El cambio que, sin explicitarlo, pretendían estos amplios grupos de
población –a los que se dio el mote adulador de “sociedad civil”– era hacia el
pasado, hacia los tiempos de Ruiz Cortines, López Mateos y Díaz Ordaz antes de
1968. Sin llamarlo así, exigían –con todo derecho, por cierto– el retorno del
Estado de bienestar. No les interesaba demasiado qué partido y qué personas
gobernaran e hicieran leyes, sino que les devolvieran el futuro que se fue
perdiendo durante tres lustros con las crisis económicas de 1976 y 1982 y que se
esfumó del todo con el golpe de timón hacia el “realismo”, la apertura
comercial, la venta de las empresas del Estado, el viraje de la política social
y los efectos adversos de todo ello sobre la
calidad de vida de
las personas.
En lo político, la corriente democratizadora
dentro del PRI –Cuauhtémoc Cárdenas, Porfirio Muñoz Ledo, Ifigenia Martínez,
Rodolfo González Guevara y un grupo reducido pero significativo– intentó evitar
que el presidente Miguel de la Madrid designara sucesor a Carlos Salinas de
Gortari, lo que habría privado al presidente de su facultad no escrita más
importante. La inconformidad de una parte del priismo con el cambio de modelo se
extendió a los pequeños partidos que sólo nominalmente eran autónomos –PARM,
PFCRN, PPS, PL, PVEM– que, junto con los disidentes del PRI, formaron el Frente
Democrático Nacional, que postuló a Cuauhtémoc Cárdenas a la Presidencia de la
República. A ellos se sumaron Heberto Castillo y el Partido Mexicano Socialista,
heredero del viejo Partido Comunista, que lo postulaba, así como algunos grupos
sectoriales pero importantes.
La izquierda quería un cambio, pero
también hacia el Estado de bienestar y de haber llegado al poder tal vez lo
habría restaurado y corregido las fallas y vicios acumulados durante más de
medio siglo
La izquierda mexicana –unida por
primera vez en la historia y hasta ahora también por última– contó, además, con
los votos de muchos priistas y simpatizantes anónimos que compartían el rechazo
al nuevo proyecto económico y social. Las elecciones tuvieron serias
irregularidades y por primera vez en la historia el candidato del PRI no anuncio
su triunfo hacia la media noche de la jornada electoral; al día siguiente
apareció ante los medios un Carlos Salinas con el rostro desencajado para
anunciar su triunfo y afirmar que había llegado el fin del “partido casi único”.
El FDN protestó por lo que calificó de fraude y estuvo a punto de impedir la
instalación del Colegio Electoral. La izquierda quería un cambio, pero también
hacia el Estado de bienestar y de haber llegado al poder tal vez lo habría
restaurado y corregido las fallas y vicios acumulados durante más de medio
siglo.
El panismo con su candidato Manuel J. Clouthier, también se
pronunciaba por el cambio y en la tarde misma de la elección se sumó a Cárdenas
y a los otros candidatos perdedores para protestar por el resultado oficial que
ya vislumbraban. Se presume que hubo conversaciones sobre la posibilidad de
formar un bloque opositor contra el gobierno y su candidato, pero no se concretó
ninguna alianza, no sé si porque ya desde entonces Cárdenas entendía que era
irracional cualquier asociación política con el PAN o porque Manuel Camacho
logró convencer a la dirigencia panista de que aceptara el triunfo de Salinas a
cambio de concesiones que pronto se hicieron evidentes: gubernaturas, espacios
en el Congreso, contratos y negocios cuya muestra más visible fue el regalo de
extensos y costosos terrenos de Punta Diamante, Acapulco, a Diego Fernández de
Cevallos.
El país pareció volver a la normalidad; Salinas hizo un manejo
político muy eficaz y hacia la mitad de su gobierno decidió algo que no había
mencionado siquiera en su campaña, en su programa de gobierno ni en el Plan
Nacional de Desarrollo: el Tratado de Libre Comercio de América del Norte. 1994,
el año en que entró en vigor el TLACN empezó con la insurrección indígena en
Chiapas, continuó con el asesinato de Luis Donaldo Colosio y luego de José
Francisco Ruiz Massieu y concluyó con la crisis financiera más grave después de
la Gran Depresión.
Ya no se trata sólo de acabar con el
Estado nacionalista y promotor de la justicia social, del que casi ya no quedan
rastros, sino de crear bases constitucionales para hacerlo más rápido y más a
fondo
La gente ya no sólo se inclinaba por el
“cambio”, lo exigía perentoriamente y los partidos políticos de oposición,
particularmente el PRD y el PAN supieron dar cauce a la inconformidad. El PAN se
montó en el reclamo de cambio y el PRD –conocedor de los pliegues internos del
poder por su origen priista– presionó al gobierno con la misma demanda. El
cambio ya no era la abstracción del pasado, sino tenía una dirección: la
democratización del sistema político y este rumbo era consistente con las
protestas de 1988-1989 por el supuesto fraude electoral. Una gran negociación en
la que el PRI participó sólo para hacer todas las concesiones exigidas por la
oposición y respaldadas por el presidente –líder “nato” del partido– y la
reforma electoral logró mitigar los efectos de la recesión de 1995. Se abría la
esperanza de “sacar al PRI de Los Pinos” y los opositores alentaron la creencia
de que ese sería el preámbulo de una vida mejor para todos. El PRI perdió la
mayoría en la Cámara de Diputados en las elecciones de 1997 y la Presidencia de
la República en las de 2000.
El
desastre económico,
social,
político y
moral del
país ocurrido en estos diez años prueba lo que ya había demostrado
Madero en su breve paso por el gobierno: el sufragio efectivo y la no reelección
no garantizan la solución de ningún problema social o económico; son sólo su
primer requisito.
La extrema derecha en el poder
sigue explotando la
veta del cambio y le ha dado el nombre de “reformas estructurales”.
Los voceros oficiales del gobierno, sus aliados en los medios intelectuales y
hasta los locutores casi analfabetos que se han convertido en analistas
políticos, insisten un día sí y otro también en la urgencia de las “reformas
estructurales”, que no son otra cosa que dar rango constitucional a la
privatización de
Pemex y de
funciones básicas
del Estado, que se ha fundado en leyes secundarias y reglamentos. Ya
no se trata sólo de
acabar con el
Estado nacionalista y promotor de la justicia social, del que casi
ya no quedan rastros, sino de crear bases constitucionales para hacerlo más
rápido y más a fondo.
Esto es lo que debemos tener presente los
ciudadanos cuando tengamos ocasión de emitir nuestro voto. Lo que está en juego
no es qué partido o qué individuo va a gobernarnos en el futuro cercano; lo que
está en juego es el futuro cercano mismo. La extrema derecha no sólo es
autoritaria y tramposa, aquí y en el resto del mundo, ahora y el tiempos de
Franco en España. Los ciudadanos tenemos que detenerla mientras podamos hacerlo
con el voto, porque si nos descuidamos, hasta esa oportunidad habremos perdido.