Los medios, sobre todo la televisión, tienen una enorme influencia en la
formación de la mentalidad de la población y precisamente por eso deberían
democratizarse en el doble sentido de ser plurales y permitir, cada uno, la
expresión de la pluralidad. Pero con todo su poder, los medios no inventaron los
muertos de los últimos cuatro años ni las fosas llenas de cadáveres en una
pequeña población de Tamaulipas.
Pese a los privilegios que el gobierno
de Calderón ha dado a los monopolios de las telecomunicaciones y a los que les
otorgará en los veinte meses que restan de su gobierno, los canales de
televisión no pueden convencer a los pobres de que no tienen hambre ni a las
clases medias de que no están al borde de la pobreza. No desestimo el poder de
los medios, pero niego que los problemas de México sean de percepciones y afirmo
que las decenas de miles de familias enlutadas en estos cuatro años no van a
convertirse en optimistas con sólo leer buenas noticias.
En México
estamos sufriendo varias tragedias al mismo tiempo y para eso no hay más remedio
que actuar sobre la realidad, no sobre las percepciones. Supongo que el
optimismo de Lula se debe al éxito efectivo, concreto, comprobable y medible de
sus ocho años de gobierno en Brasil y a que los brasileños de hoy tienen
expectativas reales de futuro como las tuvimos los mexicanos a mediados del
siglo XX.
México necesita un presidente que
infunda certeza no sólo a la inversión privada, que hasta en eso han fallado los
gobiernos panistas, sino a la sociedad que está lastimada, asustada y
desalentada
Claro que tienen expectativas
cuando el salario mínimo ha aumentado en 60 por ciento en ocho años y eso,
contra lo que dice la ortodoxia, no ha provocado presiones inflacionarias. Claro
que el futuro es promisorio cuando los gobiernos –desde Cardoso hasta Dilma
Rousseff, pasando por Lula– han aplicado políticas económicas para fortalecer el
mercado interno y aumentar el ingreso y el consumo de la gente. Son hechos que
han sido reportados a diario por los medios brasileños y de otros países. Pero
la realidad mexicana de hoy es enteramente distinta y no se puede esperar que
los mexicanos tengamos el optimismo de los brasileños.
En México hubo
industrialización, el campo produjo los alimentos e insumos que demandaba la
industria y generó divisas por exportaciones. Hubo una política social sostenida
a largo plazo, que no consistía en dádivas a los pobres sino en educación,
salud, abasto de alimentos a precios subsidiados, vivienda, seguridad social. Se
construyeron obras de infraestructura para el riego, la energía, las
comunicaciones, los servicios públicos; los bancos privados estaban obligados
por ley a destinar una parte de sus créditos a la producción y el Estado contaba
con una fuerte banca de desarrollo. Cada año, en su informe ante el Congreso, el
presidente Adolfo López Mateos subrayaba el contraste entre los presupuestos
crecientes para educación y decrecientes para defensa.
Todo esto se
acabó por diferentes motivos y no tiene sentido vivir en
la nostalgia. Lo que sí tenemos que hacer los mexicanos del siglo XXI es
identificar cuáles son las políticas, programas y acciones que necesitamos para
salir de la
horrenda
pesadilla en la que estamos sumergidos y dar a nuestros
jóvenes oportunidades equivalentes a las que hace cincuenta o sesenta años
tuvimos los viejos de hoy.
Lo primero es el liderazgo. México necesita
un presidente que infunda certeza no sólo a la inversión privada, que hasta en
eso han fallado los gobiernos panistas, sino a la sociedad que está lastimada,
asustada y desalentada. Un jefe de Estado que recupere la respetabilidad de la
investidura y, al mismo tiempo, sea confiable para el común de la gente, sobre
todo para quienes han sido más lastimados por la pobreza,
la
violencia y la caída de la calidad de vida.
Necesitamos una nueva moral en el
servicio público que empiece por el imperativo de la verdad, por el respeto a la
inteligencia –y al dolor– de la gente
No
estoy proponiendo a un demagogo o a un actor –que acabaría por convertirse en
payaso– sino a un líder que no lo podrá ser a menos que tenga un
programa
ambicioso, viable y creíble, pero también patriótico, y
subrayo este último adjetivo en desuso. Este programa no se hace con una
colección de espots de televisión y menos una colección de engaños como el del
famoso “tesorito” sumergido en las profanidades del Golfo de México, que estaba
en espera de que lo sacaran las transnacionales petroleras, como la British
Petroleum, principal responsable de la catástrofe ecológica del golfo.
México necesita reconstruirse prácticamente en todos los ámbitos, pero
el más amplio, el requisito para todo lo demás, es la política económica de
crecimiento, impulsada por el Estado, que debe desembarazarse de los prejuicios
neoliberales y asumir una vez más la rectoría económica como lo dispone la
Constitución.
El mexicano no es un pueblo triste, pero no puede ser
optimista si el
entorno real
es tan adverso. Necesitamos una nueva moral en el servicio
público que empiece por el imperativo de la verdad, por el respeto a la
inteligencia –y al dolor– de la gente. Y la verdad significa no mentir, no
falsear las cifras ni sacarlas de contexto con el objeto aparente de generar
optimismo y el real de hacer
política
electoral desde el poder. El respeto a la inteligencia es
no reprocharnos que reclamemos al gobierno por su incompetencia manifiesta para
combatir a la delincuencia y decirnos que los que asesinan son los asesinos.
El gobierno toma a Lula como autoridad para justificar la
privatización
de Pemex; debería tomarlo como ejemplo de un líder capaz
de dar respuesta a los problemas específicos de su pueblo, y reconocer que
Brasil ya no es el país de los gorilas y que el respeto internacional que ha
logrado –como antaño lo tuvo México– se debe a que sus gobiernos recientes sí
han gobernado y lo han hecho para bien del país, principalmente de las mayorías.