Si late aún en todo demócrata el aldabonazo de conciencia que impone el
reciente fin impuesto por la muerte al
largo viaje de Jorge Semprún —mas
no a su voz—, la inmediata reimpresión de la obra de ese testigo excepcional de
la barbarie del siglo XX, remediará en parte su pérdida irreparable. Neuma y
enlace con ella, ha de servir de contrapunto el desafío coral a la desmemoria de
esta
Elegía en Portbou que hoy tenemos entre manos,
armonizándose
a su vez con la no menos feliz reedición en lengua castellana de
Les Elegies
de Bierville del gran Carles Riba, en la
magnífica versión
de Marta López Vilar. Por ello señalan los editores de
Elegía
en Portbou, que “en el espacio histórico que va
desde la derrota del 39 hasta el final de la dictadura y nuestro presente, la
palabra nombra, en este extenso poema
inacabado y abierto por su misma
pretensión, todas las heridas del siglo XX, quizá el más cruel de la
historia”. Añadiremos que el último estudio de Paul Preston, en el que califica
el exterminio masivo de demócratas planificado por Franco y sus auxiliares
felones, militares y civiles, como un auténtico
Holocausto (4) que
resultaría preparatorio al perpetrado por los nazis y sus auxiliares fascistas
sobre los judíos,
perros judíos comunistas, homosexuales, gitanos,
comunistas en general y
perros combatientes de la II República española,
redondearía esta serie de benéficos impulsos movilizadores.
Inacabados y
abiertos, sí, a este nuevo e inquietante siglo, como indica el incesante
goteo de noticias que denuncian el retroceso de las democracias.
Sin
embago,
Elegía en Portbou no es, no puede ser por razones biográficas, el
relato de un solo testigo del exterminio cainita en dos guerras con el mismo
agresor, como lo fue el de Semprún, ni el de un científico de la historia como
el de Preston. Pero sí el de alguien que más que heridas en el propio cuerpo, ha
padecido gran parte de los años de represión como poeta y ciudadano y quiere
asumir y entregar junto al suyo, el dolor moral de la larga derrota de nuestros
muertos trasterrados, insepultos en fosas desperdigadas y anónimas o yacentes en
los grandes cementerios bajo la luna que asimismo denunciara en plena contienda
Georges Bernanos, poeta tan católico como Riba y como él consciente del
“vaciamiento de sí mismo” (
heauton ekénosen) que supone la fe en el
Cristo. Acompañan por tanto a esta
Elegía en Portbou, añadidos al
lecho del dolor mas vivo causado por la maldad, también los actos de heroísmo,
de bondad y resistencia. En ningún momento pierde el poeta, desde su perspectiva
de derrotado, el hilo histórico cuyo tratamiento poético —en X cantos agrupados
en tres Libros que siguen a un hermoso poema introductorio, más una larga estela
final de voces nombradas individualmente y tañidas en coro a lo largo del
texto—, no desvirtúa lo verdadero de su temática basada en hechos ciertos y
probados. Muy al contrario, la palabra poética sigue siendo aquí aquella que
establece lo verdadero acontecido en la tierra, pues lo eleva a la condición de
mundo que se instaura como nuevo en la mente de sus protagonistas lectores. La
verdad irrebatible de la poesía.
Perplejo y estremecido pero
determinado, el poeta alterna sus versos blancos alargando y estrechando ritmos,
adaptando las cadencias, diástole-sístole de la inspiración primordial largo
tiempo retenida y alimentada que ahora
escapa
El autor decidió colocar en el dintel
de entrada a su libro unos versos de Rilke que advierten:
¿Quién nos dio pues
la vuelta, de tal modo/ que hagamos lo que hagamos, estamos en la actitud/ de
uno que se marcha? Como quien,/ en la última colina que le muestra una vez más/
su valle por entero, se da la vuelta, se detiene, permanece/ así un rato,/ así
vivimos, siempre despidiéndonos/. Cerca ya de la frontera de Portbou, Riba
entregó a Antonio Machado los versos que abren como epígrafe estas líneas,
garrapateados en un papel. En el año 39, al despedirse antes de partir ambos
hacia el exilio y entonar sus propias
Elegies, el catalán desde su razón
poética personal, para que anduviera iluminando los caminos doloridos del
ausente (
Carmina invenient iter, es la cita de Séneca que abre su
colección de plantos) hasta hallar lo oculto que pudiera justificarlo. Y apuntar
el sevillano su aliento exhausto
en estos días azules y este sol de la
infancia, anotados para el recuerdo en otro humilde papel hallado en un
bolsillo de su americana, que ya no lucirían para él sino unos pocos días más.
He querido colocar al frente de esta reseña aquellos heridos versos nacidos en
el presentimiento de lo que sería una
larga noche piedra —en expresión de
Celso Emilio Ferreiro, uno más de los grandes poetas vencidos y olvidados—, como
homenaje a aquella voz solitaria que contrasta con la voluntad colectiva en la
que se inserta necesariamente el significativo trabajo de Antonio Crespo
Massieu, escrito en el
exilio
interior de los años de la humillación —en que todo dios
permanece para siempre ausente y de espaldas a cualquier realidad ajena a su
severa ortodoxia, determinada en cada ocasión histórica por los amos de la
tierra.
Aquí pues en el cementerio de Portbou, donde Walter Benjamin
sobrevuela el desfile de sombras abrazado en su despedida al ángel perplejo de
la historia, se halla el lugar que elige el poeta para entonar su kaddish de
duelo:
Y aquí, ante este mar, en este cementerio de luz y
espliego, en este rincón donde la tierra se esconde, donde los
hombres desaparecen perdidos en azul, en serpenteante línea que
desciende y escala la montaña, en negro vacío que horada siglos,
distancias. Aquí jalonado de muertos, en este promontorio de
ausencias, en la escarpada memoria de los que fueron y de lo que
fui, en las voces que suben y se hacen signo, azul sobre blanco,
en el reconocimiento de lo que perdí, de mis sombras y las suyas,
en esta respiración acompasada con los muertos, este vaivén de
rezo o suspensión, de acompañamiento o herencia, en esta devolución
consagrada, circunvalada, rodeada como piedra o carne, en este llanto
que es palabra, en esta latitud del siglo donde mi pasado se
diluye como agua verde o espasmo de un recuerdo conquistado
al olvido y sus trampas, a los maliciosos del consuelo.
Aquí, donde las voces se convocan, voces como las que
atormentaban a Virgilio en su última hora en el ensueño descrito por Hermann
Broch (5), incrustándose en su mente para mezclarse y componer juntas la larga
cadena de poemas desde el primer grito modulado por un humano hasta nosotros,
sobre la voz anudada de poetas y pensadores. Aquí forman para lanzarse juntas en
la
Elegía en Portbou las voces de vivos y muertos, las de Rilke y
Celan, Tundidor y Mestre, Benjamin y Primo Levi, Pepe Méndez, Machado, Manrique,
el propio Riba, Char, Lévinas, Buber, Grande, con el contrapunto irónico de
otras altisonantes que ya sentencian que
se ha hecho justicia (Pío
Cabanillas), localizan y denuncian
criaderos y nidos especiales/para
judíos (Jiménez Caballero) o berrean un vibrante
¡Arriba España! que
redactado difícilmente con el brazo en alto, perdura negro sobre blanco en el
Libro de Actas del Ayuntamiento de Portbou. Todas ellas inscritas en el
reiteradamente evocado azul, un mítico azul de Voronet que subyace en el
recuerdo del poeta e ilumina su compasión cosida a la esperanza en
la palabra
venidera anunciada por Celan.
Recitativo, canto, elegía, poema,
cántico, cantata, gozos o salmo —valga en esta ocasión la confusión de géneros
pues en todos ellos suena en un momento u otro la Elegía en Portbou—,
merece honda lectura
Así, somos también
convocados a escuchar todas las voces posibles, audibles o inaudibles,
finalmente acordadas en la de Crespo Massieu que nos llega ya nítida y
clara: A sentarnos todos, y sentarnos todos para el recuento
con los
despiezados, los perdidos, los sepultados sin sepultura, los que fueron ceniza,
denso vacío, los que dijeron la palabra, y los que callaron y tuvieron miedo,
los avergonzados, los postergados por el amor, los heridos por el deseo, los que
esperan sin saberlo y los que saben y ya no esperan, los que fueron luz o
sonrisa, los que dejaron algo, los que apenas fueron. Sentarnos todos con
ellos: con los que también fueron
deportados al campo, los que olvidaron la
oración y fueron sacrificados, los hacinados en la playa llorando arena, los que
defecaban en el mar, los elegidos, los llevados a las fosas ardeatinas, puestos
en la balanza, penosamente sumados, los que alcanzaron con su hedor descompuesto
la indiferencia del príncipe blanco, el pastor que parte la mañana y el pan con
sus asesinos, y el que yace sin saber dónde, el que está aquí en este cementerio
cuya belleza sobrecoge, en este vertedero del siglo, en este mirador de la
historia y sus infinitas, sagradas, ausencias. Convocados a la melopea que
hace el recuento de
la hilera que tiembla en la noche,/ que avanza al
amanecer entre ruinas, escombros, la metralla,/ y el desconsuelo, las mujeres,
los niños, la pureza/ de alba y la carne, los hombres vencidos de ojos sin luz/
con la andrajosa belleza de la dignidad… Perplejo y
estremecido pero determinado, el poeta alterna sus versos blancos alargando y
estrechando ritmos, adaptando las cadencias, diástole-sístole de la inspiración
primordial largo tiempo retenida y alimentada que ahora escapa, a veces en la
más pura tradición de la escritura automática, que sin quebrar la unidad
prosódica estalla en la supuestamente informe melopea de /
deforme niño que
escupió al fin una palabra/ (si acaso lo fue)/ mascó masculló maculó muscló
masclá/ que nada o todo contiene/ —aquella epifanía
mass-klo que
golpea en Primo Levi,
/melodía que siempre permanece/ o voz que fundara de
nuevo el origen/. Y regresar con todas las cosas tocadas y usadas hasta el
origen del lenguaje para finalizar el libro primero, “El libro de los pasajes”;
para abordar el segundo “Libro de la Frontera”. Frontera de la luz y de la
historia evocadora de las llagas salvadas por la misma luz que prevalece siempre
en el país de las sombras, donde asoma el corazón de Virgilio en busca del padre
doliente en el infierno, verso rebelde agazapado en la mente de Eneas Massieu,
residuo acaso de su
incierta caligrafía escolar que silabea aquel
ibant obscuri sola sub nocte per umbram, verso (6) que le absorbe e
informa el trasfondo de su Elegía. Todos apiñados para avanzar hacia el “Terco
suburbio de la esperanza” en el Canto VII donde cobra nuevo sentido la entrega
de Riba a Machado, camino del exilio,
/seré un cor dins de la fosca/ púrpura
de nuevo con el alba/. Y el poeta repite con sus maestros sobre el
acantilado del día:
Se canta lo que se pierde. Colliure.
/Nunca
olvido./. Y se pregunta
: ¿A partir de cuándo? Mas la palabra
está salvada en el tiempo, contra el tiempo. Sólo para abrirse como un presagio
en el blanco cementerio donde se procede a nombrar uno a uno a los que se
quedaron entre la indiferencia de los vivos en el vacío de la muerte y la
lejanía de los años. Un bellísimo Canto VIII —canto o recitativo al modo de Bach
o Händel— nos llevará hacia el tercero y último de los libros, el “Libro del
Descenso”, en cuya boca de sima un pasquín indica a
voi ch’entrate, en
compañía de Walter Benjamin en el papel de Virgilio —
tu duca, tu signore, e
tu maestro—, que “tampoco los muertos estarán seguros ante el enemigo cuando
este venza. Y este enemigo no ha cesado de vencer”. Benjamin entra en el clamor
colectivo como profeta del gran Holocausto iniciado en España en “La zarza
ardiente de la piedad y la restitución”, mientras el cantor Dante Massieu
reconstruye sus últimos pasos y pensamientos camino de la última toma en
sobredosis, abrazado a su Baudelaire adorado, embebido y ajenado en la droga con
la que ya intentó suicidarse años atrás. Se trata del impresionante recitativo
final, Canto X, “Mira, descansa, descansad. Al fin hemos llegado”.
Recitativo, canto, elegía, poema, cántico, cantata, gozos o salmo —valga
en esta ocasión la confusión de géneros pues en todos ellos suena en un momento
u otro la
Elegía en Portbou—, merece honda lectura, pero que habrá de
realizarse en las páginas ya impresas del libro pues debido a su extensión
resulta imposible reproducirla entera en la breve Antología que sigue a
continuación de estas líneas. Incluímos en cambio el poema de apertura y la
intensa e impresionante poema nº VI del “Libro de la Frontera”, presidido por un
Paul Celan que lamenta un
demasiado tarde, nibelungos de izquierda.
Quisiera añadir poco antes de mi firma, que al dilettante lector y redactor del
presente artefacto, que no es reseña ni loa, sino referencia necesaria de un
gran poeta en tiempos de penuria, sólo le quedaría una anotación más en atrevida
analogía con la que no espera que estén de acuerdo muchos de los actores
presentes en la
hipócrita
cultura contemporánea española.
Elegía en Portbou
es un documento poético que significa con enorme altura estética —a los noventa
años cumplidos de la composición y recomposición por TS Eliot de su
Tierra
Devastada, ayudado por la sabia mano de Ezra Pound tras la Primera Guerra
Mundial— nuestro “nacional” baldío de cuerpos y almas sobre cuya arcilla púrpura
manchada, amasada en sangre y huesos, se ha construído un régimen recompuesto en
los bordes de una inmensa herida sin cerrar, de una traición sin reparar, con
los retazos de una capa acuchillada (Yeats), apuntalado con
arena de
llorar por argamasa.
Así como TS Eliot sometió humildemente su
manuscrito a quien consideraba
il miglior fabbro, el no menos flexible
poeta Castro Massieu pasó en 2008 un ejemplar de su obra inédita a “algunos
poetas y amigos que fueron sus primeros lectores: Francisca Aguirre, Enrique
Falcón, Félix Grande, Guadalupe Grande, Juan Carlos Mestre, Antonio Orihuela,
Manuel Rico, Jorge Riechmann. Es de justicia consignar los nombres que han
jalonado este tiempo de espera, agradecer a quienes me han alentado, han emitido
opiniones sobre el libro y han hecho un poco más fácil perseverar en el empeño”.
Quede pues consignado, también aquí; a posteriori me permito añadir mi
propio aliento de nacido en un refugio en la Valencia del 38 durante un
mortífero bombardeo, invitando a quien se sienta atañido a “perseverar en el
empeño”, mucho más común si cabe desde estos momentos. El 1 de abril de 1939 fue
también
el mes más cruel para las devastadas tierras de España. Ojalá que
la voz de Crespo Massieu tuviese el poder de “fundar de nuevo el origen” —en
respuesta al desolado
¿Desde cuándo?— acompañándose de la masa de poetas
que le han precedido, más los que a buen seguro se unirán desde esta hora a su
propósito.
Exegi monumentum aere perennius (7). Inacabado y abierto
corazón en la oscuridad. Todo parece indicar que la
resistencia
contra nuestra desmemoria endémica será todavía
imprescindible,
púrpura de nuevo con el alba. BREVE
ANTOLOGÍA ¿A partir de cuándo? ¿A
partir de cuándo el ángel, el pájaro,
desde cuándo la herida, el canto, lo
quebrado,
el asombro, la suave permanencia, la luz,
desde cuándo la
música, su ingrávido descenso,
la claridad bañando el mundo, la palabra
escalando la noche, vaticinando gira que gira
el gozne, lo entreabierto,
la cadera herida, la piel
marcada, lo que rodea y abraza, lo circunciso,
la agrietada fidelidad, la fraterna constancia
de lo que contemplan los
contemplados,
a partir de cuándo el silencio y sus sombras,
desde que
tiempo sin tiempo horada renuncias,
enumera traiciones, olvidos, cuándo.
Quién escuchó el pájaro, la luz, la carne,
quién la dijo, desde
dónde la inventó, la bautizó
y sacralizó el instante, lo venidero como
esperanza,
un sueño terso que adivina lo posible, lo nunca acaecido
y
sin embargo siempre preguntado, indagado
en temblor, hueco, cuenco de
vigilia, descenso, regreso.
¿A partir de cuándo el pájaro, la luz?
¿desde cuándo el cazador, el oscuro silencio?
¿a partir de cuándo?
Cuando llegó el verbo y fue sangre, boca, saliva,
cuando pobló,
nombró, dijo, permaneció.
Mas ¿cuándo llegó el verbo?
¿cuándo el
pájaro y su canto?
¿a partir de cuándo el canto?
¿cuándo su renuncia?
VI Está la llaga y la luz y la luz
prevalece y salva Pues amor también es un encuentro,
conocimiento que hacia atrás se pierde,
lo que busca el animal, el niño,
un pálpito,
sentir la piel, el suave estremecimiento de la caricia,
el
roce, lo que irradia el calor, el abrazo que tiembla,
lo compartido, la
belleza que se adelgaza y se hace
música, tacto, silencio en que todo
estalla
como palabra que es consuelo, acogimiento,
una plenitud hecha
aire, acorde, suave evocación
que llega, se escucha y penetra como herencia
o fidelidad, lo alto, lo hermoso sin sobresalto,
lo que fue melancolía
al caer la tarde
y ahora susurra y es vuelo de notas, distancia inasible.
El siempre repetido asombro,
lo desnudo que conmueve,
la
perfección que viste en Florencia,
lo aparecido en mármol, lienzo,
lo
hasta ti llegado, ahora por fin
ofrecido, esperando tacto,
un aliento,
la incandescencia, la suavidad.
Luz nacida del centro, del oscuro vaivén
que todo contiene y es materia
vuelta a una profundidad que cobija,
una pasión que ya es música, infinitas
palabras atravesando siglos,
orfandades,
para decir lo irrepetible: una luminosa heredad
o tan sólo
dos cuerpos ya nunca solos.
Así nos encuentra lo que busca el niño,
el animal, un remoto origen para reconocernos
en el punto mismo del
inicio cuando vivir
era lo que nos esperaba: una reclamada aventura,
cuando la sonrisa nos pertenecía como la historia
que estaba por
escribir y todo era como promesa:
las palabras, la carne, el mar, las
ciudades,
todo transitaba en el instante hacia la luz,
edificaba
recuerdos, nostalgias, era júbilo, rebelión
o conocimiento.
Íbamos
por el país de las sombras, orgullosos
de un no proclamado con la cara al
viento
de todas las interrogaciones o certezas,
contra los silencios
cómplices y la repetida ignominia.
Entonces la palabra era un soplo cálido
de la memoria,
abrías, abríamos, calles de espanto, de enloquecido sueño,
de gritos (a gritos, con piedras de voz, de luz, rompíamos
avenidas,
ventanas, lunas, lo que se quebraba en el tiempo
para nacer) con pequeñas
banderas, con una esperanza
repetida en infinitas lenguas.
Éramos como
nuestros cuerpos:
una insolente certeza,
el desnudo afán de una belleza
nuestra y desconocida.
Descendimos a la noche amenazada
(lo ocultado
con el miedo, lo destruido,
lo que íbamos haciendo trizas en la madrugada,
lo arrojado en el silencio)
supimos del espanto, del hueco de sangre
que hería las baldosas, los registros, las largas ausencias,
supimos la
caída que fue grito multiplicado
(descubriste entonces la geografía insumisa
de tu ciudad nunca vencida, las alejadas plazas,
el extrarradio, las
barriadas humildes, las aceras
nunca antes visitadas) y fuimos vergüenza
cuando al alba era la muerte y su decretado silencio.
Y sin embargo
nada,
ni la noche, el horror, el miedo,
nada
abolía la sonrisa, la
inconsciente esperanza,
el saberse inicio, terso reclamo
de un mañana
venidero, inevitable, nuestro.
Éramos certeza, una luz,
un cuerpo
esperando otro cuerpo,
un descenso torpe, casi un balbuceo,
desde la
tibieza, desde ese indeleble desamparo
que nos acogía y estallaba en
deslumbramiento:
lo soñado tan real como un dedo
que desciende, como
deseo
abierto en iris, en carne retenida, en susurro
de piernas, en un
furor tan dulce como abandono.
¡Ah tu pubis incandescente iluminando la
estancia!
llamando la mirada como lo negro contiene la luz,
llamarada
que viste la penumbra y nos encamina
a la caricia, a dilatar infinito el
deseo hasta llegar
donde apunta y abrir la carne al común estremecimiento,
al abrazo de mundos que juego y pasión, ferocidad
y ternura confunden y
todo se resuelve, se revuelve en instinto
y luego se adelgaza en pequeña
palabra, cansancio,
otro encuentro que es reposo, rememoración, olvido
Tú fuiste, tú eres la presentida belleza, el fulgor de Italia,
el
asombro de un cuerpo extendido (el infinito asombro
de todos los cuerpos) el
calor buscado, el pálpito, la caricia,
el roce cuerpo contra cuerpo (ante,
bajo, sobre, desde)
ese temblor que parecía añoranza (pues infancia es
una caricia inagotable, insatisfecha, que luego
en otra carne estalla)
esa indecible suavidad,
lo que llega, ocupa espacio, fuerza la mirada,
llama a la jubilosa extenuación, al camino, al reconocimiento.
Nació
entonces el cumplimiento, la sabiduría
de la carne, sus secretos, lo
recóndito, la fidelidad
construida en el diario, renovado aliento del
milagro
hecho casi costumbre, rito, lo común como una hogaza
gigantesca
de tránsito, apariciones, viajes, silencios:
dos cuerpos horadando el
tiempo, perpetuándose
en lo mínimo que fue temblor y se hizo distancia,
necesaria lejanía, un nuevo horizonte,
preservando así la materia
estremecida.
Intacto el deseo y la belleza como aparición insondable,
sentir de nuevo el descubrimiento,
lo incólume y bajar entonces la mano
hasta la luz cegadora de la adolescencia,
así caminan los amantes
atravesando la noche,
compartiendo amaneceres inconclusos, renuncias,
olvidos, un tiempo incierto de sombras,
palabras escondidas, la
complicidad y sus secuelas
y las esperanzas salvadas, los que volvieron
traspasaron (¿indemnes acaso?) la puerta de las prisiones.
Así los
amantes
llevan consigo ese ardido filamento de la memoria
como cuerpo
iluminando la oscuridad y lo que persiste,
los compañeros que alimentaron
las brasas en el frío invierno
y los perdidos, los arrojados al vacío, el
que predijo
en la hora infausta las alamedas de la libertad,
las
primeras páginas atroces, el espanto
de los avances informativos
pero
también
las canciones que acunaban nuestro dolor
o alimentaban una
esperanza que tendíamos
como blanca sábana que nos cobijara,
que era un
pan pequeñito, negro, duro como piedra
de escándalo arrojada en patios que
se teñían de sangre,
mínimo pan que nos acompañaba como el milagro de la
luz,
como lo invicto entre las sombras, como dos cuerpos
extendidos en
la noche esperando la verdad del amanecer,
su consuelo de claros contornos,
la trasparencia,
acaso una frágil eternidad.
Caminan los amantes
juntando memoria y deseo,
lo transcurrido (lo que atravesó su piel,
el
ácido de las derrotas, las humillaciones
o la fraterna alegría del
encuentro) y lo que se anuncia
y nunca llega, lo adivinado en el tránsito de
los cuerpos,
cuando la palabra penetra en la luz y se hace materia,
para
negar el silencio y decir fragmentos de un sueño
que estalla y es lo
venidero que no vendrá,
todo tan dilatado, tan mínimo y asombroso.
Lo que persiste y atraviesa dudas,
la hosca sequedad de la herida,
la llaga abierta,
como escindida memoria que sangra aún
extiende todavía
sus alas negras,
el incomprensible dolor, tan punzante, tan
de quebrar
mundos, de puntillas ahogando
aliento, cerrando espacio, volviendo la carne
a una olvidada soledad, a un quejido sin voz.
Hay también aquí una
distancia,
una esfera inalcanzable,
un espacio de silencio que ningún
amante
puede salvar, el goce (¿la libertad acaso?)
que se afirma y es
herida ardiente, rejón
que taladra el recuerdo y regresa en las pálidas
horas de insomnio cuando imagen y palabra
dilatan el tiempo como cuerpo
torturado,
extendido en el potro de una verdadera y falsa memoria.
Está la herida, la distancia, lo insalvable
y está la pasión, la
piedad, la caricia, el tránsito
que no es olvido, la abierta materia de
sueños,
la argamasa, el adobe amasado en trigo y barro
de los días que
junta cuerpos, fragmentos, lo renovado,
la claridad, el asombroso fulgor de
la belleza.
Está la herida y está la luz,
están los cuerpos, su
tenaz resistencia,
la pasión, lo vivo elemental,
está la carne
está
la llaga y la luz
y la luz prevalece, ilumina y salva.
NOTAS
(1) Elegías de
Bierville. Versión del catalán de Marta López
Vilar. Libros del Aire, 2011.
(2) Bartleby Editores,
2011. Colección de poesía dirigida Manuel Rico
(3) Antonio Crespo Massieu
(Madrid, 1951) es licenciado en Filosofía y Letras (Filología Hispánica) por la
Universidad Complutense y Diplomado en Estudios Portugueses por la Universidad
de Lisboa. Profesor de literatura española en Enseñanza Secundaria. Ha publicado
la antología comentada Una mano tomó la otra. Poemas para construir
sueños (Comunidad de Madrid, 2002), en coautoría con Pedro Hilario, Roberto
Bravo y Fernando Cañamares. Desde 1997 es responsable de las páginas literarias
de la revista Viento Sur, de cuya redacción forma parte. Ha escrito los
poemarios: Acaso revelación, En este lugar (Fundación Kutxa, Donostia-
San Sebastián, 2004) que obtuvo en 2004 el “Premio de Poesía Kutxa. Ciudad de
Irún” en su XXXV edición, Orilla del tiempo (Germania, Valencia, 2005) y
Elegía en Portbou. Ha publicado trabajos de investigación y de creación
literaria en numerosas revistas culturales y poemas suyos han sido incluidos en
diversas antologías poéticas. (4) El Holocausto Español, Debate, 2011.
(5) El caos demoníaco de cada voz aislada, de cada conocimiento, de cada
cosa, le asaltaba ahora… Oh, cada uno está amenazado por las voces indomables y
sus tentáculos, por el ramaje de las voces, por las voces de rama que
enredándose entre ellas le enredan, que crecen disparadas, cada una por su lado,
y volviendo a retorcerse unas en otras, demoníacas en su individualización,
voces de segundos, voces de años, voces que se entrelazan en la malla del mundo,
en la malla de las edades, incomprensibles e impenetrables en su rugiente
mudez . Hermann Broch, Der Tod des Virgil, Rhein Verlag A. G. Zurich,
1958. Versión de J. M. Ripalda en Alianza Literaria, 2002.
(6)
Eneida, 6, 28.
(7) Horacio, Odas, 3, 30,
1.