Quien hasta aquí haya llegado en la lectura atenta de esta página y sepa
además un poco de historia de los EEUU, ya se habrá hecho a la idea de que la de
Albany es una geografía esencial en lo que al nacimiento de los USA se refiere.
Pues bien, en Albany es donde sitúa el periodista y escritor William Kennedy no
sólo la novela
Roscoe, negocios de amor y guerra (Libros del Asteroide,
2010) que aquí reseñamos, sino prácticamente toda su obra narrativa de creación.
Y es que en Albany, en 1928, nació nuestro autor. Estudió en el Siena
College de Loudonville, Nueva York, y se dedicó al periodismo deportivo en el
Post Star y en un periódico del ejército estadounidense en Europa. Tras
licenciarse del servicio militar se incorporó al
Times-Union de Albany,
pero en 1956 marchó a trabajar en un periódico de Puerto Rico, donde coincidió
con el gran
Saul
Bellow, quien lo animó a dedicarse a la escritura creativa. En 1959
ya era el redactor jefe del
San Juan Star, pero no duró mucho en el
puesto, pues lo dejó todo para dedicarse a escribir novelas. En el año 1963
regresó a su ciudad natal, sobre la que escribió una serie de artículos que le
acercaron al Pulitzer. Pero William Kennedy es conocido en el mundo de las
letras norteamericanas más que por su labor periodística por su ciclo
novelístico con Albany como escenario:
El camión de la tinta (1969),
Legs Diamond (1975),
La jugada maestra de Billy Phelan (1978),
Tallo de hierro (1983, premio Pulitzer 1984),
El libro de Quinn
(1988),
Reliquias muy queridas (1992),
Flores de fuego (1996) y
este
Roscoe del que hablaremos a continuación. A toda esta obra habría
que sumarle piezas teatrales, obras infantiles y guiones para el cine, entre los
que destaca el de
The Cotton Club, la famosa cinta de Francis Ford
Coppola.
Lo que de verdad revela esta novela,
y donde radica en mi opinión su verdadero interés, es que es una radiografía
pormenorizada y muy ilustrativa de la geografía espiritual de Albany, símbolo
aquí de la raíz más pura y profunda sobre la que se levanta la democracia
norteamericana
La trama de
Roscoe, amores
de amor y guerra (el título original en inglés es sólo
Roscoe, lo que
me parece sin duda más acertado) transcurre, como ya se ha dicho más arriba, en
Albany, en la Albany que celebra y festeja la victoria aliada en la Segunda
Guerra Mundial. El protagonista se llama Roscoe Conway, un hombre de mediana
edad que tras el triunfo bélico decide “jubilarse” de su papel preponderante,
pero en la sombra, en el Partido Demócrata de la ciudad, un papel que Roscoe ha
desempeñado durante varias décadas, y antes que él, su propio padre.
Roscoe, Elisha Fitzgibbon y Patsy McCall son amigos desde la infancia y
controlan la ciudad de Albany como controlan el Partido Demócrata. Cada uno
representa un papel muy determinado y decisivo en la vida pública y no pública
de la ciudad, en la política de la ciudad y en la vida de los otros dos amigos y
en la de sus familias. Es un triunvirato del poder político, económico y social
de la ciudad de Albany y del estado de Nueva York a la manera en la que lo
fueron los triunviratos en la antigua Roma. Pero además, este triunvirato no
sólo se asienta en intereses materiales y prácticos muy concretos, también se
asienta en lo afectivo, en lo emocional. Cada uno desempeña un papel. Uno se
encarga de controlar los bajos fondos y los asuntos más evidentemente turbios;
otro se encarga de la política representativa pura y dura; y el otro, Roscoe,
podríamos calificarlo simplemente como el
factotum de la citá, como el
Fígaro rossiniano, es decir, lo mismo sirve para un roto que para un descosido,
para hacer de abogado ante el juez que para buscar y encontrar candidatos de
pega, para dar discursos políticos ante la prensa que para manejarse como pez en
el agua en los garitos del hampa. La muerte de Elisha Fitzgibbon (ex alcalde de
Albany y ex candidato a Gobernador del estado), hace que Roscoe Conway se vea
obligado a hacer un repaso de los últimos cuarenta años de su vida y de la de
Albany.
Pero lo que de verdad revela esta novela, y donde radica en mi
opinión su verdadero interés, es que es una radiografía pormenorizada y muy
ilustrativa de la geografía espiritual de Albany, símbolo aquí de la raíz más
pura y profunda sobre la que se levanta la democracia norteamericana. En otras
palabras, William Kennedy describe sin tapujos, pero también sin subrayados
éticos innecesarios y sin rasgarse las vestiduras, la corrupción e inmundicia
que sirven de humus fértil al sistema desde finales del XIX hasta el término de
la Segunda Guerra Mundial. Clientelismo, latrocinio, manipulación, lucha feroz
por el poder, asesinatos, control de la legalidad, negocios sucios, amaño de
elecciones, ausencia de una moralidad al uso…, todos estos, y más, son los
factores que se encuentran en la esencia misma de los entresijos del poder
político y económico en Albany, cuna de la democracia estadounidense. Ese es el
alma de esta novela, el sentido último por el que está escrita.
Sobre todo esta novela ofrece una
forma de narrar que es propia sólo de la novelística norteamericana, y más
concretamente de lo que se conoce como novela
negra
¿Y cómo está escrita? Sin duda con un
virtuosismo pasmoso entre la eficacia cortante del relato periodístico, la
capacidad subyugante del guión cinematográfico para expresar mil matices en un
solo plano, en una sola frase, y la voluntad nada disimulada de hacer literatura
de altos vuelos. Así estas páginas ofrecen en varios capítulos una entradilla en
cursiva que, casi como un poema onírico en prosa, vienen a definir
espiritualmente a Roscoe. También hay frecuentes
flash-back que le sirven
a Kennedy para explicarnos situaciones del pasado que, claro, explican y definen
el presente…
Pero sobre todo esta novela ofrece una forma de narrar que
es propia sólo de la
novelística
norteamericana, y más concretamente de lo que se conoce como novela
negra. Es muy difícil precisar en qué consiste dicho estilo, pero es fácil decir
que se hace muy visible en los diálogos entre los personajes. Diálogos
cortantes, que casi hacen sangre en la mente del lector. Diálogos breves que por
medio de frases sencillas expresan y dan a entender mucho más de lo que
simplemente dicen, tanto en el ámbito de la propia trama, como en el de la
definición y caracterización de los personajes. Es evidente que ese estilo es
muy deudor del cine clásico de los treinta y cuarenta, en el que un plano, una
frase, debían decir mucho de quien la pronunciaba, pues no había tiempo para
más. Pondré un ejemplo sacado de esta novela, de su página 213:
-¿Te gusta lo que escondo?
-No podría expresarlo en palabras. –Y la
besó en la latitud de México. Ella le alzó la cabeza y se abrochó de nuevo el
vestido camisero.
-¿Tan pronto? –le preguntó él.
-Es un comienzo. Ahora
sabes el aspecto que tengo. ¿Por qué quieres estar conmigo, Roscoe?
-Ya
sabes que quería estar contigo antes de ir a la guerra.
-Nunca me lo
dijiste.
-No siempre actúo como más me conviene. Eres toda una mujer,
Hattie. Me gustas muchísimo.
-Me caes muy bien, Roscoe. Eres honesto,
política aparte. Un hombre ha de ser así.
-No voy a contradecirte.
-Y me
gusta tu manera de besar. Sabes hacerlo. Eso indica que un hombre ha prestado
atención. –Y volvió a besarle, pero sin prolongarlo.
-¿Cuándo voy a verte?
–le preguntó él mientras deshacía el abrazo.
-Procuraré pensar en ello
–respondió Hattie.
-¿Crees que la próxima vez pasaremos de la enagua?
-No sería la primera ocasión, desde luego. –Y entonces abrió la puerta y
volvió a la fiesta.
Es esta una novela que yo recomiendo
con fervor a lectores de raza, a lectores duchos en la maratón lectora, a
lectores que no deseen esprintar con velocidad y quieran llegar rápido a
meta
El ambiente en el que Kennedy localiza
sus escenas no tiene término medio. O es en espacios de la clase alta y
adinerada de Albany, o es en tugurios llenos de alcohol, humos y suciedad por
los que deambulan prostitutas, matones, policías corruptos y demás fauna
variadísima y secundaria que enriquece estas páginas como lo hacían en las
cintas
de John Ford. Muchos de los cuadros o escenas escritas por
William Kennedy parecen sacadas de las
Historias
del Savoy de José Luis Alvite, ese escritor español de notable éxito
secreto que de vez en cuando rescata Carlos Herrera en su programa de Onda Cero.
Pero claro, Kennedy es anterior a Alvite.
Quizá lo que pueda distanciar
al lector español de esta novela sean precisamente el estilo y sobre todo el
argumento. En cuanto a esto último hay que reconocer que las corruptelas
políticas en el Albany de los años 40 del siglo pasado como materia prima casi
única y esencial de un libro de más de 400 páginas pueden resultarle excesivas
al lector que no esté realmente interesado (casi como un politólogo) en la
historia política norteamericana de mediados del siglo XX. Y en lo que se
refiere al estilo, lo que para mi son virtudes o incluso virtuosismos de
escritor, es probable que a un lector no tan proclive al virtuosismo le lleve a
la confusión y a la excesiva algarabía en forma de palabras y párrafos. Me
refiero sin ir más lejos a las continuas idas y venidas en el tiempo, a los
cambios incluso dentro de un misma frase de las personas del verbo (se habla por
ejemplo de Roscoe y tras una coma, es Roscoe quien habla), y al excesivo número
de personajes que pululan por la obra, un verdadero ejército de secundarios que
muchas veces hacen complicado el situarse dentro de la trama, casi como si
estuviéramos leyendo al Tolstoi de
Guerra y Paz.
Es esta una
novela que yo recomiendo con fervor a lectores de raza, a lectores duchos en la
maratón lectora, a lectores que no deseen esprintar con velocidad y quieran
llegar rápido a meta. Es esta una novela que requiere inversión en tiempo y
paciencia, pero sin duda es también una novela que aporta muchas satisfacciones
a quien llega hasta el final de la travesía.