cuerpo. Somos lo que nos falta, aunque
no lo sepamos. Pero este libro ayuda a recordarlo:
Bajo la piedra
se esconde un cauce oculto
un manantial de cal itinerante,
un corazón talado
que sangra todavía.
Esto reza el final del poema segundo de “Desaparecidos”. La poesía también
revisa la historia, tiene una mirada que reconstruye. Somos lo que nos falta,
pero también somos lo que fuimos una vez. Y en estos tiempos de memoria
desahuciada y miseria emocional, libros como éste son necesarios y curativos.
Poesía solidaria, curativa, es la que hace falta en días como
estos:
Hay hombres que zozobran cada día
mientras otros descansan
en suntuosos camarotes.
Hay vigías cavando acantilados,
levantando alambradas infinitas,
socavando una herida interminable
entre dos mundos.
Esos dos mundos desdibujan al hombre. Esa grieta, ese intersticio se
rellena con silencio. Y es cuando la poesía se vuelve necesaria. No denuncia,
presenta limpiamente la tragedia y eso hace que cada verso sea un golpe más de
conciencia para volver al mundo.
No hay en este libro ningún aliento utópico ni un ansia de purificación, sino
que cada poema se presenta como un mirar hacia un lugar necesario, deshabitado y
repleto de silencio:
Han venido hasta aquí para quedarse
descargar la ceniza
que interminablemente
se deposita en la esperanza.
Traen palabras de esparto, una muda sencilla,
y un dolor habitado y habitable.
Sin embargo, sí que hay mucha belleza y mucha educación sentimental, una
profunda dimensión ética, como muy bien apunta la poeta Amalia Iglesias Serna.
Es un libro que ennoblece a quien lo lee y puede hacer bueno a quien se deje
tocar por cada una de las palabras de este poemario. No se es la misma persona
cuando se lee el último poema. Yo no lo fui:
El rescoldo se rinde a la ceniza
el paisaje no alumbra
entenebrece
Sólo la noche existe.
Arde una tenue sombra
-es la esperanza-
abierta surco a surco
en medio del vacío.
Libro emocionante, cadencioso, que nos hace agradecer el placer de los
reencuentros en la poesía.
Marta López Vilar, Madrid, 30 de marzo de
2012
BREVE SELECCIÓN DE
POEMAS
MARCAS DE LA LOCURA
Contemplo a una mujer
sin rostro
ante el espejo.
Parece que regresa de algún mundo.
Lleva el alma vendada
y la boca cosida
con un ancla de labios y tristeza.
Cruza las avenidas,
huye
tras la añoranza de sus pasos.
No hay camisa de fuerza
y sin embargo, arrastra
su cama de cartón descolorido,
el tetrabrik que calma la miseria.
- Está el mar inclinándose ante mí; no os oigo
respirar.
Alguien viene a buscarme.
Las voces no responden.
- No torturéis mi alma, pertenece a la nieve.
Tras los muros le aguardan
su lecho inmaculado,
el vasito de plástico con la dosis pautada
y la tiniebla blanca
de un paraíso ausente y sosegado.
***
III
Es la conciencia insomne
la que arde
como una oscuridad desencajada,
como una claridad
que ha descendido a los infiernos
para que yo desande
esta alambrada vuestra,
busque mis propios pasos,
descosa los pespuntes de la ira,
me encamine a las trampas.
Cómo he podido
durante tanto tiempo
permanecer
aquí,
tan dividida.
Doy el siguiente paso
emprendo aquel camino
que va de la aridez
a la nostalgia.
***
VI
La oscuridad nos muestra
lo que la luz esconde.
Hay tramos de silencio y de quebranto,
hay pedazos de hombre,
astillas que germinan en cauces tortuosos.
Hay arrestos impunes
y pan
domiciliario
hay aviones nocturnos
que parten cada día,
sobrevolando crímenes y estados.
Traficantes de almas
y fondos monetarios,
instrucciones precisas
para el sometimiento de los dóciles.
***
IX
Cada fósforo enciende
la caverna del mundo
la ceniza que duerme
sobre la claridad de la tormenta.
Reverbera en tu rostro la penumbra.
Es
la cara ciega del vivir
-sus fríos aposentos-,
un fugaz espejismo
del frondoso destierro que es la vida.
***
LA CLARIDAD DE ATURDE
La claridad te aturde
no quieres despertar.
Una lluvia menuda comienza a descalzarse,
a trepanar la tierra poco a poco.
Se desata el fragor de la discordia.
Todo se desorienta
se desborda.
Los dóciles comienzan a estar vivos.