Abril, lunes 27. Ajedrez mañanero a pecho descubierto
para empezar bien la semana. Tengo una teoría metafórica que quizá no venga muy
a cuento ahora mismo ni aporte nada nuevo al devenir de la humanidad, pero creo
que es pura filosofía y la voy a apuntar. En fin, supongo que me avergüenzo de
la vida anodina que llevo y, en consecuencia, me preocupa que este diario me
pueda quedar también anodino, por eso intento cargarlo de ensayismo y
trascendencia de bisutería. Resulta algo forzado, pero, pues eso. El caso es
que, a mi modo de ver, el mundo es un gran tablero de ajedrez en el que todos
los días se enfrentan dos bandos irreconciliables en una partida amañada de
antemano. Esto quiero recalcarlo: la partida está amañada de antemano. Sigo. A
un lado están los hombres, que son las fichas blancas, y al otro las mujeres,
las fichas negras. En el bando de los hombres hay un rey que pinta más bien poco
y no se sabe dónde está, y todos los demás son —somos— peones. No hay caballos
ni alfiles ni nada más entre nosotros, sólo peones, un ejército de manejables
peones blancos esforzándose por aprender el primer paso del baile, que
prácticamente es el único paso que sabemos dar en toda la partida. Un peón, por
definición, es alguien que utiliza su única neurona para dar un paso al frente
aunque esté al borde mismo del precipicio. Y en el bando de las mujeres sólo hay
reinas, todas con la lección muy bien aprendida y una capacidad de maniobra
realmente admirable. De modo que cada mañana empieza una nueva partida con
tantas reinas negras como peones blancos, y el caso es que una sola de ellas
bastaría para acabar con todos nosotros. Porque: cómo va a poder un simple peón
mirar de tú a tú a una reina. Además, ellas juegan sin rey, con lo cual es
inútil intentarlo: no tienen punto débil. Por eso no es frecuente que un peón en
horas bajas como soy yo, se lleve al huerto a toda una reina con alma de Carmen
hollywoodiense como es Aurora, pero a veces no hace falta saber mucho de ajedrez
para entender de Hollywood. Lo único que no hay que olvidar nunca es que
cualquier movimiento sobre el tablero, por absurdo que parezca, siempre conduce
a un jaque mate. Fin de la teoría. En realidad el ajedrez de la vida es más
cuestión de suerte que de estrategias militares y, en fin, es una teoría aún por
elaborar. Total, que viene Aurora a visitarme en vísperas de nuestro aniversario
adúltero y echamos un par de partiditas con el nuevo disco de Vicente Amigo —muy
amigo suyo, por cierto— sonando de fondo. Yo intento recurrir a mi talento de
ginecólogo autodidacta, pero Aurora me gana las dos partidas con tanta facilidad
que tengo que disculparme. «Es que llevo una temporada que duermo fatal, tía.»
Lo cual, por otra parte, es verdad. Y además sigo con la espalda. El resto del
día me dedico a terminar de corregir la novela sentado en el suelo del salón.
Ahora sólo falta pasar al ordenador las correcciones.
Abril,
martes 28. Duermo mal. Me levanto con los ojos hinchadísimos y el
grano de la nariz enfadado. Había decidido no escribir más sobre él, pero es que
ahí sigue, el cabrón. Enciendo el ordenador y voy pasando las correcciones de la
novela. Me lleva toda la mañana. A falta de una última lectura antes de
imprimir, se me ha quedado en 118 folios. Ahora tiene menos de poema en prosa y
más de novela al uso, pero me parece que ha salido ganando. El arranque es mucho
más ágil y tiene más gancho, que era el principal problema que le veía. Con toda
la carga lírica que le he quitado creo que me va a dar para apañar un librito de
poemas que ya estoy pensando enviar a algún concurso. A lo mejor debería hacer
lo mismo con la novela, no sé, antes de guardarla definitivamente en el cajón. O
quizá debería volver a enviársela a Pimentel. Por la tarde vuelvo a quedar con
Aurora, en su piso de la Calle Castelló, y echamos una partida rápida que igual
no pasará a la historia pero al menos me resarce del fracaso de ayer. Tengo que
decir que yo aprendí a jugar al ajedrez leyendo al ajedrecista pánico Fernando
Arrabal —
La torre herida por el rayo—, y eso explica mi estilo peculiar
de acariciar las piezas. Una mezcla de estrategia atlética y misticismo salvaje.
Agarro el peón de rey sin pensármelo
(1. e2-e4…) y Aurora responde
(1.
…e7-e5). Empalmamos una sucesión de movimientos rápidos
(2. Cg1-f3,
Cb8-c6) como dos boxeadores que ya se conocen sus puntos flacos
(3.
Af1-b5, Cg8-f6; 4. 0-0, d7-d6) y se saltan los tan teos
preliminares para intercambiar unos golpes directos en el centro del ring
(5.
d2-d4, Cf6xe4; 6. d4-d5, a7-a6). No es bueno que un hombre pelee solo
(© David Torres:
El gran silencio. Ediciones Des tino, 2003). Estas
posiciones improvisadas al calor del instinto siempre resultan más eficaces que
estéticas, pero de momento es mi alfil el que tiene la sartén por el mango
(7. Ab5-d3…). Aurora intenta imponer su galope, pero al retroceder uno de
sus caballos
(7. …Ce4-f6) el otro queda a merced de mi peón de dama y yo,
claro, le muerdo un muslo
(8. d5xc6…). Ella no se rinde, es una
ajedrecista temperamental
(8. …e5-e4), pero muy mal se me tienen que dar
ya las cosas
(9. Tf1-e1, d6-d5) para no rematar la partida como se
merece. Así que, con el pundonor que me caracteriza
(10. Ad3-e2, e4xf3; 11.
c6xb7, Ac1xb7) completo un buen mate
(12. Ae2-b5++). Entre tanto,
casualidades de la vida, el taurino pánico Fernando Arrabal le lanza sus gafitas
de profeta lascivo al torero Morante de la Puebla en plena vuelta al ruedo
triunfal en la Maestranza de Sevilla. Antes a los toreros les lanzaban lencería
fina y botas de vino. Ya nada es lo que era.
Abril, miércoles
29. Nueva pesadilla con la actriz Scarlett Johansson. Y de nuevo se
trata de una Scarlett Johansson atiborrada de bollos, con su sonrisilla de
anuncio de compresas y esos mofletes característicos del que no ha leído un
libro en su puñetera vida. Es como si de un día para otro me hubiera nacido una
extraña obsesión por las gordas en el subconsciente. De repente las gordas me
dan pánico. Gilipollez monumental. En fin, en esta ocasión apenas pasa nada en
el sueño. Es un sueño más de atmósfera, por así decirlo, que de entramado
narrativo: todo se reduce a un breve encuentro en el rellano de mi escalera. Lo
primero que veo es su culo. Yo salgo de mi piso y ella está intentando sacar una
caja del as censor. Es un culo gigantesco, enfundado en unos vaqueros negros de
talla especial: las costuras amenazan con estallar de un momento a otro. Sé que
es una mujer por las manoletinas fucsias de
Agatha Ruiz de la Prada que
calza, pero, en cualquier caso, es un culo que a primera vista echa para atrás.
En fin, como parece que no es capaz de levantar la caja del suelo y yo llevo
prisa, carraspeo para aclararme la voz y digo: «¿Te ayudo?» Entonces ella se
gira para mirarme y la impresión que me causa es aterradora. Viendo semejante
culazo yo esperaba una cara más bien repulsiva, no sé, sebosa, llena de granos,
me dio bizca, algo así, incluso con pelusilla negra en las mejillas. De modo que
cuando veo que es Scarlett Johansson me llevo un susto de muerte. Permanecemos
mirándonos fijamente más de la mitad del sueño. No vendrá mal que dedique unas
líneas a describir las facciones de su rostro. En primer lugar sus labios. Rojos
como guindas y carnosos como los de un guerrero masai, especialmente el
inferior. Uno necesitaría las fauces de un hipopótamo adulto para abarcar
semejante volumen de carne. El labio superior, por su parte, es el que otorga
expresión a la boca: no sé por qué, pero su manera de fruncirlo, dejando ver
unos incisivos no demasiado blancos pero sí le ve mente separados, me produce
verdadero pavor. Me doy cuenta de que es la primera vez en mi vida que me fijo
en los labios de una mujer que a todas luces dobla mi peso. Luego su nariz:
tiene las proporciones armoniosas de una escultura griega, respingona en su
justa medida y en perfecta concordancia con sus mofletes. Una nariz digna del
cirujano plástico más pinturero de Los Ángeles. Pero déjenme que haga hincapié
en sus ojos. Los de la auténtica Scarlett Johansson creo que son azules; los de
la Scarlett Johansson de mi sueño son negros. Enormes. Con una vivacidad animal
que permite adivinar en seguida su talante zampabollos y demoníaco. En torno a
ellos comienzan a aglomerarse las primeras arruguillas, y quizá por ese motivo
se maquilla de un modo tan poco discreto y, en mi opinión, innecesario; porque
sus pupilas, profundas y brillantes, la longitud de sus pestañas y las cejas a
lo Frida Kahlo forman un conjunto más que suficiente para dar a su mirada una
expresión verdaderamente perversa. De todos modos el maquillaje también con
tribuye a esta pesadilla de obesidad mórbida. Por lo demás, aparte de los
vaqueros negros y las manoletinas fucsias, lleva una camiseta de los Rolling
Stones. El caso es que me ofrezco para echarle una mano con la caja. Scarlett
Johansson se aparta y yo me agacho amablemente. Pero resulta que la caja pesa
una barbaridad y yo tampoco puedo con ella. No sólo eso: de repente noto un
pinchazo terrible en la espalda y no me puedo enderezar. Y ya está, ahí me
despierto. No entiendo nada, pero lo que más me jode es que la espalda sí me
duele de verdad. En fin, vuelvo a pasar la tarde con Aurora. Y van tres días
seguidos. A lo mejor de ahí vienen mis problemas de espalda. Por la noche hablo
con Marta por teléfono y quedamos para comer mañana.
Nota de la Redacción: agradecemos a
Editorial
Eutelequia en la persona de su directora,
Clea
Moreno Szypowska, la gentileza por permitir la publicación
del extracto del libro de
Germán San
Nicasio,
Diario
de un escritor delgado (Eutelequia, 2011), en
Ojos de
Papel.