No es nada fácil, aunque tampoco suelen ser muchos quienes lo intentan, el
viaje desde el periodismo a la literatura. Y entre aquellos que lo intentan son
pocos también quienes consiguen cumplir la exigencia del verso en que Horacio
consagra el amor de la eternidad por las obras del tiempo: La construcción del
monumento perenne a lo real en que resultará la obra literaria (2), al pretender
una respuesta a las grandes preguntas y jugarse, de paso, a cara o cruz la vida
del autor. El día en que el periodista Laporte compró su cuaderno y se dispuso a
reconstruir su propio mundo, presintió ya que desde su escritura habría de
levantarse otro mundo posible para los demás mortales que lo leyeran; aquel
mundo que solo nace cuando el escritor consigue que la naturaleza imite al arte.
Rompió pues a escribir con una revisión completa de su memoria, teniendo muy
presente la máxima de Aristóteles que quiere que el alma nunca piense sin
fantasmas.
Los fantasmas fundamentales que ocupaban la mente en acción
de Eduardo Laporte en la mañana de octubre en que rompió a escribir su
primera novela (“nivola”, la llamará él mismo, en enorme abrazo al inabarcable
Unamuno), jalonaban el camino de regreso al momento en que cinco años antes pudo
contemplar, a la luz de otra luz transparente de onirismo, cómo el rostro de su
padre se desvanecía. La transparencia,
camino de
verdad según Zambrano, diseñaba en sus aguas cambiantes la
sombra de otra des-aparición, la de su madre, sucedida diez meses antes a
causa de la misma invasiva, terrible enfermedad. Con estos antecedentes pude
iniciar yo la lectura de
Luz
de noviembre, por la tarde, narración de
la aventura intelectual de un hombre en el que
vivir, soñar y representar
serán, páginas adelante —y según Lacan, como lo fueron en Borges, Shakespeare o
Calderón—, sinónimos que le permitan atenuar la delicada zona que confunde la
vigilia con el sueño. La vida onírica siempre se rescata y se recorta por la
acción complementaria de la memoria y del olvido, pero choca contra el espejo,
provocando el infinito desdoblamiento del laberinto. A menudo en signos de
escritura.
Se inicia el recorrido con lo que el
autor llamará una “autoexploración”, en modo llano que contiene pasajes del
mejor periodismo de investigación —empleado acaso por vez primera para la
indagación íntima—, que permite orientarse con eficacia en el abismo de la
memoria
El laberinto, en el texto que
comentamos ahora, muestra inmediatamente un camino en que la sabiduría del
estilo facilitará el regate de los engaños. Se inicia el recorrido con lo que el
autor llamará una “autoexploración”, en modo llano que contiene pasajes del
mejor periodismo de investigación —empleado acaso por vez primera para la
indagación íntima—, que permite orientarse con eficacia en el abismo de la
memoria, patria y amante esquiva de todo artista que inicie su descenso. La
temporalidad en la que se diluye la búsqueda de una identidad propia, siempre
contiene constantes conceptuales referidas a la división clásica de la duración:
El pasado es el momento que activa las funciones de la memoria y del olvido, el
presente es espacio fértil para la fe y la esperanza, y el futuro es la
incógnita que alienta el temor y el deseo de eternidad. Como en “El jugador de
ajedrez” de Borges, el ya escritor Laporte se preguntará: “¿Qué Dios detrás de
Dios la trama empieza, de polvo y tiempo y sueño y agonías?”.
Desfilarán
entonces por el tablero de la linterna mágica, aquellos significantes hilados en
el juego de luces invocadas desde el destello inicial del encuentro fortuito de
los padres en el pasado; en la acción del “fatum”, que se evocará con las
imágenes de una pelota de tenis oscilando sobre la red, como plano fundamental
de la película
Match Point de Allen. Metáfora que, omnipresente en la
nivola, orientará los hechos del guión de las vidas de cada Laporte-Miqueleiz,
de sus hijos, amigos y parientes, ya enlazadas con sus últimos raquetazos.
Recorrido de recuerdos infantiles, fiestas familiares, caracteres, lugares de
una Pamplona aún “olorosa a cerrado y sacristía” de la que debió escapar la
madre en busca de un futuro abierto a todos los destinos; y después boda, ruina
posterior que acecha a la empresa de la familia del padre, diseñador de moda
francés a quien un mismo destino compartido llevó en el pasado a Londres al
encuentro con la madre, con el bar de los abuelos en la vinosa calle de San
Nicolás, con la acogedora trastienda familiar, con la omnipresente Plaza del
Castillo… Mas también un enérgico “barrido” de cámara sobre hermanos, tíos,
amigos, novias, hitos todos que son objeto de iluminación, señalará los límites
de partida en la vida cotidiana del niño Laporte, del adolescente Laporte, del
hombre Laporte, que resulta ser ahora, de súbito, un escritor.
La seguridad hizo fuerte a Eduardo
Laporte para afrontar la caída libre a través del abismo especular de la
memoria, en busca de su propio origen. Confesión necesaria, justificación para
seguir adelante. Con una asombrosa facilidad de expresión recién adquirida en el
trance
Los jalones a menudo lucen en los
fluorescentes de canciones de moda, películas y también lecturas, presencias de
Houellebecq y su diario
Mourir, de Pavese en su
Mestiere di
vivere, de Françoise Hardy con el drama Dutronc atrapado en el costado y la
garganta, Morente y Lagartija Nick… pero sobre todas estas señales primará una
fundamental, plantada en honor a Hermes con el encuentro buscado del Maestro, el
escritor Sánchez-Ostiz a quien encuentra al pie de un puente por el que cruzar
las fronteras de la significación en el viaje emprendido. Entrega y lectura de
un original. Y finalmente el abrazo, la borrachera de palabras y vino, con la
consagración ansiada y ritualizada en la frase que oficia un bautismo
iniciático, lustral, pero a la pata la llana requerida por la tradicional
rotundidad navarra: “Si esta es tu primera novela, puedes escribir lo que te
salga de los cojones”. Y así, de las gónadas a las palabras, la seguridad hizo
fuerte a Eduardo Laporte para afrontar la caída libre a través del abismo
especular de la memoria, en busca de su propio origen. Confesión necesaria,
justificación para seguir adelante. Con una asombrosa facilidad de expresión
recién adquirida en el trance, virtud para facilitar la lectura de su texto al
envolver a los lectores en un cúmulo de emociones que les será difícil evitar. Y
por supuesto olvidar, al hacerlas suyas.
Con la misma voz de Françoise
Hardy cuando entona “
Puisque vous partez en
voyage”, escogida por el diseñador Philippe Laporte para el que debería
ser el último desfile de sus colecciones, rasguea entonces la narración por
donde el drama interior del autor —que dejó de de ser un “novel”— se materializa
hasta que envuelve al lector entre sus significantes cada vez más escuetos hasta
alcanzar el clímax del relato objetivo, manera del mejor Capote. “A sangre fría”
se remata pues el hallazgo final de una respuesta: Aquel duro parte médico,
apenas salpicado por torpes frases de ánimo del oncólogo firmante, que el padre
ocultó a todos para asumir por última vez su papel de compañero en la cabecera
de la esposa que se le adelantó en la enfermedad y la muerte. Queda sobre el
papel temblando, ya realizado, el análisis requerido, el realizado Edipo;
delimitado el avatar de la Esfinge con el hallazgo del objeto de investigación
que latió a lo largo de todo el libro: Memoria Sagrada de los griegos donde las
palabras son las Musas que dicen la “aletehia”: “El inconsciente es ese capitulo
de mi historia que está marcado por un blanco u ocupado por un embuste: es el
capítulo censurado; pero la verdad puede volver a encontrarse, pues a menudo ya
está escrita en otra parte”, como nos dejó dicho Lacan en su
Discurso de
Roma (3).
Podríamos al hilo de la cita lacaniana, aducir como
colofón de esta reseña, que Eduardo Laporte se ha limitado a traducir, al tiempo
que ordenar, su memorial de recuerdos desde “esa otra parte” que no es sino el
arquetipo de azogue donde se constituye la función de la conciencia. Yo creo
firmemente que así ha sido, atendiendo a mis convicciones acerca de la
literatura, que comienzan por su establecimiento como único visor del que
dispone el ser humano para entender el mundo y “entenderse” en él,
construyéndolo en un imaginario que pasa a ser código real de entendimiento
colectivo. En tal sentido, no existe otro mundo habitable, repetimos hasta la
saciedad, que el recogido por los poetas en sus textos —incluidos los
narradores, pintores, escultores y creadores afines—; el mundo preñado de
sentido que contienen los sabios versos de Manuel Vázquez Montalbán en el
epígrafe que encabeza estas líneas. Recordemos que: “Solo serás libre al llegar
a Memoria”. Más allá de las patrias y los nombres, acaso bajo una luz de
noviembre, por la tarde o en cualquier momento en que un hombre muere bajo la
mirada de su hijo. Cuando el hijo resulta capaz de recoger ese desafio, tan
viejo como la condición humana, y levantar un megalito de palabras en su nombre.
Como ha sucedido por fortuna en esta novela nada primeriza sino iniciática.
NOTAS:
(1) Manuel Vázquez Montalbán, Ciudad,
1997.
(2) Exegi monumentum aere perennius (Horacio, Odas, 3, 30,
1). William Blake recoge esta misma idea en “The Marriage of Heaven and Hell”:
Eternity is in love with the productions of time ("Proverbs of Hell")..
(3) "Discurso de Roma" es la expresión con que suele referirse a la
intervención de Lacan en el Congreso de Roma llevado a cabo en el “Istituto di
Psicologia della Universitá di Roma” el 26 y 27 de septiembre de 1953. Puede
encontrarse en Jacques Lacan, Autres écrits, Seuil, 2001. La versión
castellana del texto “Función y campo de la palabra y del lenguaje en
psicoanálisis”, se encuentra en Escritos-I, Siglo Veintiuno Editores,
Buenos Aires, 2008. La cita, en pág. 249.