La hija de Robert Poste (1932, ganadora del
Prix
Femina-Vie Heureuse en 1933) narra la historia de una joven que,
tras quedar huérfana, se ve obligada a vivir con unos parientes lejanos y
desconocidos que viven en el más lejano y desconocido
condado de
Sussex, dedicados al cultivo de tierras y ganado y a unas
excéntricas aficiones. En la granja Cold Comfort Farm conocerá a sus primos los
Starkkadder, un grupo de extravagantes personajes cuyo extraño comportamiento
chocará con el educado y resuelto temperamento de Flora quien, como una moderna
Emma (en claro homenaje a las novelas de
Jean Austen), tratará de
cambiar la vida de sus parientes a través de sus artimañas y encanto personal.
Flora Poste y los artistas, publicada dieciséis años después –el
tiempo que transcurre en la historia de ficción corresponde con los años que
esperó la escritora inglesa para escribirla y publicarla–, retoma a una Flora
más madura pero igual de encantadora e irónica. Tras enterarse de que Cold
Comfort Farm, reconvertida en un museo que recrea el “auténtico estilo rústico
inglés”, albergará una convención de artistas e intelectuales, decide volver a
Sussex para visitar a sus parientes. Allí descubrirá los desagradables cambios
producidos en Cold Comfort Farm y, resuelta a devolver la granja a su estado
original y a sus verdaderos dueños, volverá a desplegar su ingenio y astucia
para ayudar a los Starkkadder.
El humor en La saga de Flora
Poste Uno de los aspectos más interesantes que caracterizan las
novelas que reúne
La saga
de Flora Poste es la clara
apuesta por el humor
sobre la propia historia. No interesan tanto las peripecias de Flora en la
casi extraterreste Cold Comfort Farm como la manera en la que
Stella
Gibbons las relata, jugando con la caracterización de
personajes mediante diálogos y situaciones humorísticas y con los códigos
narrativos de los géneros de los que se burla.
La base de ambas novelas
es su
inteligente uso del lenguaje, escorado hacia las satisfactorias
texturas del humor. El humorismo de
La hija de Flora Post y
Flora
Poste y los artistas no reside solamente en la consecución de divertidos e
irónicos diálogos entre la protagonista y los personajes que la rodean (desde la
educada Sra. Smiling, coleccionista de
brassières, hasta cada uno de los
esperpénticos parientes de Cold Comfort Farm), sino en la recreación de acentos
que, por desgracia, el lector español no puede disfrutar como lo hacen los
lectores británicos.
En este sentido, las novelas dibujan su
caracterización humorística con la
burla lingüística y el
guiño
metaliterario. Por ejemplo, los pasajes que la propia Gibbons marca con
asteriscos para indicar al lector que se trata de aquellos fragmentos que
considera “más elegantes y literarios” –fragmentos con los que intenta convencer
al caballero Anthony Poorworthy, al que se dirige su nota del prólogo, de que
puede transformar su vulgar prosa de periodista en una narración más “literaria”
–, son
desternillantes por puramente ridículos. Una intención satírica
que la propia Gibbons “inocentemente” explica así:
“La vida
de una periodista es pobre, desagradable, embrutecedora y corta. Y así es su
estilo. Tú, que adoras la encantadora limpieza de cada frase formal y brillante,
comprenderás la magnitud de la empresa a la que me enfrenté cuando –después de
malgastar diez años de mi vida como periodista, aprendiendo a decir exactamente
lo que quería decir en frases cortas–, descubrí que debía aprender, si pretendía
acercarme a la literatura y recibir críticas favorables, a escribir como si no
estuviera muy segura de lo que quería escribir pero estuviera encantada de decir
exactamente lo mismo en frases tan largas como me fuera posible” (página 18).
El lenguaje, en manos de Gibbons, se convierte en
un arma
satírica, y la manera de caracterizar el paisaje de Sussex y la realidad de
la protagonista entre sus parientes no es más que una crítica divertida y mordaz
de los relatos cursis y románticos de las novelas rurales de D. H. Lawrence y
Thomas Hardy, adornados superfluamente con descripciones vacías y llenas de un
pesimismo y seriedad que Gibbons combate con su vitalismo e ironía.
Si
bien el lector español pierde en la traducción la carga satírica que inunda la
caracterización del habla de los habitantes de Sussex (merece aquí especial
reconocimiento la difícil labor de José C. Vales al frente de la traducción), se
mantiene intacta la
comicidad de situaciones y personajes esperpénticos
que emparentan con el Valle Inclán más en forma. Esperpentos o caricaturas más
que personajes, los Starkkadder son el “alma cómica” del texto, ya que sin ellos
y la desopilante relación que mantienen con Flora, las novelas se quedarían sin
una de sus bazas más importantes.
La saga de Flora Poste es, en
definitiva, una obligada lectura para aquellos que quieran pasar un buen rato al
calor del humor más mordaz y
british. Eso sí, prepárense un buen té,
aléjense de la “parravirgen” y sumérjanse con la mente abierta en el mundo
extravagante de los Starkkadder y Flora Poste. No querrán
volver.