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Pranab Bardhan

Pranab Bardhan

    AUTOR
Mikel Buesa

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Guernica (Vizcaya, España), 1951

    BREVE CURRICULUM
Catedrático de Economía Aplicada en el Departamento de Economía Aplicada II de la Universidad Complutense de Madrid, donde desde 2006 dirige la Cátedra de Economía del Terrorismo. Entre sus trabajos destaca el ensayo "Economía de la secesión: Los costes de la 'No-España' en el País Vasco". En 2010 publicó The Economic Repercussions of Terrorism, coeditado con Thomas Baumert, y La España fragmentada (Editorial Encuentro)



José Antonio Alonso y Carlos Mulas-Granados: <i>Corrupción, cohesión social y desarrollo</i> (Fondo de Cultura Económica, Madrid, 2011)

José Antonio Alonso y Carlos Mulas-Granados: Corrupción, cohesión social y desarrollo (Fondo de Cultura Económica, Madrid, 2011)

Gunnar Myrdal

Gunnar Myrdal


Tribuna/Tribuna libre
Economía de la corrupción
Por Mikel Buesa, lunes, 4 de abril de 2011
Los períodos electorales suelen ser propicios para la emergencia del problema de la corrupción y su reflejo en los medios de comunicación, pues, al parecer, los partidos políticos son proclives a ventilar este tipo de asuntos con la esperanza de que alguna influencia puedan tener sobre las preferencias de los votantes. Los partidos suelen comportarse como si la denuncia de la corrupción —siempre bajo la restricción de señalar sólo a los rivales— fuera a servir para inclinar la balanza en su favor, ignorando que la evidencia empírica, como más adelante se verá, no avala semejante tesis. Y, de esa manera, cierran con las elecciones un ciclo para empezar otro nuevo, como si los comicios pusieran un punto final a los errores del pasado.
La corrupción es un problema relevante en todos los países del mundo, aunque adquiere dimensiones alarmantes, de una forma especial, en los de menor nivel de desarrollo. La ONG Transparency International publica desde mediados de la última década del pasado siglo un Índice de Percepción de la Corrupción que ayuda a situar adecuadamente el asunto, señalando cuál es la situación de un total de 178 países. España, que en 2002 ocupaba el vigésimo puesto con una puntuación de 7,1 sobre diez, retrocedió cuatro años más tarde hasta el lugar 23 con un 6,8, para volver a caer, ya en 2010, hasta el trigésimo con sólo 6,1 puntos. Es evidente, por tanto, que en los últimos años la corrupción, lejos de atemperarse, se ha acentuado en nuestro país y de una manera apreciable. No debiera sorprendernos esta lacra creciente de nuestro sistema político, pues como ha destacado Pranab Bardhan, profesor de la Universidad de California en Berkeley, la corrupción es un fenómeno sujeto a rendimientos crecientes, de manera que, entre los funcionarios o los políticos, a medida que aumentan los casos de corrupción, resulta cada vez más costoso ser honesto. Y ello genera una dinámica acumulativa que puede conducir a cualquier país por una senda de deterioro difícil de corregir.

La economía académica, muy especialmente durante las dos últimas décadas, se ha preocupado por este asunto de la corrupción, enmarcándolo en la consideración de los aspectos institucionales que influyen sobre el desarrollo económico. Los profesores José Antonio Alonso y Carlos Mulas-Granados, de la Universidad Complutense, acaban de publicar un excelente libro —Corrupción, cohesión social y desarrollo (Fondo de Cultura Económica, Madrid, 2011)— en el que han puesto al día el balance de los hallazgos de los economistas en esta materia, además de desarrollar una importante investigación empírica sobre su concreción en los países iberoamericanos. De ese balance se desprenden los aspectos que sintetizo a continuación.

La corrupción no es neutral en la perspectiva del funcionamiento del sistema económico. Los estudios en esta materia han destacado que la corrupción reduce el nivel de eficiencia en la asignación de recursos, haciendo más costosa la producción de bienes y servicios, y cercenando el rendimiento de los recursos utilizados en ella

En primer lugar, se destaca que la corrupción se manifiesta en prácticamente todos los países, aunque ello tenga lugar de una manera diferenciada en cuanto a su intensidad, pues, como indican los autores que acabo de citar, «se da, en mayor medida, en los sistemas con instituciones débiles, en sociedades con valores poco proclives a distinguir entre las esferas pública y privada y donde existe una excesiva burocracia». Es precisamente ese engarce institucional de la corrupción el que hace que, al examinar sus causas, haya que referirse a factores cuya gestación se incardina en la historia concreta de cada país. Alonso y Mulas-Granados aluden así a aspectos como la tradición jurídica —señalando que, aunque la evidencia disponible no es del todo concluyente, son los países cuyo sistema legal es de raíz napoleónica o bismarckiana y dan mucho relieve a la autoridad estatal para la resolución de los conflictos de intereses, los que más albergan la corrupción—, la religión dominante —de modo que, como confirman los estudios empíricos, hay más corrupción en las sociedades católicas, ortodoxas, confucionistas e islámicas— y los niveles de fragmentación étnica, cultural o lingüística —pues esa fragmentación debilita, por lo general, el marco institucional y hace más amplias las oportunidades para los funcionarios corruptos—.

Pero más allá de estos elementos de raíz histórica, existen otros más inmediatos, de tipo institucional, que aparecen reflejados en los estudios empíricos con evidencias favorables, aunque éstas no siempre sean concluyentes. Es el caso, por ejemplo, de la democracia, pues los sistemas políticos democráticos tienden a sancionar con mayor rigor la corrupción. O también del sistema judicial, pues cuado éste es poco sólido se muestra más bien débil para controlar la corrupción, facilitando así su progresión. Asimismo, se ha destacado que el prestigio social y las retribuciones de los funcionarios pueden ser relevantes en este asunto, pues una alta consideración social de la función pública, unida a unos sueldos razonablemente altos constituyen incentivos para alejar a los empleados del Estado de la tentación de corromperse. Y, de la misma manera, el nivel de descentralización de las Administraciones Públicas puede alentar las prácticas corruptas al multiplicar los ámbitos de decisión discrecional en la aplicación de las leyes y reglamentaciones. No obstante, esto último no ha podido ser corroborado por los análisis empíricos. Mencionemos también el grado de estabilidad política e institucional de cada país que opera en un sentido favorable para el control de la corrupción.

La economía de la corrupción muestra que combatirla es un buen negocio para el conjunto de los ciudadanos, aunque, evidentemente, implique una pérdida de bienestar para los políticos y funcionarios corruptos

Y, finalmente, son varios los factores de índole económica que influyen sobre los niveles de corrupción. Es el caso del grado de desarrollo, una variable ésta que se ha mostrado como muy relevante, de manera que se ha podido comprobar que la corrupción está asociada negativamente a la renta por habitante y, así, aquella es mayor cuanto menor es ésta. Ello revela que el desarrollo económico es, seguramente, el mejor antídoto contra la corrupción, aunque, de una forma marginal, ésta también se constata en las naciones más desarrolladas. Además, asociadas al desarrollo aparecen otras variables que moderan la corrupción, como son el nivel educativo de la población, la rivalidad competitiva en los mercados, la apertura de las economías al comercio internacional o la equidad en la distribución de la renta.

La corrupción no es neutral en la perspectiva del funcionamiento del sistema económico. Los estudios en esta materia han destacado, así, que la corrupción reduce el nivel de eficiencia en la asignación de recursos, haciendo más costosa la producción de bienes y servicios, y cercenando el rendimiento de los recursos utilizados en ella. El premio Nobel de Economía Gunnar Myrdal —sin duda uno de los grandes maestros de la economía del desarrollo— ya advirtió de ello en su Asian Drama, publicado en 1968. Y, por tal motivo, pudo señalar unos años más tarde que «la corrupción eleva serios obstáculos e inhibiciones al desarrollo, … actúa contra los esfuerzos para consolidar las naciones, … (y) hace disminuir el respeto y la fidelidad hacia el gobierno y sus instituciones». Al afectar a la eficiencia, la corrupción también incide negativamente sobre el crecimiento de las economías, pues implica un incentivo perverso que distorsiona las decisiones de inversión, obliga a dedicar recursos a las actividades de búsqueda de rentas y penaliza la innovación. Los estudios empíricos han corroborado, en efecto, estas apreciaciones y han mostrado que la reducción de los niveles de corrupción genera un dividendo para el crecimiento, de modo que éste aumenta significativamente con aquélla.

En resumen, la economía de la corrupción muestra que combatirla es un buen negocio para el conjunto de los ciudadanos, aunque, evidentemente, implique una pérdida de bienestar para los políticos y funcionarios corruptos. Por ello, sorprende que, en el caso de España haya habido tan pocos logros en este terreno durante los últimos años. Ya he señalado antes que, con ocasión de los procesos electorales que están en puertas, la prensa se ha hecho de nuevo eco de diferentes casos de esta naturaleza. Pero el asunto se arrastra desde hace años. En mi anterior artículo en esta revista mencioné al respecto el informe que presentó en 2009 el Fiscal General del Estado en el Congreso de los Diputados, señalando que, en esa fecha, había 700 casos abiertos a la investigación penal en los que estaban implicados políticos de todos los partidos, la mayoría de ellos ejercientes en el ámbito local. Y no parece que, desde entonces, se haya logrado algún progreso en este asunto, sino todo lo contrario.

Quizás el elemento que más haya ayudado a la progresión de la corrupción en España ha sido la escasa reacción de los ciudadanos ante los políticos y funcionarios corruptos

Cabe preguntarnos por los motivos de esta persistencia de la corrupción en España. Algunos de los factores que antes he mencionado dificultan, sin duda, la lucha contra esta lacra. Por ejemplo, nuestro sistema judicial se encuentra fuertemente lastrado por una insuficiencia de medios que se une a la elevada litigiosidad de la sociedad española, lo que afecta a la eficacia de los jueces, así como por una interferencia creciente de los partidos políticos en el gobierno de la judicatura, lo que puede interferir sobre su independencia. No sorprende, por ello, que los casos de corrupción se demoren durante un tiempo excesivo en los juzgados de instrucción, ofreciendo una imagen ante los ciudadanos que en nada ayuda al desprestigio de los políticos corruptos. Asimismo, se ha asistido en la sociedad española a un proceso de deterioro del nivel de exigencia en el acceso a los empleos públicos, dando lugar a un cierto desprestigio de las carreras funcionariales, deshaciendo, con ello, uno de los frenos institucionales al avance de la corrupción. Y otro tanto podría señalarse con respecto al modelo de descentralización que ha acompañado a la formación del Estado Autonómico y al reforzamiento de las administraciones municipales —por ejemplo, con respecto a los asuntos urbanísticos—, lo que ha multiplicado las oportunidades para la aparición de los problemas de corrupción.

Pero, quizás, el elemento que más haya ayudado a la progresión de la corrupción en España ha sido la escasa reacción de los ciudadanos ante los políticos y funcionarios corruptos. Un reciente estudio de Gonzalo Rivero y Pablo Fernández-Vázquez, que ha publicado la Fundación Alternativas, obtiene unas conclusiones muy clarificadoras a este respecto. Los autores de esta investigación han analizado a fondo los casos de corrupción en los diversos municipios de Andalucía y la Comunidad Valenciana —las dos regiones en las que está más extendida— y han encontrado que éstos están, por lo general, más poblados que los ajenos al problema, se ubican en la costa y cuentan con una mayor cantidad de suelo urbanizable. Y, por otra parte, han estudiado cuáles han sido los efectos electorales de la corrupción, llegando a la conclusión de que «el resultado electoral de los alcaldes acusados (de corrupción) no es diferente al de los alcaldes sin acusaciones». Por tanto, señalan, «no hay un castigo electoral por parte de los votantes», de manera que «los partidos cuyos alcaldes se ven envueltos en casos de corrupción no se ven penalizados en las urnas».

Demoledoras para la democracia en España son estas conclusiones de Rivero y Fernández-Vázquez, pues señalan que nuestro sistema político ha sido incapaz de proporcionar los incentivos institucionales que son necesarios para contar con unas Administraciones Públicas eficaces y honestas. De ahí que quepa añadir este tema de la corrupción a la lista de asuntos que se integran en el catálogo de reformas pendientes para el logro de la regeneración democrática del país.  
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