Quizá vaya a ser cierto que el flamante Premio Cervantes de las de Letras
2009 sea, de veras, un tipo humilde. Lo demostró con esa curiosa estampa en la
que sus pantalones “de pingüino” se le vinieron abajo minutos antes de
pronunciar su discurso en el paraninfo de la universidad complutense (o
alcalaína). “Un buen argumento contra la vanidad”, reconoció. Porque el pecado
de la vanidad no parece ser el que más le tiente a este hombre de letras, como
se puede comprobar con sus gestos y actitudes, pero también con sus obras.
En
Las batallas en el desierto, el narrador y protagonista
Carlos, aún niño en el sentido fisiológico del término, adentra al lector en un
universo infantil que coquetea con el adulto, con el universo adulto de
tentaciones turbadoras. Conoce a la madre de su amigo Jim, una madre en la flor
de la vida, con 28 años, cuya sensualidad no pasa inadvertida para un Carlos en
el que empieza a despuntar esa placentera losa de la vida adulta: el deseo.
Carlos es un niño que no vacila, no se queda en el terreno plácido de las brumas
platónicas y decide mostrarse ante su inalcanzable amada. Una mañana se escapa
de clase, a sabiendas de que la encontrará sola en el domicilio, y se presenta
en casa de la madre de Jim. La inesperada visita sorprenderá a la bella mujer,
pero también le halagará, dejará un poso dulce en su alma. En los encuentros
anteriores de meriendas y juegos, ella se ha mostrado interesada en Carlos, de
algún modo. Es algo más que la cálida indiferencia de una madre ante el amigo de
su hijo, y él lo nota.
Toda la novela es un canto a la
infancia, esa infancia que conoce las primeras fisuras, las primeras grietas por
donde entra el dolor, y que Pacheco nos presenta de un modo no sabemos si
autobiográfico pero sí, desde luego,
atractivo
Pero la visita trascenderá, y los
padres de Carlos se enteran, se encandalizan, lo tratan de loco, de enfermo, de
perturbado, de vicioso. Él no entiende nada, no siente que haya hecho nada malo,
tan sólo hacer caso a los dictados de corazón, pero se encontrará con el rechazo
y las miradas torvas de los demás.
Han pasado casi treinta años desde
que Pacheco escribiera esta novelita. La última la entregó a la imprenta en
1992. Durante este tiempo se ha dedicado especialmente a su faceta lírica; en
2009 publicó dos títulos,
Como la lluvia y
La edad de las
tinieblas. A pesar de la fractura temporal, la obra ha envejecido
favorablemente. Habla del pasado, y ese ejercicio de la memoria lo recibe el
lector de un modo siempre fresco. Da igual que se hable de finales de los años
cuarenta, en México, en 1981 que en 2010. Toda la novela es un canto a la
infancia, esa infancia que conoce las primeras fisuras, las primeras grietas por
donde entra el dolor, y que Pacheco nos presenta de un modo no sabemos si
autobiográfico pero sí, desde luego, atractivo. Desconfía José Emilio Pacheco de
los autores de obras “gordas”, especialmente si son poéticas. Como sólo pasa en
pocas obras literarias, las breves páginas
Las batallas en el desierto
llegan a saber a poco; el autor consigue que ese relato infantil enganche de un
modo misterioso, casi mágico, al lector. Quizá no sea algo tan misterioso ni tan
mágico, Pacheco alude a esas pequeñas pasiones que, todos, de alguna manera
hemos sentido, de un modo más o menos latente. El aflorar de la sexualidad, de
la sensualidad, y el maravilloso descubrimiento de la belleza que la mujer como
animal femenino capaz de provocar insondables trastornos. O la rebeldía ante un
sistema, el familiar, el colegial, el político, que parece haberse conjurado, la
conjura de los necios, para negar lo mucho o poco bueno, dichoso, que pueda
tener la existencia.
Es particularmente interesante la
inmersión que Pacheco, con esa visión que Henri Matisse predicaba para sí y para
los demás, la de mirar los objetos con los ojos de un niño, hace en el universo
mexicano de entonces. Un México que no resulta ajeno ni
extraño
Con cuentagotas pero de un modo
preciso, Pacheco muestra, quizá de un modo impresionista pero eficaz, una visión
del México de finales de los cuarenta, cuando todo el mundo había quedado
sacudido por los efectos de la segunda guerra mundial. Árabes y judíos,
expulsados a tierras no contaminadas como México, se ven obligados a convivir
con no pocas asperezas. Entonces jugaban, esos juegos crueles de la infancia, a
árabes y judíos, en el tiempo en que se pactó la construcción del Estado de
Israel y había guerra contra la Liga Árabe. “Los niños que de verdad eran árabes
y judíos sólo hablaban para insultarse y pelear”, dice ese Carlitos con voz
adulta.
Es particularmente interesante la inmersión que Pacheco, con esa
visión que Henri Matisse predicaba para sí y para los demás, la de mirar los
objetos con los ojos de un niño, hace en el universo mexicano de entonces. Un
México que no resulta ajeno ni extraño: Pacheco nos lo brinda con el mismo
asombro y extrañeza con que el lector se introduce en todo ese universo nuevo y
extraño que es un libro. Quizá ahí resida el éxito de este libro, un éxito
íntimo y que sólo celebra el lector adecuado, en ese describir las cosas no como
un notario, no como un literario rancio, no como un novelista decimonónico
excesivo en la descripción plana. No, José Emilio Pacheco se asombra ante las
cosas, ante los objetos, ante ese nuevo imaginario colectivo en forma de
“hamburguesas, pays, donas, jotdogs, malteadas, aiscrim, margarina y mantequilla
de cacahueta” que configura a partir de entonces su paisaje cotidiano. Cuela al
lector en esos recovecos a los que los libros de historia ni los ensayos llegan.
Sólo ciertas novelas lo consiguen.
No hay exceso ni cae el autor en la
tentación del inventario soporífero de los elementos que poblaban su infancia.
Con la precisión de quien poda un bonsái con saber milenario, Pacheco introduce
los elementos precisos pero necesarios para que el lector viaje hacia esa época
concreta y, lo que es más dificíl, hacia el universo lleno de vitalidad,
curiosidad y valor, que se abre en el niño.
No parece, no obstante, que ese
grato resultado final sea producto de una alquimia literaria fría y calculada.
Hay el rastro del buenhacer literario, de ese talento invisible que
difícilmente, y en eso estamos en estas líneas, somos capaces de señalar,
localizar, importar. ¿Y las batallas en el desierto? “Las decíamos así porque
era un patio de tierra colorada, polvo de tezontle o ladrillo, sin árboles ni
plantas, sólo una caja de cemento al fondo”.
No hay retórica en estas 77
páginas, no hay pretenciosidad, no sabemos muy bien qué hay, pero resulta un
libro que esconde algo de prodigioso.