Uno. Tenía nueve años Carmen cuando ganó su primer premio literario. No era
un premio digno de ser publicitado. Estudiaba en Barcelona (la familia se
trasladó del páramo castellano a la ciudad del azul mediterráneo: “Yo ya soy de
este mar”). El poema que ganó el concurso de su clase se titulaba “Las
estaciones del año”. “Es el único poema que salvé de la quema, lo he tirado
todo”, se adelanta, antes de que le pregunte por aquellos versos. “Si hubiese
ido al psiquiatra, me habría sabido decir por qué he ido tirando hasta hace muy
poco todos mis escritos, pero no fui…”, se arrepiente, más como una excusa que
como el pesar del herrerillo, cuyo canto metálico repica sobre el yunque en la
fragua. La madre de Carmen murió cuando ella tenía 17 años, de una afección
pulmonar. Maestra de formación, le descubrió el universo de las letras. Cuando
falleció,
Carmen
Plaza se propuso dos cosas trágicas por tremebundas, mortales ambas
como un chiscón que arde, y dos cosas que no ha cumplido; como bien dice, “las
cosas sólo son cosas”: 1. Que no volvería a escribir, y 2. Que no se casaría.
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Dos. Se casó. “Me casé a los 23 años con un hombre muy
persuasivo que me convenció de que la enfermedad no podría conmigo, y que los
hijos que tuviéramos no serían huérfanos de madre. No sé porqué, durante mucho
tiempo creía que me iba a morir”, asume, con la sospecha detrás de la oreja de
quien cruza el río sobre el firme del puente con miedo a que ceda. “Quizá por
eso me he dedicado al mundo sanitario.” Tuvo dos hijas, “dos seres
encantadores”: La Pequeña.
Clara, economista, vive desde hace años en
Nueva York (“es una gran aficionada a la fotografía”), y La Mayor.
Maite,
licenciada en arte y con una preciosa voz soprano. A la hija de ésta,
Ainoa, Carmen le debe el hecho de que haya vuelto a las letras con
regularidad. A ella le dedicó su poemario
Versos para ir creciendo. Al
hermano de Ainoa,
Daniel, que nació en el 2003, con la guerra de Iraq, le
está escribiendo unas cartas que le ayudarán a interpretar, cuando crezca, el
mundo que le ha tocado vivir. “Por ahora llevo compuestos 16 poemas…”
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Tres. Escribió. Cuando dormía, escribía, velando sus sueños con liras
mientras otros contaban ovejas de tusones blancos; cuando, en reuniones sociales
aburridas los demás bostezaban, ella pensaba poemas, y el lápiz lo convertía en
una tornadera con la que separaba lo sustancioso de lo puramente anecdótico…
“Tenía el diccionario en la cabeza.” Escribía, pero todo lo tiraba, excepto los
dibujos de su madre. Ella le inspiró el soneto “A la sierra de la mujer muerta”:
“Mujer muerta, perfil envenenado…”. Un día, en lugar de destripar sus poesías,
las guardó en un cajón: “No tenía tiempo ni para romperlas”. Y ese cajón fue la
providencia. De ahí han salido los poemarios
Fuera del paraíso (Comte
d’Aure, 2003);
Tela que cortar (Torremozas, 2006, Premio Carmen Conde), y
Amor en vela (Visor, 2009), entre otros. En breve, en Perú, publicará un
alegato contra la violencia,
La onda y el viento. Carmen Plaza
ocupa su lugar en
Personajes de Cataluña (Last Word, 2009). “Finalmente,
la economía me pareció un feliz cruce de caminos, por reunir las tres
vertientes: la matemática, la técnica y la humanista”, dice en la página 62, y
en la siguiente sus declaraciones connotan una vida plena, rebosante, a pesar de
su austeridad innata. “No hay que tirar nada en tiempos de escasez. Ni siquiera
los disgustos. Se zurcen y pueden servir para otro traje.”
+
Cuatro.
Las cuatro voces, editada en el 2010 por la Asociación de
Bibliófilos de Barcelona, recoge un pliego de 32 haikus: “Los haikus están
ilustrados por el artista
Miquel Plana, y llevan encartados en el
frontispicio una estampa, numerada y firmada. Vamos, una maravilla de edición”,
resume Carmen. Los cuatro elementos: el Agua (“brama el agua perdida”), la
Tierra (“oculto abrazo”), el Aire (“la larga noche”) y el Fuego (“cristal en
llamas”). Carmen se desploma en la silla, con un gesto que recuerda a
Cyd Charisse en
Cantando bajo la lluvia (
Stanley Donen, 1952), y se
regocija con la teoría matemática del control óptimo y con la Física, cuya
carrera dejó a medias en la Universitat de Barcelona: “Me fascinaba
Pitágoras, que veía colores en los números”.
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Cinco.
Pentasílabos: “Bajo la arena / navega el mar. / Sobre las olas / mi ceniza va”.
De “Exequias”, en
El rastro de la herida (Torremozas, 2011).
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Seis. En media docena de hoteles de Barcelona ha residido Carmen: “Por
el trabajo de mi marido, he tenido que desplazarme continuamente, por lo que
tuve que reducir cada vez más mis pertenencias. Me he adaptado a vivir con poco
espacio físico”.
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Siete. En
Cuentos
de lumbre y pesadumbre (Edciones
Carena),
Carmen Plaza homenajea al número siete. Agarra el cuento de
Blancanives y los
siete enanitos y lo desbarata, como un lecho de carrizos en el Sónar Kids.
Los enanitos, ahora gigantes, abusan de la joven: “Siete veces la atraparon, la
molieron a palos, siete veces la cubrieron de babas y de estiércol”. Siete
veces.
1+2+3+4+5+6+7=28=0
Veintiocho, que son los días que tarda
Carmen en rehacer un poemario, se pueden reducir a cero. En la hipótesis del
origen transdimensional del Universo, o Big Bang múltiple, se anuncia lo
siguiente: “Antes de que existieran las dimensiones, existía la nada. Tiempo=0”.
Carmen se deja llevar, aturdida por esa nada que, como acertó el poeta
José
Hierro, lo es todo. Último verso del soneto que Carmen Plaza incluyó en el
volumen que diversos artistas dedicaron a José Hierro, en el 2005: “Y en el seno
del todo, amar la nada”. Medita: “Cada vez tengo menos claro que el tiempo sea
para todos una misma cosa”.
Las cosas sólo son
cosas.