DONDE NACE LA LLUVIA Yo miraba nacer el misterio
del alba.
Ha venido a mi frente, como una usurpación,
el caserón en
ruinas donde nació mi padre,
donde mi padre, a buen seguro, pediría morir.
El tiempo ha conseguido entumecer
el vigor que sostuvo sus columnas,
los escalones sólidos, la enérgica fachada
que merodea, virgen, en mis
sueños.
Mi vida ha transcurrido dejándose mecer
por la dulce nostalgia
de su aroma:
la severa mirada de la abuela,
la dudosa intemperie de los
largos pasillos,
la fruta a buen recaudo en la alacena,
las mazorcas de
leche, el lavadero,
el pasamanos cálido, la tamizada penumbra
de las
habitaciones.
Allí, cuando era invierno (no olvido
que fue hermoso),
pasé unos días solo
en el último piso, entregado
al estudio como si
fuera un monje
rodeado de códices antiguos, lleno de frío,
feliz como
las piedras. Y callado.
La mano, aquella tarde, persuadida
del génesis,
grababa palabras inmortales
en un libro de niebla.
Lo que a la postre
hubo es la memoria
de la lluvia, que caía incesante:
como si para mí
llorase el universo.
La imagen imborrable de un muchacho
que
delicadamente acoda el alma en la ventana,
con lentitud de estatua.
La
mirada de magia de un muchacho
que sólo quiere ver cómo zarpan los barcos,
hundidos para siempre en la ciega tormenta
de los años,
hacia el
cielo infinito.
ELOGIO DE LA QUIETUD Nada
tienes que decir, después
de tantos años de inútiles esfuerzos
por
nombrar lo indeciso.
Te ayudan a saberlo un puñado
de libros, la atroz
benevolencia
que adiestra tu mirada,
los continuos achaques, la soledad
y los amigos.
Tu corazón pervive
como aguardan las piedras
en la
orilla del río.
Son hermosas y limpias como tardes de otoño.
La suave
tolerancia que propicia la edad
te permite mirarlas con un resto
de
emoción, te induce
a compartir su invisible desgaste
con indiferencia.
CONSEJOS PARA SEGUIR (O NO)
CUANDO CONVENGA
Aunque es de noche,
no tomes de mí el aliento entrecortado,
el
gesto hosco,
el temor a los túneles vacíos,
este dolor de huesos tan
temprano,
este hábito enfermizo
de hacer preguntas a las cosas
sin
concederles tiempo apenas
para hilvanar una respuesta.
Tampoco heredes
mi falta de holgura para ganar el pan
y escapa de un trabajo como el
mío:
es preferible mendigar que recibir limosna.
Piénsalo bien, no es
una paradoja.
Acaso una inscripción en la pared del metro.
No vayas a
perder demasiado tiempo
en leer lo que he escrito, sólo me defendía.
Todo lo más, para paliar una tristeza
contumaz, algún poema viejo
puede servir de distracción
en una mala tarde.
Tal vez lo más
hermoso
–toma nota–
se haya quedado bailando en las ramas
de los
árboles, ciertas conversaciones,
descubrimientos, ciertos ritos
que tú
has visto volver
de tanto en tanto: aprópiate,
sin el trámite de pedir
permiso,
de mi facilidad para reír
y de mi esfuerzo por ser libre
–sobre todo por dentro–,
rescata mi pasión
por las cosas en
apariencia inútiles o frágiles,
mi culto a la amistad y, por añadidura,
al vínculo del vino,
mi afición a los juegos de palabras,
mi
dependencia de la música o del mar,
que viene a ser lo mismo,
mi
búsqueda devota del silencio
entre ola y ola,
mi toque de balón
y mi
visión del juego en general.
DECÍAMOS AYER
Toqué entonces el mundo: lo hice mío, fue
mío.
Han pasado los años.
Ahora ya sólo soy
el
que recuerda, el que vivió, el que escribe.
ELOY SÁNCHEZ ROSILLO
He encontrado en las páginas primeras
de la
mañana, por sorpresa, el hilo
de la memoria, el esquivo poema
que
contiene la vida. Es muy temprano.
Estamos en septiembre, queda poco
para decir adiós a todo esto
hasta el año que viene.
Hace días que
llueve mansamente
sobre el mundo, hay un cazo de leche
y un presagio que
humea en la cocina de carbón
como una despedida. Qué pronto pasa un año.
La abuela corta el pan en rebanadas
todas iguales, como si fuera un
dios,
y me mira muy hondo cuando dice:
e cedo, negra sombra, ¿ti
nunca tes acougo? No sé qué contestar, todo es confuso.
Tengo muy
pocos años –me supongo–
y hay cosas que no entiendo todavía.
Le pido que
me explique las razones del frío
o cómo puede ser que aquel muchacho
llegara a presentir, siempre callado,
lo que iba a ser la vida después
de algunos años,
lo que iba a estar haciendo en esta tarde
sin nadie:
devanar la madeja de los días,
volver la vista atrás, tirar del hilo.
HUERTO DE LOS NARANJOS
Cómo explicarle a
nadie que nacimos
en un rincón azul del paraíso
y que el jardín existe.
Mejor no propagarlo.
Que cada uno cumpla su destino
y la marea negra que
regresa
una vez y mil veces a la costa
–chapapote de muerte que se mete
en las casas–
no alcance nunca las raíces de los árboles
que nos dieron
el aire, y con el aire el sustento:
el mismo sueño cada mañana al
levantarnos,
la mancha imborrable de las moras en los dientes,
la huella
del nogal en la palma de las manos
como feliz estigma que todos compartimos,
la luz del merendero bajo la parra hinchada
y las uvas amargas, el viejo
laberinto
de las flores, el columpio y la barca de piedra
que surcaba
las aguas para hacer sin descanso
cada día cien millas, cada vez un viaje,
las peras de San Juan y las manzanas ácidas,
el canto de los mirlos, las
mazorcas de leche
que merendamos alrededor de la casona,
las tijeras de
podar junto a la escalinata,
la humedad de la hierba, la fruta machucada
que sólo sirve ya para compota,
todo eso,
el caminito de los
caracoles
en la lluvia y su rastro de baba en la conciencia,
las
sardinas asadas al volver de la playa,
el pringue de las manos plagadas de
rasguños,
el sendero de grava, la leña hecha montones
y a resguardo en
un rincón de la tapia,
los taludes de tierra en que nos revolcábamos
con
saña de piratas, las ciruelas pisadas
y la certeza de que el mar no se iba a
mover.
Estaba siempre allí para entregarse a nosotros.
A mano izquierda
según se baja hacia la plaza.
El mar y sus secretos. Mejor no propagarlo.
Qué más da que lo crean o lo ignoren
si nosotros sabemos, cuando muere
la tarde,
que aquella felicidad existe todavía.
Existe y tiene nombre
aunque no lo digamos.
Nota de la Redacción: agradecemos a
Bartleby
Editores en la persona de su director,
Pepo
Paz, la gentileza por permitir la publicación del extracto
del libro de
Alfredo
Buxán,
Las
palabras perdidas (Poesía 1989-2008) (Bartleby,
2011), en
Ojos de
Papel.