La
Antología
de la literatura armenia, cuya edición, traducción
e introducción histórica ha elaborado
Ani
Khachatryan,
que hoy comentamos, bien puede servirnos como
ejemplo de esos felices encuentros improbables con un producto, no elitista,
pero sí diferente y necesario, condenado a la tercera división comercial, pero
que condensa una literatura a la que de otra forma el común de los lectores no
podríamos llegar.
Y si algo de malo tiene esta recopilación es su
extensión: un muy nutrido, interesante y necesario estudio histórico a grandes
rasgos sobre la nación armenia: la prehistoria, sus avatares territoriales y el
dolor del genocidio sufrido en carne propia que es el segundo en número de
cadáveres después del holocausto judío (y del que sin embargo tan poco se ha
hablado, yo de hecho no he tenido clara la historia de Armenia hasta no leer
esta reseña histórica).
Y un repaso esquemático a los principales
autores en los que se hecha en falta una referencia a los armenios actuales. Y
lo malo en cuanto a la extensión de que hablaba, es que nos vamos a tener que
conformar apenas con un aperitivo, con cinco relatos de cuatro autores señeros
de la literatura armenia que no le van a sonar a nada, cuyos nombres, por poco
frecuentes y cercanos va a olvidar al momento (
Miqael
Hovhannisyan,
Avetiq Isahakian, Hovhannes Tumanyan, Derenik
Demirtchyan)
pero cuyas narraciones sin duda va a mantener en la
memoria porque uno de ellos activa el interruptor de la reflexión sobre el “qué
haría yo en este caso”, y porque todos están impregnadas de ese carácter
universal de los sentimientos (la distinción entre sentimientos buenos y malos
es igual en cualquier parte del mundo) como el despecho, la dignidad, la
empatía, el afán de superación (aunque no lo creamos, el “sueño americano” viene
de lejos), la piedad, la soledad, la valentía y la entereza, la víctima doble,
la explotación…
En resumidas cuentas: un libro que
no necesita de más justificación, que no precisa que lo desmenucen
más
No voy a asignarlos a cada título, porque
será bueno que el lector descubra en cual de cada una de estas narraciones se
ocultan. A modo de cajón de sastre, se podría decir que uno encuentra en ellas:
el sabor de los maestros rusos, la paradoja semántica que se resuelve, el
doloroso deber de decidir si alguien debe decidir sobre la vida de alguien…
A tenor de la introducción histórica citada uno piensa: “¡Ya está! ¡Un
libro que se va a centrar en el genocidio armenio!” (da igual que los farsantes
de la historia se empeñen en acuñar términos para el crimen, y eviten
“genocidio”, el caso es que hay muertos de por medio). Pero afortunadamente
estos relatos no aprovechan para tratar el tema, para propagar el innegable
hecho histórico cuyas cifras de asesinados son las que son. Solo uno de ellos lo
utiliza, y eso como excusa narrativa, de una manera tan sutil que no se puede
tachar de “relato histórico”.
En resumidas cuentas: un libro que no
necesita de más justificación, que no precisa que lo desmenucen más. Los
títulos, como el nombre de los autores no van a decirle nada:
“Diario de
un hombre perdido” (que se compone de dos partes, “Yo”, y “Él”),
“El sabor del dinero”,
“Ese nada soy yo”,
“Guiqor”,
“La persona que sobraba”.
Simples
etiquetas para productos imperecederos que no se echan a perder al lado de una
piscina, en la orilla del mar ni en una mochila, cualquier marco y momento es
idóneo para este entremés de literatura sin fronteras, sin tiempo ni
limitaciones.