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Eduardo Laporte: <i>Luz de noviembre, por la tarde</i> (Demipage, 2011)

Eduardo Laporte: Luz de noviembre, por la tarde (Demipage, 2011)

    TÍTULO
Luz de noviembre, por la tarde

    AUTOR
Eduardo Laporte

    EDITORIAL
Demipage

    FICHA TÉCNICA
ISBN:978-84-92719-29-7. Madrid, 2011. 183 páginas. 15 €




Tribuna/Tribuna libre
Caída libre por los espejos de la memoria, en busca del origen: Eduardo Laporte bajo la Luz de noviembre, por la tarde
Por Miguel Veyrat, martes, 4 de octubre de 2011
(…) pero sólo serás libre al llegar a Memoria
la ciudad donde habita tu único destino
el frío aguarda más allá de las patrias
más allá de los nombres conocidos

Manuel Vázquez Montalbán (1)


Un buen día de octubre de 2005, a la luz blanca de la mañana, el periodista franconavarro Eduardo Laporte, huérfano desde los albores de este siglo, sintió penetrar en su mente el taladro de otra luz alejada cinco años en el tiempo. Llegaba aquella luz desde una tarde en que pudo contemplar, bajo la tonalidad de noviembre y desde la puerta del cuarto de su padre agonizante, cómo un aura amarillenta invadía aquel rostro con lentitud. En ese mismo instante decidió responder a las tres preguntas canónicas que los humanos dirigen al oráculo de la mente desde que tienen conciencia de sí mismos: ¿Qué somos, quiénes somos, adónde vamos? El periodista Laporte salió apresurado de su piso madrileño y compró en una papelería de Tirso de Molina un gran cuaderno Clairefontaine. Ese día se convirtió definitivamente en escritor.
No es nada fácil, aunque tampoco suelen ser muchos quienes lo intentan, el viaje desde el periodismo a la literatura. Y entre aquellos que lo intentan son pocos también quienes consiguen cumplir la exigencia del verso en que Horacio consagra el amor de la eternidad por las obras del tiempo: La construcción del monumento perenne a lo real en que resultará la obra literaria (2), al pretender una respuesta a las grandes preguntas y jugarse, de paso, a cara o cruz la vida del autor. El día en que el periodista Laporte compró su cuaderno y se dispuso a reconstruir su propio mundo, presintió ya que desde su escritura habría de levantarse otro mundo posible para los demás mortales que lo leyeran; aquel mundo que solo nace cuando el escritor consigue que la naturaleza imite al arte. Rompió pues a escribir con una revisión completa de su memoria, teniendo muy presente la máxima de Aristóteles que quiere que el alma nunca piense sin fantasmas.

Los fantasmas fundamentales que ocupaban la mente en acción de Eduardo Laporte en la mañana de octubre en que rompió a escribir su primera novela (“nivola”, la llamará él mismo, en enorme abrazo al inabarcable Unamuno), jalonaban el camino de regreso al momento en que cinco años antes pudo contemplar, a la luz de otra luz transparente de onirismo, cómo el rostro de su padre se desvanecía. La transparencia, camino de verdad según Zambrano, diseñaba en sus aguas cambiantes la sombra de otra des-aparición, la de su madre, sucedida diez meses antes a causa de la misma invasiva, terrible enfermedad. Con estos antecedentes pude iniciar yo la lectura de Luz de noviembre, por la tarde, narración de la aventura intelectual de un hombre en el que vivir, soñar y representar serán, páginas adelante —y según Lacan, como lo fueron en Borges, Shakespeare o Calderón—, sinónimos que le permitan atenuar la delicada zona que confunde la vigilia con el sueño. La vida onírica siempre se rescata y se recorta por la acción complementaria de la memoria y del olvido, pero choca contra el espejo, provocando el infinito desdoblamiento del laberinto. A menudo en signos de escritura.

Se inicia el recorrido con lo que el autor llamará una “autoexploración”, en modo llano que contiene pasajes del mejor periodismo de investigación —empleado acaso por vez primera para la indagación íntima—, que permite orientarse con eficacia en el abismo de la memoria

El laberinto, en el texto que comentamos ahora, muestra inmediatamente un camino en que la sabiduría del estilo facilitará el regate de los engaños. Se inicia el recorrido con lo que el autor llamará una “autoexploración”, en modo llano que contiene pasajes del mejor periodismo de investigación —empleado acaso por vez primera para la indagación íntima—, que permite orientarse con eficacia en el abismo de la memoria, patria y amante esquiva de todo artista que inicie su descenso. La temporalidad en la que se diluye la búsqueda de una identidad propia, siempre contiene constantes conceptuales referidas a la división clásica de la duración: El pasado es el momento que activa las funciones de la memoria y del olvido, el presente es espacio fértil para la fe y la esperanza, y el futuro es la incógnita que alienta el temor y el deseo de eternidad. Como en “El jugador de ajedrez” de Borges, el ya escritor Laporte se preguntará: “¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza, de polvo y tiempo y sueño y agonías?”.

Desfilarán entonces por el tablero de la linterna mágica, aquellos significantes hilados en el juego de luces invocadas desde el destello inicial del encuentro fortuito de los padres en el pasado; en la acción del “fatum”, que se evocará con las imágenes de una pelota de tenis oscilando sobre la red, como plano fundamental de la película Match Point de Allen. Metáfora que, omnipresente en la nivola, orientará los hechos del guión de las vidas de cada Laporte-Miqueleiz, de sus hijos, amigos y parientes, ya enlazadas con sus últimos raquetazos. Recorrido de recuerdos infantiles, fiestas familiares, caracteres, lugares de una Pamplona aún “olorosa a cerrado y sacristía” de la que debió escapar la madre en busca de un futuro abierto a todos los destinos; y después boda, ruina posterior que acecha a la empresa de la familia del padre, diseñador de moda francés a quien un mismo destino compartido llevó en el pasado a Londres al encuentro con la madre, con el bar de los abuelos en la vinosa calle de San Nicolás, con la acogedora trastienda familiar, con la omnipresente Plaza del Castillo… Mas también un enérgico “barrido” de cámara sobre hermanos, tíos, amigos, novias, hitos todos que son objeto de iluminación, señalará los límites de partida en la vida cotidiana del niño Laporte, del adolescente Laporte, del hombre Laporte, que resulta ser ahora, de súbito, un escritor.

La seguridad hizo fuerte a Eduardo Laporte para afrontar la caída libre a través del abismo especular de la memoria, en busca de su propio origen. Confesión necesaria, justificación para seguir adelante. Con una asombrosa facilidad de expresión recién adquirida en el trance

Los jalones a menudo lucen en los fluorescentes de canciones de moda, películas y también lecturas, presencias de Houellebecq y su diario Mourir, de Pavese en su Mestiere di vivere, de Françoise Hardy con el drama Dutronc atrapado en el costado y la garganta, Morente y Lagartija Nick… pero sobre todas estas señales primará una fundamental, plantada en honor a Hermes con el encuentro buscado del Maestro, el escritor Sánchez-Ostiz a quien encuentra al pie de un puente por el que cruzar las fronteras de la significación en el viaje emprendido. Entrega y lectura de un original. Y finalmente el abrazo, la borrachera de palabras y vino, con la consagración ansiada y ritualizada en la frase que oficia un bautismo iniciático, lustral, pero a la pata la llana requerida por la tradicional rotundidad navarra: “Si esta es tu primera novela, puedes escribir lo que te salga de los cojones”. Y así, de las gónadas a las palabras, la seguridad hizo fuerte a Eduardo Laporte para afrontar la caída libre a través del abismo especular de la memoria, en busca de su propio origen. Confesión necesaria, justificación para seguir adelante. Con una asombrosa facilidad de expresión recién adquirida en el trance, virtud para facilitar la lectura de su texto al envolver a los lectores en un cúmulo de emociones que les será difícil evitar. Y por supuesto olvidar, al hacerlas suyas.

Con la misma voz de Françoise Hardy cuando entona “Puisque vous partez en voyage”, escogida por el diseñador Philippe Laporte para el que debería ser el último desfile de sus colecciones, rasguea entonces la narración por donde el drama interior del autor —que dejó de de ser un “novel”— se materializa hasta que envuelve al lector entre sus significantes cada vez más escuetos hasta alcanzar el clímax del relato objetivo, manera del mejor Capote. “A sangre fría” se remata pues el hallazgo final de una respuesta: Aquel duro parte médico, apenas salpicado por torpes frases de ánimo del oncólogo firmante, que el padre ocultó a todos para asumir por última vez su papel de compañero en la cabecera de la esposa que se le adelantó en la enfermedad y la muerte. Queda sobre el papel temblando, ya realizado, el análisis requerido, el realizado Edipo; delimitado el avatar de la Esfinge con el hallazgo del objeto de investigación que latió a lo largo de todo el libro: Memoria Sagrada de los griegos donde las palabras son las Musas que dicen la “aletehia”: “El inconsciente es ese capitulo de mi historia que está marcado por un blanco u ocupado por un embuste: es el capítulo censurado; pero la verdad puede volver a encontrarse, pues a menudo ya está escrita en otra parte”, como nos dejó dicho Lacan en su Discurso de Roma (3).

Podríamos al hilo de la cita lacaniana, aducir como colofón de esta reseña, que Eduardo Laporte se ha limitado a traducir, al tiempo que ordenar, su memorial de recuerdos desde “esa otra parte” que no es sino el arquetipo de azogue donde se constituye la función de la conciencia. Yo creo firmemente que así ha sido, atendiendo a mis convicciones acerca de la literatura, que comienzan por su establecimiento como único visor del que dispone el ser humano para entender el mundo y “entenderse” en él, construyéndolo en un imaginario que pasa a ser código real de entendimiento colectivo. En tal sentido, no existe otro mundo habitable, repetimos hasta la saciedad, que el recogido por los poetas en sus textos —incluidos los narradores, pintores, escultores y creadores afines—; el mundo preñado de sentido que contienen los sabios versos de Manuel Vázquez Montalbán en el epígrafe que encabeza estas líneas. Recordemos que: “Solo serás libre al llegar a Memoria”. Más allá de las patrias y los nombres, acaso bajo una luz de noviembre, por la tarde o en cualquier momento en que un hombre muere bajo la mirada de su hijo. Cuando el hijo resulta capaz de recoger ese desafio, tan viejo como la condición humana, y levantar un megalito de palabras en su nombre. Como ha sucedido por fortuna en esta novela nada primeriza sino iniciática.

NOTAS:
(1) Manuel Vázquez Montalbán, Ciudad, 1997.
(2) Exegi monumentum aere perennius (Horacio, Odas, 3, 30, 1). William Blake recoge esta misma idea en “The Marriage of Heaven and Hell”: Eternity is in love with the productions of time ("Proverbs of Hell")..
(3) "Discurso de Roma" es la expresión con que suele referirse a la intervención de Lacan en el Congreso de Roma llevado a cabo en el “Istituto di Psicologia della Universitá di Roma” el 26 y 27 de septiembre de 1953. Puede encontrarse en Jacques Lacan, Autres écrits, Seuil, 2001. La versión castellana del texto “Función y campo de la palabra y del lenguaje en psicoanálisis”, se encuentra en Escritos-I, Siglo Veintiuno Editores, Buenos Aires, 2008. La cita, en pág. 249.
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