La corrupción es un problema relevante en todos los países del mundo,
aunque adquiere dimensiones alarmantes, de una forma especial, en los de menor
nivel de desarrollo. La ONG
Transparency International publica desde
mediados de la última década del pasado siglo un
Índice
de Percepción de la Corrupción que ayuda a situar
adecuadamente el asunto, señalando cuál es la situación de un total de 178
países. España, que en 2002 ocupaba el vigésimo puesto con una puntuación de 7,1
sobre diez, retrocedió cuatro años más tarde hasta el lugar 23 con un 6,8, para
volver a caer, ya en 2010, hasta el trigésimo con sólo 6,1 puntos. Es evidente,
por tanto, que en los últimos años la corrupción, lejos de atemperarse, se ha
acentuado en nuestro país y de una manera apreciable. No debiera sorprendernos
esta lacra creciente de nuestro sistema político, pues como ha destacado Pranab
Bardhan, profesor de la Universidad de California en Berkeley, la corrupción es
un fenómeno sujeto a rendimientos crecientes, de manera que, entre los
funcionarios o los políticos, a medida que aumentan los casos de corrupción,
resulta cada vez más costoso ser honesto. Y ello genera una dinámica acumulativa
que puede conducir a cualquier país por una senda de deterioro difícil de
corregir.
La economía académica, muy especialmente durante las dos
últimas décadas, se ha preocupado por este asunto de la corrupción, enmarcándolo
en la consideración de los aspectos institucionales que influyen sobre el
desarrollo económico. Los profesores José Antonio Alonso y Carlos
Mulas-Granados, de la Universidad Complutense, acaban de publicar un excelente
libro —
Corrupción, cohesión social y desarrollo (Fondo de Cultura
Económica, Madrid, 2011)— en el que han puesto al día el balance de los
hallazgos de los economistas en esta materia, además de desarrollar una
importante investigación empírica sobre su concreción en los países
iberoamericanos. De ese balance se desprenden los aspectos que sintetizo a
continuación.
La corrupción no es neutral en la
perspectiva del funcionamiento del sistema económico. Los estudios en esta
materia han destacado que la corrupción reduce el nivel de eficiencia en la
asignación de recursos, haciendo más costosa la producción de bienes y
servicios, y cercenando el rendimiento de los recursos utilizados en
ella
En primer lugar, se destaca que la
corrupción se manifiesta en prácticamente todos los países, aunque ello tenga
lugar de una manera diferenciada en cuanto a su intensidad, pues, como indican
los autores que acabo de citar, «se da, en mayor medida, en los sistemas con
instituciones débiles, en sociedades con valores poco proclives a distinguir
entre las esferas pública y privada y donde existe una excesiva burocracia». Es
precisamente ese engarce institucional de la corrupción el que hace que, al
examinar sus causas, haya que referirse a factores cuya gestación se incardina
en la historia concreta de cada país. Alonso y Mulas-Granados aluden así a
aspectos como la
tradición jurídica —señalando que, aunque la evidencia
disponible no es del todo concluyente, son los países cuyo sistema legal es de
raíz napoleónica o bismarckiana y dan mucho relieve a la autoridad estatal para
la resolución de los conflictos de intereses, los que más albergan la
corrupción—, la
religión dominante —de modo que, como confirman los
estudios empíricos, hay más corrupción en las sociedades católicas, ortodoxas,
confucionistas e islámicas— y los niveles de
fragmentación étnica, cultural o
lingüística —pues esa fragmentación debilita, por lo general, el marco
institucional y hace más amplias las oportunidades para los funcionarios
corruptos—.
Pero más allá de estos elementos de raíz histórica, existen
otros más inmediatos, de tipo institucional, que aparecen reflejados en los
estudios empíricos con evidencias favorables, aunque éstas no siempre sean
concluyentes. Es el caso, por ejemplo, de la
democracia, pues los
sistemas políticos democráticos tienden a sancionar con mayor rigor la
corrupción. O también del
sistema judicial, pues cuado éste es poco
sólido se muestra más bien débil para controlar la corrupción, facilitando así
su progresión. Asimismo, se ha destacado que el
prestigio social y las
retribuciones de los funcionarios pueden ser relevantes en este asunto,
pues una alta consideración social de la función pública, unida a unos sueldos
razonablemente altos constituyen incentivos para alejar a los empleados del
Estado de la tentación de corromperse. Y, de la misma manera, el nivel de
descentralización de las Administraciones Públicas puede alentar las
prácticas corruptas al multiplicar los ámbitos de decisión discrecional en la
aplicación de las leyes y reglamentaciones. No obstante, esto último no ha
podido ser corroborado por los análisis empíricos. Mencionemos también el grado
de
estabilidad política e institucional de cada país que opera en un
sentido favorable para el control de la corrupción.
La economía de la corrupción muestra
que combatirla es un buen negocio para el conjunto de los ciudadanos, aunque,
evidentemente, implique una pérdida de bienestar para los políticos y
funcionarios corruptos
Y, finalmente, son
varios los factores de índole económica que influyen sobre los niveles de
corrupción. Es el caso del
grado de desarrollo, una variable ésta que se
ha mostrado como muy relevante, de manera que se ha podido comprobar que la
corrupción está asociada negativamente a la renta por habitante y, así, aquella
es mayor cuanto menor es ésta. Ello revela que el desarrollo económico es,
seguramente, el mejor antídoto contra la corrupción, aunque, de una forma
marginal, ésta también se constata en las naciones más desarrolladas. Además,
asociadas al desarrollo aparecen otras variables que moderan la corrupción, como
son el
nivel educativo de la población, la
rivalidad competitiva
en los mercados, la
apertura de las economías al comercio internacional o
la
equidad en la distribución de la renta.
La corrupción no es
neutral en la perspectiva del funcionamiento del sistema económico. Los estudios
en esta materia han destacado, así, que la corrupción reduce el nivel de
eficiencia en la asignación de recursos, haciendo más costosa la producción de
bienes y servicios, y cercenando el rendimiento de los recursos utilizados en
ella. El premio Nobel de Economía Gunnar Myrdal —sin duda uno de los grandes
maestros de la economía del desarrollo— ya advirtió de ello en su
Asian
Drama, publicado en 1968. Y, por tal motivo, pudo señalar unos años más
tarde que «la corrupción eleva serios obstáculos e inhibiciones al desarrollo, …
actúa contra los esfuerzos para consolidar las naciones, … (y) hace disminuir el
respeto y la fidelidad hacia el gobierno y sus instituciones». Al afectar a la
eficiencia, la corrupción también incide negativamente sobre el crecimiento de
las economías, pues implica un incentivo perverso que distorsiona las decisiones
de inversión, obliga a dedicar recursos a las actividades de búsqueda de rentas
y penaliza la innovación. Los estudios empíricos han corroborado, en efecto,
estas apreciaciones y han mostrado que la reducción de los niveles de corrupción
genera un dividendo para el crecimiento, de modo que éste aumenta
significativamente con aquélla.
En resumen, la economía de la corrupción
muestra que combatirla es un buen negocio para el conjunto de los ciudadanos,
aunque, evidentemente, implique una pérdida de bienestar para los políticos y
funcionarios corruptos. Por ello, sorprende que, en el caso de España haya
habido tan pocos logros en este terreno durante los últimos años. Ya he señalado
antes que, con ocasión de los procesos electorales que están en puertas, la
prensa se ha hecho de nuevo eco de diferentes casos de esta naturaleza. Pero el
asunto se arrastra desde hace años.
En mi anterior
artículo en esta revista mencioné al respecto el informe que
presentó en 2009 el Fiscal General del Estado en el Congreso de los Diputados,
señalando que, en esa fecha, había 700 casos abiertos a la investigación penal
en los que estaban implicados políticos de todos los partidos, la mayoría de
ellos ejercientes en el ámbito local. Y no parece que, desde entonces, se haya
logrado algún progreso en este asunto, sino todo lo contrario.
Quizás el elemento que más haya
ayudado a la progresión de la corrupción en España ha sido la escasa reacción de
los ciudadanos ante los políticos y funcionarios
corruptos
Cabe preguntarnos por los motivos
de esta persistencia de la corrupción en España. Algunos de los factores que
antes he mencionado dificultan, sin duda, la lucha contra esta lacra. Por
ejemplo, nuestro sistema judicial se encuentra fuertemente lastrado por una
insuficiencia de medios que se une a la elevada litigiosidad de la sociedad
española, lo que afecta a la eficacia de los jueces, así como por una
interferencia creciente de los partidos políticos en el gobierno de la
judicatura, lo que puede interferir sobre su independencia. No sorprende, por
ello, que los casos de corrupción se demoren durante un tiempo excesivo en los
juzgados de instrucción, ofreciendo una imagen ante los ciudadanos que en nada
ayuda al desprestigio de los políticos corruptos. Asimismo, se ha asistido en la
sociedad española a un proceso de deterioro del nivel de exigencia en el acceso
a los empleos públicos, dando lugar a un cierto desprestigio de las carreras
funcionariales, deshaciendo, con ello, uno de los frenos institucionales al
avance de la corrupción. Y otro tanto podría señalarse con respecto al modelo de
descentralización que ha acompañado a la formación del Estado Autonómico y al
reforzamiento de las administraciones municipales —por ejemplo, con respecto a
los asuntos urbanísticos—, lo que ha multiplicado las oportunidades para la
aparición de los problemas de corrupción.
Pero, quizás, el elemento que
más haya ayudado a la progresión de la corrupción en España ha sido la escasa
reacción de los ciudadanos ante los políticos y funcionarios corruptos. Un
reciente
estudio
de Gonzalo Rivero y Pablo Fernández-Vázquez, que ha publicado la
Fundación Alternativas, obtiene unas conclusiones muy clarificadoras a este
respecto. Los autores de esta investigación han analizado a fondo los casos de
corrupción en los diversos municipios de Andalucía y la Comunidad Valenciana
—las dos regiones en las que está más extendida— y han encontrado que éstos
están, por lo general, más poblados que los ajenos al problema, se ubican en la
costa y cuentan con una mayor cantidad de suelo urbanizable. Y, por otra parte,
han estudiado cuáles han sido los efectos electorales de la corrupción, llegando
a la conclusión de que «el resultado electoral de los alcaldes acusados (de
corrupción) no es diferente al de los alcaldes sin acusaciones». Por tanto,
señalan, «no hay un castigo electoral por parte de los votantes», de manera que
«los partidos cuyos alcaldes se ven envueltos en casos de corrupción no se ven
penalizados en las urnas».
Demoledoras para la democracia en España son
estas conclusiones de Rivero y Fernández-Vázquez, pues señalan que nuestro
sistema político ha sido incapaz de proporcionar los incentivos institucionales
que son necesarios para contar con unas Administraciones Públicas eficaces y
honestas. De ahí que quepa añadir este tema de la corrupción a la lista de
asuntos que se integran en el catálogo de reformas pendientes para el logro de
la regeneración democrática del país.