Inglaterra El día 16 de Agosto de 1851 el
matrimonio compuesto por Caleb y Christabel Reynolds, de veintiséis y
veinticuatro años de edad respectivamente, y sus dos hijos, Launcelot y Clara,
de cuatro y dos años, llegaban, después de ochenta días de viaje, al puerto de
Bombay, a bordo del barco mercante
Seringapatam, que había salido de los
East India Docks del puerto de Londres, y que había costeado África y
entrado en el Océano Índico doblando el Cabo de Buena Esperanza. Sólo cuatro
meses antes, y gracias a la mediación de un familiar, Caleb había obtenido en
Londres un puesto de funcionario público en la Presidencia de Bombay de la
Compañía Británica de las Indias Orientales, la gigantesca compañía de
inversores que desde hacía doscientos cincuenta años ostentaba el monopolio del
comercio con Asia.
Ni Caleb ni su esposa habían salido nunca antes de
las Islas Británicas, y este era el primer gran viaje que realizaban juntos.
Había sido una larga, larguísima travesía a India, y únicamente los
substanciales beneficios y privilegios que comportaba el puesto de administrador
de la Compañía habían decidido a la familia a abandonar la patria y a instalarse
en un continente y un país ajeno y completamente desconocido. Es cierto que
aquel familiar intermediador en la suerte de Caleb, su tío paterno Osbert, había
desempeñado en su juventud un puesto de cierta importancia para la Compañía en
Madrás durante siete años, pero los relatos de su tío constituían algo demasiado
vagaroso e impreciso en la memoria de Caleb como para constituir el más mínimo
punto de referencia. En su fuero interno, Caleb sabía que el motivo principal de
aquel viaje era el deseo de medrar socialmente y asentarse desde el punto de
vista económico. En un segundo plano, el de las apariencias sociales, se había
convencido a sí mismo de que la razón última de aquella vasta y lejana
peregrinación era contribuir al bien y dilatar el desarrollo y la prosperidad de
su nación y del Imperio.
- ¿Cómo es India? – le había preguntado Caleb a
Osbert dos meses antes, en el despacho del bufete que éste último dirigía en
Bond Street, en el Mayfair londinense.
- Uff – había sido la sibilina
interjección que su tío había dado por respuesta, mientras se servía una copa de
oporto -.
- ¿Cómo debo interpretar ese ambiguo monosílabo? – reincidió
Caleb, sentándose en una silla y cruzando las piernas distinguidamente -.
-
Te lo explicaré de una manera gráfica – repuso Osbert después de tomarse su
tiempo en saborear el vino -: es como si con cada milla que recorres para
acercarte a sus costas retrocedieras diez, veinte años en el tiempo. O quizá un
siglo.
- Tú siempre tan hiperbólico – dijo Caleb, con una mal disimulada
desazón interna -. Según eso, cuando llegue allí estaré más o menos en la época
de Adán y Eva.
- No, seguramente antes – afirmó su tío con una sonrisa
socarrona -. A veces, estando allí, tenía la impresión de estar fuera del
tiempo, de vivir al margen de cualquier calendario.
- Realmente, no tienes
precio a la hora de dar ánimos – aseveró Caleb con un suspiro -. No me hace
ninguna gracia volver precisamente ahora, casado y con dos niños, a los tiempos
de mi antepasado Noé.
Osbert soltó una cantarina carcajada, y luego dijo:
- No te preocupes. Te gustará. Allí la vida es vida.
-
Arva beata
divites et insulas – declamó Caleb en latín con ironía - ¿Y aquí qué es, si
se me permite preguntarlo? – inquirió luego, haciendo un movimiento con las
cejas.
Osbert le miró con una mirada profunda, hosca, cortante y dijo:
-
Aquí es un simulacro.
Aunque enigmática, aquella conversación con su tío
Osbert, junto con los nada misteriosos y pingües emolumentos que habría de
obtener en su nuevo puesto de trabajo, dieron a Caleb el coraje suficiente para
organizar todo lo necesario para su mudanza, una mudanza en principio sin fecha
de regreso, aunque dentro de sus cálculos entraba el hecho de volver en un
máximo de diez años, los suficientes para amasar un voluminoso capital que le
permitiera un más que honroso retorno a las Islas. Su situación actual no era
nada halagüeña: a la manutención de su mujer y sus dos hijos había de añadir el
pago de la hipoteca de su casa, en South Kensington, y la perspectiva de la que
se preveía costosa educación de sus hijos, a los que deseaba proporcionara una
formación universitaria. Caleb deseaba ascender dentro de su clase, no por un
deseo de medra social, sino por una simple cuestión de comodidad y casi de
estética.
La Gran Bretaña de aquellos momentos se esforzaba por
construir el mayor imperio del mundo. La gigantesca revolución industrial que
había comenzado el siglo anterior había creado unas muy sólidas bases tanto en
los bienes de producción como en los de consumo, lo que hizo fácil, o quizá
necesaria, la transición hacia una política expansionista. No eran extraños en
esa época los mensajes políticos que animaban a los jóvenes de las clases medias
a que emprendieran su carrera como funcionarios en los territorios de ultramar.
En ese sentido, Caleb se sentía respaldado socialmente al tomar su decisión. Los
ejemplos de prohombres que habían comenzado su brillante carrera política en
India eran numerosos: Warren Hastings, Sir Robert Grant, Lord Mountstuart
Elphinstone, y muchos otros. Caleb no era especialmente ambicioso desde el punto
de vista social, pero sí empezaba a serlo desde el punto de vista económico. No
le interesaba tanto el reconocimiento de sus conciudadanos como el alcanzar un
determinado estatus de comfort. En definitiva, no veía en la India otra cosa que
un puente pasajero hacia la opulencia.
- ¿De verdad quieres acompañarme
a India? – le preguntó Caleb a su esposa, Christabel, tres días después de
recibir la noticia de su nombramiento como funcionario público de la Compañía
Británica de las Islas Orientales gracias a las gestiones de su tío Osbert. En
el fondo, no era más que una pregunta retórica, pues sabía la respuesta de
antemano, pero debía formularla, aunque sólo fuera para conciliarse con la
imagen de esposo atento y dialogante que tenía de sí mismo.
- Naturalmente
que sí – contestó ella sin titubear.
- Será un viaje difícil, y en India no
dispondremos de las comodidades de que disponemos aquí – dijo Caleb, hundiendo
su mirada en los profundos ojos azules de su esposa.
Christabel, a quien sus
padres – o más bien habría que decir su padre – habían puesto ese nombre en
honor al insigne y borrascoso poeta Samuel Taylor Coleridge, mostraba un
semblante circunspecto pero relajado.
- Soy tu esposa y te acompañaré a
donde haga falta, lo juré ante el altar y lo cumpliré hasta el día de mi muerte.
Caleb estaba acostumbrado a esa manifiesta propensión a la grandilocuencia
de su mujer, que a veces le hastiaba, por parecerle demasiado retórica, o
poética en el peor sentido de la palabra, pero que en esta ocasión le
enorgulleció y le llenó de una robusta y viril vanidad.
- De acuerdo. Te lo
agradeceré siempre.
- No voy a reparar en las incomodidades, sino en las
cosas hermosas que la vida y el Señor nos tiene aún que deparar a los dos–
añadió Christabel -. Y la India es tan parte de este mundo de Dios como
Inglaterra, o el barrio de Mayfair.
- Alabo de corazón esa actitud tan
positiva – contestó Caleb. – A veces pienso que no tengo derecho a embarcaros en
este viaje a ti y a los niños – añadió con sinceridad.
Christabel observó
unos segundos, escrutándole, intentando encontrar el sentido de la expresión de
su rostro.
- Tienes todo el derecho del mundo – dijo ella -. Eres el señor
de la casa, yo y los niños estamos aquí para hacer tu voluntad.
De nuevo
Caleb se enorgulleció instintivamente al escuchar esas palabras. Y, tomando la
cabeza de su esposa como si fuese un objeto frágil y delicado, un frágil objeto
de su posesión, depositó un casto beso sobre su frente blanca como el mármol.
Sólo las inescrutables y versátiles divagaciones del destino habían
podido conducir a Caleb a aquel viaje transoceánico y a aquel discreto oficio de
administrador, pues desde niño su verdadera vocación había sido la militar. Su
padre, el coronel Robert Reynolds, había sido un destacado miembro del cuarto
batallón de Fusileros Reales de la Corona, y como tal había obtenido una
prestigiosa medalla al luchar bravamente en la batalla de Salamanca (o de los
Arapiles, como la llamaban los españoles) contra los ejércitos franceses en el
año 1812. Sin duda, aquella batalla y la ulterior condecoración marcaron el
momento álgido en la historia de la familia Reynolds, pues los antepasados
cercanos se hundían en oscuras genealogías de oficiales subalternos y de
campesinos del sur de Inglaterra y de Gales. El heroico acto marcial de su padre
había hecho ascender a su familia y a su apellido varios peldaños en el
escalafón social, y habían permitido al Coronel Reynolds vivir holgadamente el
resto de sus días, casarse con una dama de buena familia, hija de otro miembro
del Ejército Británico, y criar con discreto desahogo a sus cinco hijos, dos
hembras y tres varones, de los que Caleb era el primogénito. El deseo de su
padre había sido siempre, desde el principio, que él, como sus otros dos
hermanos varones (pero en especial él como nacido primero) siguiera la carrera
militar.
Aquel deseo no había podido ser satisfecho, y, aunque él, a sus
veintiséis años de edad, no quisiera ya reconocérselo a sí mismo, ese le era un
íntimo motivo de profunda infelicidad y tristeza, que sólo se manifestaba de
cuando en cuando en forma de una oscura melancolía nocturna, episodios de
insomnio y violentos ataques de migraña. En alguna de sus pesadillas recurrentes
solía aparecer su padre, convertido en un anciano avejentado e inválido, casi
agonizante, postrado en el lecho de muerte, mirándole con tristeza, una horrible
tristeza que era en sí el más horrible de los reproches, y desviando
posteriormente su mirada de la de su hijo con un lacerante gesto de decepción.
Era agradable despertar de aquel sueño, pero más difícil era despertar de aquel
otro más oscuro y profundo sueño que se desarrollaba en lo más intrincado de su
corazón.
Nota de la Redacción: agradecemos a
Ediciones
Carena en la persona de su director,
José
Membrive, la gentileza por permitir la publicación de este
fragmento del libro de
Jesús García Rodríguez,
Mahadevi
(Carena, 2011), en
Ojos de
Papel.