Sipralexa
-Cuéntame, Martina, ¿por qué has
venido a verme?
-He perdido a un hijo hace muy poco. Desde entonces, me
encuentro mal. No puedo comer ni dormir, no dejo de llorar, y creo que me estoy
hundiendo en una depresión.
Ella está sentada en una butaca de cuero
negro. Sus brazos caen inertes sobre su regazo como ramas frágiles y secas. Su
voz es tenue y lechosa.
-Por lo que dice tu médico, Martina, tu embarazo
era un embarazo psicológico. Lo que en psiquiatría conocemos como embarazo
utópico o pseudociesis ¿Eres consciente de que nunca has perdido a un hijo?
El médico la mira fijamente y se detiene en la inexpresividad de sus
ojos, en la delgadez huesuda de sus manos y de sus pómulos. Piensa que,
posiblemente, tenga anemia. Sus labios no tienen color.
-Durante siete
meses sentí cómo crecía en mí. Pensé en él, preparé su habitación, le hablé.
-Martina, tú nunca concebiste un hijo. Nunca te quedaste embarazada,
ninguno de tus óvulos fue fecundado. ¿Entiendes la diferencia?
-¡Pero yo
sentí cómo se movía! ¡Mis pechos goteaban leche, y no tuve el periodo¡
-Las emociones ocultas pueden manifestarse con síntomas orgánicos. Tu
deseo obsesivo de ser madre provocó los síntomas gestacionales. La amenorrea o,
como tú dices, la falta de periodo se debe a la disminución de dos hormonas: la
hormona LH y la FSH.
Martina se pregunta cómo serán las relaciones
personales de los psiquiatras. Cómo sería conocer el nombre y las causas de
todos los pensamientos extraños, de todas las rarezas, de todos los monstruos
que anidan en nosotros. No habría personas, sólo trastornos, enfermedades,
fobias. No habría personalidades sino indicios o síntomas. ¿Podrán enamorarse de
forma irracional?
La primera impresión de Martina es que su médico es un
hombre frío y calculador. Posiblemente, perfeccionista e intolerante. Martina
cree eso de casi todos los hombres de mediana edad con trabajos relevantes.
Quizá un marido controlador y un padre tirano. Martina confía en la intuición y
en las primeras impresiones. Todo lo demás son comportamientos aprendidos.
Adiestramiento social, abalorios y disfraces. A la intuición no se la engaña. Es
un detector de esencias. Nadie puede ocultarse ni diluirse en una primera
impresión. Nuestra personalidad enmarca la mirada, tatúa las arrugas, decreta
los gestos. Todo es nítido en una primera impresión.
-Da lo mismo si
hubo o no hubo bebé –responde finalmente-, mi dolor y mi vacío es el mismo. Es
real. He venido porque soy incapaz de tomar las riendas de mi vida. He perdido
el interés por hacer cosas y no puedo permitirme el lujo de matarme.
-¿El lujo de matarte? ¿Para ti morirse es un privilegio? -El médico se
apoya en el respaldo de su butaca y cruza las manos.
-En mi situación,
sí, pero no puedo hacerle pasar a mi madre por lo que yo he pasado.
-Martina, podría recetarte antidepresivos y ansiolíticos pero si no
averiguamos cuál fue la causa de tu embarazo psicológico y cuál es tu conflicto
no resuelto, no servirán de nada. ¿Dime, por qué deseabas tanto tener un hijo?
-No sé, supongo que es lo normal cuando vives en pareja y te aproximas a
la treintena. Yo quería tener un hijo como muchas otras mujeres. -A Martina le
irrita tener que esforzarse en pensar y en recordar. Desea salir de la consulta
cuanto antes.
-¿Tu pareja y tú llevabais mucho tiempo intentándolo?
-Mi pareja no planeó nada. Eso fue decisión mía.
-¿Mantienes esa
pareja? -La voz del médico es rugosa y se atasca en el oído de Martina.
-Me dejó cuando descubrió que no estaba embarazada de verdad. Creyó que
estaba loca.
-Martina, ¿vuestra relación tenía problemas y creíste que
con un hijo se solucionarían?
-Todas las relaciones tienen problemas.
Ginés no quería comprometerse demasiado, es dominante y egoísta. Casi ningún
chico quiere... Eso es normal en los tiempos que corren. -Martina suspira y mira
sin disimulo el reloj colgado en la pared, a su espalda.
-¿Por qué
quisiste tener un hijo con alguien al que describes como “dominante y egoísta”?
-Ginés es un hombre autosuficiente y autoritario. Obedecer es lo único
que me podía dar la libertad de no tener que tomar decisiones. Con él era,
paradójicamente, más libre.
-¿Pensaste que teniendo un hijo Ginés se
comprometería definitivamente?
-Íbamos a casarnos. A veces tener un hijo
es el empujón definitivo para que un chico se decida a asumir responsabilidades.
-Martina cree que no se ha explicado con claridad pero siente un cansancio atroz
y desiste de intentar reformularlo de nuevo.
-¿Crees que si Ginés te
quisiera te habría dejado por sufrir un embarazo utópico?
Martina no
esperaba una pregunta tan violenta y personal, pero no se siente ofendida, sabe
que el trabajo de ese hombre es hurgar en su dolor.
-Cuando el
ginecólogo vio mi ombligo antes de explorarme, le pidió que nos dejara a solas.
Al parecer esa es la única diferencia exterior entre un embarazo real y un
embarazo psicológico. El ombligo no cambia de forma. Me exploró y me dijo que no
había ningún bebé en mí. Me recomendó visitar a un psiquiatra. Yo no le creí y
me enfadé. No se lo conté a Ginés y no quise ver a otro ginecólogo. Cuando él
insistió en conocer el sexo de nuestro hijo, la ecografía fue contundente: no
había nada en mi útero. Ginés cree que intenté manipularle para casarme con él.
Piensa que lo planeé todo. Está convencido de que estoy desequilibrada.
-¿También tuviste problemas de comunicación con tus padres?
-¿Mis padres? ¿Qué tienen que ver ellos con esto?
-Martina,
intento averiguar si eres una mujer alexitímica. Los embarazos psicológicos son
habituales en mujeres que ocultan sus sentimientos, que tienen problemas para
comunicarse con los demás. En adolescentes con un gran temor a quedarse
embarazadas, en esposas que no pueden tener hijos, o se acercan a la menopausia
o simplemente temen que sus maridos las abandonen si no son capaces de procrear.
Tú no eres estéril y tu pareja no quería tener hijos. No estás casada. Esa
presión la creaste tú o, quizá, fue una presión externa.
-¿Va a darme
algo para poder dormir? –Martina siente que sólo tiene ganas de meterse en la
cama y bajar las persianas.
-Vamos a empezar un tratamiento con
Sipralexa. Es un antidepresivo del grupo de los inhibidores, con menos efectos
secundarios. Así lograremos aumentar la cantidad de serotonina en el cerebro.
Empieza tomando media pastilla al día. Ya tendremos tiempo de incrementar la
cantidad. También voy a darte Xanax. Toma media pastilla por la mañana, media al
mediodía y una entera antes de irte a dormir. Con esto deberías sentirte mucho
más tranquila. Es importante que duermas bien. No lo mezcles con alcohol.
¿Tienes alguna pregunta?
-¿Esto me ha pasado porque estoy
desequilibrada? –Martina necesita saber si Ginés y su madre tienen razón, si su
cabeza funciona de forma diferente a la cabeza de los demás.
-No,
Martina. No estás loca. A menudo nuestra mente ejerce una fuerte influencia
sobre nuestro cuerpo. Si estamos nerviosos se nos cierra el apetito, sudamos,
tenemos diarrea, dolores… El estado de ánimo hace que nuestras defensas aumenten
o disminuyan. Tú, simplemente, tenías un deseo obsesivo de ser madre que alteró
todo tu cuerpo. Vamos a trabajar para que seas capaz de controlar y de expresar
tus sentimientos. Y, sobre todo, desterrar la idea de que has perdido un hijo.
Ese hijo que has enterrado aún no fue concebido. No hay necesidad de hacer luto.
Esa idea infundada puede provocarte una depresión severa. Tenemos que evitarlo.
-Para mí sí existió. Era un niño. Se llamaba Pablo –reflexiona Martina
mientras recoge la receta de la mesa.
Casilla de salida
Cuando salgo de la consulta del
psiquiatra, un viento glacial me golpea en la cara. No creo que la medicación y
la terapia consigan que me sienta mejor, pero, por lo menos, desmenuzar los
sentimientos ayuda a aliviar el estreñimiento emocional. Luxemburgo es más frío
y abúlico de lo que yo recordaba. Supongo que con diez años y no habiendo
conocido nada más que Ribeira, cualquier sitio me hubiera parecido frenético.
Mi abuela era asistenta, y mi abuelo, obrero. Como muchos otros gallegos
habían tenido que dejar todo aquello que conocían en busca de un empleo mejor
remunerado en Europa. La mayoría había ido a Suramérica y a Suiza. Los que
volvían lucían prósperos y cosmopolitas.
No recordaba la casa de mis
abuelos. Al verla por segunda vez no reconocí el pequeño piso interior cerca de
la estación que me esperaba. Era un bajo con moqueta, la cocina era mugrienta y
el baño estaba destartalado. Mis abuelos invirtieron ahí el poco dinero que
ganaron y, al irse, lo arrendaron. Los primeros inquilinos fueron gallegos; más
tarde, vinieron los portugueses. Cerca de un tercio de la población de Portugal
vive en el extranjero. En Luxemburgo hay aproximadamente 54.000 portugueses, el
15% de la población.
Mi abuelo creía que los portugueses eran todos
tristones. Su pesimismo, su dramatización del dolor, su regocijarse en la pena y
la amargura. Los gallegos también sentimos fascinación por la muerte y el
sufrimiento. Galicia y Portugal son dos madres de grandes senos estriados y
vello púbico descuidado, con las manos gruesas y generosas, embrutecidas por el
trabajo. Mi madre, como muchas mujeres gallegas, es un poco masculina y bastante
aniñada. Trabajadora y coqueta. Dulce e infatigable. La madre, como la tierra
que acuna y retiene, que sostiene y golpea.
Mi psiquiatra quiere saber
si soy alexitímica, si tengo dificultad para expresar mis sentimientos. Debería
haberle contado que cuando era pequeña fantaseaba con mi entierro. También cogía
mi bicicleta y pedaleaba frenéticamente hasta llegar a un bosque. Allí me
comportaba como un animal desorientado puesto en libertad. Me arrastraba por el
suelo, me subía a los árboles, masticaba tierra, aplastaba bichos, gritaba y
arañaba los troncos. Ese es mi mejor recuerdo de infancia. Cuando todo en mí era
instinto y fluidez. Cuando no tenía curiosidad por verme desde los ojos de los
demás.
Antes de llegar a casa me confundo de calle y me inunda una
sensación angustiosa de orfandad y vacío existencial. Mi nulo sentido de la
orientación, a menudo, me juega malas pasadas. Todo es nuevo para mí y me
encuentro otra vez en la casilla de salida. La gente a mi alrededor no existe
realmente. Son las fichas de ajedrez de una partida a parte.
Mi madre me
ha dicho que no vuelva a Ribeira. Demasiadas preguntas, demasiadas
explicaciones. Ha pactado con la familia de Ginés una coartada para mí; un
aborto natural y la cancelación de la boda, de mutuo acuerdo. A partir de ahora,
yo estoy en Luxemburgo trabajando, porque los sueldos y la calidad de vida son
muy altos. Ya tendré tiempo de volver, o eso cree mi madre. No encuentro mi
calle y me echo a llorar desconsoladamente. Me alegro de no conocer a nadie y de
no tener que bajar el rostro.
El médico dijo que la ansiedad la provocan
los conflictos no resueltos. Toda mi vida es un conflicto no resuelto. A punto
de cumplir treinta años y no tengo pareja, ni trabajo ni una casa propia. Ni
siquiera puedo volver a mi ciudad. No tengo un solo amigo al que darle mi nuevo
número de teléfono. De repente me falta oxígeno y el corazón se acelera. Es como
si estuviera cayendo al vacío. Peor. Sé que no voy a estrellarme y por eso no
puedo cerrar los ojos y dejarme ir. Necesito correr sin rumbo. No tengo ningún
bosque en el que refugiarme, pero el simple hecho de correr me alivia, y siento
por un momento que sostengo las riendas de mi vida. Corro por las calles de la
estación hasta reconocer la mía.
No había prisa por llegar a casa. Sólo
me espera un colchón sobre el suelo y varias maletas que deshacer. Me tumbo y me
cubro con el abrigo. Mañana es un día tan bueno como cualquier otro para buscar
trabajo y empezar mi nueva vida.
Nota de la Redacción: agradecemos a
Ediciones Carena
en la persona de su director,
José
Membrive, la gentileza por permitir la publicación de este
fragmento del libro de
Viviana
Fernández García,
La voluptuosidad de
la tristeza (Carena, 2011), en
Ojos de
Papel.