Jesús García Rodríguez: <i>Mahadevi</i> (Ediciones Carena, 2011)

Jesús García Rodríguez: Mahadevi (Ediciones Carena, 2011)

    AUTOR
Jesús García Rodríguez

    LUGAR DE NACIMIENTO
Madrid (España)

    BREVE CURRICULUM
Estudió Filología Alemana en España y Alemania. Actualmente trabaja como profesor de alemán en Escuelas Oficiales de Idiomas, y realiza el doctorado en Ciencias de las Religiones. Ha publicado algunos libros de poemas y poemas visuales, La muerte del capitán, 31 sonetos reciclados, El ventilador pensativo y Superfreak. Practica yoga desde hace 10 años




Creación/Creación
Jesús García Rodríguez: Mahadevi
Por Jesús García Rodríguez, martes, 1 de marzo de 2011
En agosto de 1851, una joven pareja, Caleb y Christabel, y sus dos hijos, llegan por primera vez a Bombay, procedentes de Gran Bretaña. El propósito de Caleb es trabajar por algunos años en la Compañía Británica de las Indias Orientales, enriquecerse y regresar después a Europa. Pero en un determinado momento, esa búsqueda de éxito profesional se convierte en una búsqueda interior. El encuentro con Mahadevi, una mujer extraña y deslumbrante, transforma su vida y su visión del mundo.

Inglaterra

El día 16 de Agosto de 1851 el matrimonio compuesto por Caleb y Christabel Reynolds, de veintiséis y veinticuatro años de edad respectivamente, y sus dos hijos, Launcelot y Clara, de cuatro y dos años, llegaban, después de ochenta días de viaje, al puerto de Bombay, a bordo del barco mercante Seringapatam, que había salido de los East India Docks del puerto de Londres, y que había costeado África y entrado en el Océano Índico doblando el Cabo de Buena Esperanza. Sólo cuatro meses antes, y gracias a la mediación de un familiar, Caleb había obtenido en Londres un puesto de funcionario público en la Presidencia de Bombay de la Compañía Británica de las Indias Orientales, la gigantesca compañía de inversores que desde hacía doscientos cincuenta años ostentaba el monopolio del comercio con Asia.

Ni Caleb ni su esposa habían salido nunca antes de las Islas Británicas, y este era el primer gran viaje que realizaban juntos. Había sido una larga, larguísima travesía a India, y únicamente los substanciales beneficios y privilegios que comportaba el puesto de administrador de la Compañía habían decidido a la familia a abandonar la patria y a instalarse en un continente y un país ajeno y completamente desconocido. Es cierto que aquel familiar intermediador en la suerte de Caleb, su tío paterno Osbert, había desempeñado en su juventud un puesto de cierta importancia para la Compañía en Madrás durante siete años, pero los relatos de su tío constituían algo demasiado vagaroso e impreciso en la memoria de Caleb como para constituir el más mínimo punto de referencia. En su fuero interno, Caleb sabía que el motivo principal de aquel viaje era el deseo de medrar socialmente y asentarse desde el punto de vista económico. En un segundo plano, el de las apariencias sociales, se había convencido a sí mismo de que la razón última de aquella vasta y lejana peregrinación era contribuir al bien y dilatar el desarrollo y la prosperidad de su nación y del Imperio.

- ¿Cómo es India? – le había preguntado Caleb a Osbert dos meses antes, en el despacho del bufete que éste último dirigía en Bond Street, en el Mayfair londinense.
- Uff – había sido la sibilina interjección que su tío había dado por respuesta, mientras se servía una copa de oporto -.
- ¿Cómo debo interpretar ese ambiguo monosílabo? – reincidió Caleb, sentándose en una silla y cruzando las piernas distinguidamente -.
- Te lo explicaré de una manera gráfica – repuso Osbert después de tomarse su tiempo en saborear el vino -: es como si con cada milla que recorres para acercarte a sus costas retrocedieras diez, veinte años en el tiempo. O quizá un siglo.
- Tú siempre tan hiperbólico – dijo Caleb, con una mal disimulada desazón interna -. Según eso, cuando llegue allí estaré más o menos en la época de Adán y Eva.
- No, seguramente antes – afirmó su tío con una sonrisa socarrona -. A veces, estando allí, tenía la impresión de estar fuera del tiempo, de vivir al margen de cualquier calendario.
- Realmente, no tienes precio a la hora de dar ánimos – aseveró Caleb con un suspiro -. No me hace ninguna gracia volver precisamente ahora, casado y con dos niños, a los tiempos de mi antepasado Noé.
Osbert soltó una cantarina carcajada, y luego dijo:
- No te preocupes. Te gustará. Allí la vida es vida.
- Arva beata divites et insulas – declamó Caleb en latín con ironía - ¿Y aquí qué es, si se me permite preguntarlo? – inquirió luego, haciendo un movimiento con las cejas.
Osbert le miró con una mirada profunda, hosca, cortante y dijo:
- Aquí es un simulacro.

Aunque enigmática, aquella conversación con su tío Osbert, junto con los nada misteriosos y pingües emolumentos que habría de obtener en su nuevo puesto de trabajo, dieron a Caleb el coraje suficiente para organizar todo lo necesario para su mudanza, una mudanza en principio sin fecha de regreso, aunque dentro de sus cálculos entraba el hecho de volver en un máximo de diez años, los suficientes para amasar un voluminoso capital que le permitiera un más que honroso retorno a las Islas. Su situación actual no era nada halagüeña: a la manutención de su mujer y sus dos hijos había de añadir el pago de la hipoteca de su casa, en South Kensington, y la perspectiva de la que se preveía costosa educación de sus hijos, a los que deseaba proporcionara una formación universitaria. Caleb deseaba ascender dentro de su clase, no por un deseo de medra social, sino por una simple cuestión de comodidad y casi de estética.

La Gran Bretaña de aquellos momentos se esforzaba por construir el mayor imperio del mundo. La gigantesca revolución industrial que había comenzado el siglo anterior había creado unas muy sólidas bases tanto en los bienes de producción como en los de consumo, lo que hizo fácil, o quizá necesaria, la transición hacia una política expansionista. No eran extraños en esa época los mensajes políticos que animaban a los jóvenes de las clases medias a que emprendieran su carrera como funcionarios en los territorios de ultramar. En ese sentido, Caleb se sentía respaldado socialmente al tomar su decisión. Los ejemplos de prohombres que habían comenzado su brillante carrera política en India eran numerosos: Warren Hastings, Sir Robert Grant, Lord Mountstuart Elphinstone, y muchos otros. Caleb no era especialmente ambicioso desde el punto de vista social, pero sí empezaba a serlo desde el punto de vista económico. No le interesaba tanto el reconocimiento de sus conciudadanos como el alcanzar un determinado estatus de comfort. En definitiva, no veía en la India otra cosa que un puente pasajero hacia la opulencia.

- ¿De verdad quieres acompañarme a India? – le preguntó Caleb a su esposa, Christabel, tres días después de recibir la noticia de su nombramiento como funcionario público de la Compañía Británica de las Islas Orientales gracias a las gestiones de su tío Osbert. En el fondo, no era más que una pregunta retórica, pues sabía la respuesta de antemano, pero debía formularla, aunque sólo fuera para conciliarse con la imagen de esposo atento y dialogante que tenía de sí mismo.
- Naturalmente que sí – contestó ella sin titubear.
- Será un viaje difícil, y en India no dispondremos de las comodidades de que disponemos aquí – dijo Caleb, hundiendo su mirada en los profundos ojos azules de su esposa.
Christabel, a quien sus padres – o más bien habría que decir su padre – habían puesto ese nombre en honor al insigne y borrascoso poeta Samuel Taylor Coleridge, mostraba un semblante circunspecto pero relajado.
- Soy tu esposa y te acompañaré a donde haga falta, lo juré ante el altar y lo cumpliré hasta el día de mi muerte.
Caleb estaba acostumbrado a esa manifiesta propensión a la grandilocuencia de su mujer, que a veces le hastiaba, por parecerle demasiado retórica, o poética en el peor sentido de la palabra, pero que en esta ocasión le enorgulleció y le llenó de una robusta y viril vanidad.
- De acuerdo. Te lo agradeceré siempre.
- No voy a reparar en las incomodidades, sino en las cosas hermosas que la vida y el Señor nos tiene aún que deparar a los dos– añadió Christabel -. Y la India es tan parte de este mundo de Dios como Inglaterra, o el barrio de Mayfair.
- Alabo de corazón esa actitud tan positiva – contestó Caleb. – A veces pienso que no tengo derecho a embarcaros en este viaje a ti y a los niños – añadió con sinceridad.
Christabel observó unos segundos, escrutándole, intentando encontrar el sentido de la expresión de su rostro.
- Tienes todo el derecho del mundo – dijo ella -. Eres el señor de la casa, yo y los niños estamos aquí para hacer tu voluntad.
De nuevo Caleb se enorgulleció instintivamente al escuchar esas palabras. Y, tomando la cabeza de su esposa como si fuese un objeto frágil y delicado, un frágil objeto de su posesión, depositó un casto beso sobre su frente blanca como el mármol.

Sólo las inescrutables y versátiles divagaciones del destino habían podido conducir a Caleb a aquel viaje transoceánico y a aquel discreto oficio de administrador, pues desde niño su verdadera vocación había sido la militar. Su padre, el coronel Robert Reynolds, había sido un destacado miembro del cuarto batallón de Fusileros Reales de la Corona, y como tal había obtenido una prestigiosa medalla al luchar bravamente en la batalla de Salamanca (o de los Arapiles, como la llamaban los españoles) contra los ejércitos franceses en el año 1812. Sin duda, aquella batalla y la ulterior condecoración marcaron el momento álgido en la historia de la familia Reynolds, pues los antepasados cercanos se hundían en oscuras genealogías de oficiales subalternos y de campesinos del sur de Inglaterra y de Gales. El heroico acto marcial de su padre había hecho ascender a su familia y a su apellido varios peldaños en el escalafón social, y habían permitido al Coronel Reynolds vivir holgadamente el resto de sus días, casarse con una dama de buena familia, hija de otro miembro del Ejército Británico, y criar con discreto desahogo a sus cinco hijos, dos hembras y tres varones, de los que Caleb era el primogénito. El deseo de su padre había sido siempre, desde el principio, que él, como sus otros dos hermanos varones (pero en especial él como nacido primero) siguiera la carrera militar.

Aquel deseo no había podido ser satisfecho, y, aunque él, a sus veintiséis años de edad, no quisiera ya reconocérselo a sí mismo, ese le era un íntimo motivo de profunda infelicidad y tristeza, que sólo se manifestaba de cuando en cuando en forma de una oscura melancolía nocturna, episodios de insomnio y violentos ataques de migraña. En alguna de sus pesadillas recurrentes solía aparecer su padre, convertido en un anciano avejentado e inválido, casi agonizante, postrado en el lecho de muerte, mirándole con tristeza, una horrible tristeza que era en sí el más horrible de los reproches, y desviando posteriormente su mirada de la de su hijo con un lacerante gesto de decepción. Era agradable despertar de aquel sueño, pero más difícil era despertar de aquel otro más oscuro y profundo sueño que se desarrollaba en lo más intrincado de su corazón.



Nota de la Redacción: agradecemos a Ediciones Carena en la persona de su director, José Membrive, la gentileza por permitir la publicación de este fragmento del libro de Jesús García Rodríguez, Mahadevi (Carena, 2011), en Ojos de Papel