José Emilio Pacheco: <i>Las batallas en el desierto</i> (Tusquets, 2010)

José Emilio Pacheco: Las batallas en el desierto (Tusquets, 2010)

    TÍTULO
Las batallas en el desierto

    AUTOR
José Emilio Pacheco

    EDITORIAL
Tusquets

    OTROS DATOS
Barcelona, 2010. 77 páginas. 10 €



José Emilio Pacheco

José Emilio Pacheco


Reseñas de libros/Ficción
José Emilio Pacheco: Las batallas en el desierto (Tusquets, 2010)
Por Eduardo Laporte, sábado, 1 de mayo de 2010
La editorial Tusquets recupera este título de 1981 el mismo mes de abril en que José Emilio Pacheco (México D.F., 1939) recibía en Alcalá de Henares el Premio Cervantes 2009. La obra narrativa de este poeta, ensayista, traductor y gran erudito es dispersa, frugal incluso. Seis títulos en un carrera literaria de fondo que se remonta a los años cincuenta. Siendo poco menos que imberbe, Pacheco fue incluido en la llamada 'Generación de los años cincuenta', que integraba a nombres tan sólidos como Carlos Monsiváis o Sergio Pitol. Sus primeras incursiones líricas le posibilitaron entrar en tan selecta nómina literaria. En Las batallas en el desierto, Pacheco realiza un ejercicio que podríamos denominar de 'lirismo invisible'. Convencido maestro de la escuela de la antirretórica, el autor mexicano consigue sin embargo trasladar una atmósfera poética, en absoluto empalagosa, a la historia de amor del pequeño Carlos, que cae rendido ante los encantos de la madre de su amigo Jim. Apenas ochenta páginas que se leen como quien consume un delicado manjar que tiene la virtud de no saberse delicado ni manjar.
Quizá vaya a ser cierto que el flamante Premio Cervantes de las de Letras 2009 sea, de veras, un tipo humilde. Lo demostró con esa curiosa estampa en la que sus pantalones “de pingüino” se le vinieron abajo minutos antes de pronunciar su discurso en el paraninfo de la universidad complutense (o alcalaína). “Un buen argumento contra la vanidad”, reconoció. Porque el pecado de la vanidad no parece ser el que más le tiente a este hombre de letras, como se puede comprobar con sus gestos y actitudes, pero también con sus obras.

En Las batallas en el desierto, el narrador y protagonista Carlos, aún niño en el sentido fisiológico del término, adentra al lector en un universo infantil que coquetea con el adulto, con el universo adulto de tentaciones turbadoras. Conoce a la madre de su amigo Jim, una madre en la flor de la vida, con 28 años, cuya sensualidad no pasa inadvertida para un Carlos en el que empieza a despuntar esa placentera losa de la vida adulta: el deseo. Carlos es un niño que no vacila, no se queda en el terreno plácido de las brumas platónicas y decide mostrarse ante su inalcanzable amada. Una mañana se escapa de clase, a sabiendas de que la encontrará sola en el domicilio, y se presenta en casa de la madre de Jim. La inesperada visita sorprenderá a la bella mujer, pero también le halagará, dejará un poso dulce en su alma. En los encuentros anteriores de meriendas y juegos, ella se ha mostrado interesada en Carlos, de algún modo. Es algo más que la cálida indiferencia de una madre ante el amigo de su hijo, y él lo nota.

Toda la novela es un canto a la infancia, esa infancia que conoce las primeras fisuras, las primeras grietas por donde entra el dolor, y que Pacheco nos presenta de un modo no sabemos si autobiográfico pero sí, desde luego, atractivo

Pero la visita trascenderá, y los padres de Carlos se enteran, se encandalizan, lo tratan de loco, de enfermo, de perturbado, de vicioso. Él no entiende nada, no siente que haya hecho nada malo, tan sólo hacer caso a los dictados de corazón, pero se encontrará con el rechazo y las miradas torvas de los demás.

Han pasado casi treinta años desde que Pacheco escribiera esta novelita. La última la entregó a la imprenta en 1992. Durante este tiempo se ha dedicado especialmente a su faceta lírica; en 2009 publicó dos títulos, Como la lluvia y La edad de las tinieblas. A pesar de la fractura temporal, la obra ha envejecido favorablemente. Habla del pasado, y ese ejercicio de la memoria lo recibe el lector de un modo siempre fresco. Da igual que se hable de finales de los años cuarenta, en México, en 1981 que en 2010. Toda la novela es un canto a la infancia, esa infancia que conoce las primeras fisuras, las primeras grietas por donde entra el dolor, y que Pacheco nos presenta de un modo no sabemos si autobiográfico pero sí, desde luego, atractivo. Desconfía José Emilio Pacheco de los autores de obras “gordas”, especialmente si son poéticas. Como sólo pasa en pocas obras literarias, las breves páginas Las batallas en el desierto llegan a saber a poco; el autor consigue que ese relato infantil enganche de un modo misterioso, casi mágico, al lector. Quizá no sea algo tan misterioso ni tan mágico, Pacheco alude a esas pequeñas pasiones que, todos, de alguna manera hemos sentido, de un modo más o menos latente. El aflorar de la sexualidad, de la sensualidad, y el maravilloso descubrimiento de la belleza que la mujer como animal femenino capaz de provocar insondables trastornos. O la rebeldía ante un sistema, el familiar, el colegial, el político, que parece haberse conjurado, la conjura de los necios, para negar lo mucho o poco bueno, dichoso, que pueda tener la existencia.

Es particularmente interesante la inmersión que Pacheco, con esa visión que Henri Matisse predicaba para sí y para los demás, la de mirar los objetos con los ojos de un niño, hace en el universo mexicano de entonces. Un México que no resulta ajeno ni extraño

Con cuentagotas pero de un modo preciso, Pacheco muestra, quizá de un modo impresionista pero eficaz, una visión del México de finales de los cuarenta, cuando todo el mundo había quedado sacudido por los efectos de la segunda guerra mundial. Árabes y judíos, expulsados a tierras no contaminadas como México, se ven obligados a convivir con no pocas asperezas. Entonces jugaban, esos juegos crueles de la infancia, a árabes y judíos, en el tiempo en que se pactó la construcción del Estado de Israel y había guerra contra la Liga Árabe. “Los niños que de verdad eran árabes y judíos sólo hablaban para insultarse y pelear”, dice ese Carlitos con voz adulta.

Es particularmente interesante la inmersión que Pacheco, con esa visión que Henri Matisse predicaba para sí y para los demás, la de mirar los objetos con los ojos de un niño, hace en el universo mexicano de entonces. Un México que no resulta ajeno ni extraño: Pacheco nos lo brinda con el mismo asombro y extrañeza con que el lector se introduce en todo ese universo nuevo y extraño que es un libro. Quizá ahí resida el éxito de este libro, un éxito íntimo y que sólo celebra el lector adecuado, en ese describir las cosas no como un notario, no como un literario rancio, no como un novelista decimonónico excesivo en la descripción plana. No, José Emilio Pacheco se asombra ante las cosas, ante los objetos, ante ese nuevo imaginario colectivo en forma de “hamburguesas, pays, donas, jotdogs, malteadas, aiscrim, margarina y mantequilla de cacahueta” que configura a partir de entonces su paisaje cotidiano. Cuela al lector en esos recovecos a los que los libros de historia ni los ensayos llegan. Sólo ciertas novelas lo consiguen.

No hay exceso ni cae el autor en la tentación del inventario soporífero de los elementos que poblaban su infancia. Con la precisión de quien poda un bonsái con saber milenario, Pacheco introduce los elementos precisos pero necesarios para que el lector viaje hacia esa época concreta y, lo que es más dificíl, hacia el universo lleno de vitalidad, curiosidad y valor, que se abre en el niño.
No parece, no obstante, que ese grato resultado final sea producto de una alquimia literaria fría y calculada. Hay el rastro del buenhacer literario, de ese talento invisible que difícilmente, y en eso estamos en estas líneas, somos capaces de señalar, localizar, importar. ¿Y las batallas en el desierto? “Las decíamos así porque era un patio de tierra colorada, polvo de tezontle o ladrillo, sin árboles ni plantas, sólo una caja de cemento al fondo”.

No hay retórica en estas 77 páginas, no hay pretenciosidad, no sabemos muy bien qué hay, pero resulta un libro que esconde algo de prodigioso.