Para retomar el juego de una entrega pasada, doy al lector una pista: no
hablo de Joseph Conrad, aunque mucho tuvo en común con el sin par autor de
Nostromo. Separados por más de un siglo, tienen en su abrevar de la
cultura de la
Pérfida Albión un común hilo espiritual… aunque como todos
sabemos Conrad nació en la hoy Ucrania y nuestro personaje, al igual que Byron,
vio la primera luz en Sheffield, en el verde corazón de Inglaterra.
Ambos fueron esforzados y obsesivos vaga
mundos. Conrad se embarcó
a los 16 años, luchó en España en las filas del ejército de don Carlos, viajó
hasta el extremo del mundo de entonces -el archipiélago malayo y el río Congo-
escribió 13 novelas y su pasión amorosa lo llevó a las puertas del suicidio.
Nuestro personaje en cambio fue más que navegante,
caminante. Recorrió a
pie los desiertos de África, las áridas extensiones de la Patagonia y los
misteriosos eriales australianos en donde el tiempo se detuvo en una época
anterior a la memoria del hombre. Tuvo amores indiscriminados, sin que se sepa
si alguno le dolió como para quitarse la vida. Publicó seis libros y al morir en
Francia en 1989 de una misteriosa enfermedad, dejó preparado el sugerente
título:
¿Qué hago yo aquí?, con el que cimentó la leyenda que se había
forjado a sí mismo durante años, pues fue, como dijo un impaciente corresponsal
de “Babelia” en marzo del 97, “¡un señor que siempre dejaba pistas falsas!”.
Habrá ya columbrado el lector que hablamos de Bruce Chatwin, una de las
personalidades literarias más atractivas de finales del siglo pasado, aunque su
obra sigue siendo desconocida en México. Federico Campbell le dedicó una de sus
“Horas del lobo” en
Milenio hace tiempo, pero hasta donde sé los lectores
aztecas de este inglés errante formamos un club tan hermético y reducido como en
su tiempo fuimos los seguidores americanos de Tolkien, así que sin duda estamos
en el feliz y propicio momento de un
aggiornamento literario. Elevemos
una oración para que Hollywood lo descubra, lo lleve a la Gran Pantalla y los
editores nos inunden con nuevas ediciones de sus libros… quiera Dios que con
mejores traducciones que las de Tolkien... digo, para no pasar pena ajena.
La apostura –belleza se diría- y una
capacidad casi ilimitada, obsesiva, para la conversación, fueron sus rasgos
peculiares
Los libros de Chatwin no son de
fácil clasificación. Uno de sus más conocidos,
En Patagonia, acepta
muchas lecturas. Es sin duda una novela, pero también un diario de viajes, muy
cercano, incluso en estilo, a
Far Away and Long Ago de William Henry
Hudson, el delicioso volumen de recuerdos aparecido en 1918. Sus viajes por
Dahomey y Brasil dieron lugar a una novela sobre el primitivo comercio de
esclavos,
El virrey de Ouidah (1980).
La colina negra (1982)
describe la vida en una granja galesa. Para muchos, la obra más importante de
Chatwin es
La línea de la canción (1987), una meditación sobre el
nomadismo y los aborígenes australianos —mezcla de filosofía, fábula, libro de
viajes y novela— que escapa a toda catalogación. El misterioso relato
Utz
(1988) es un espléndido retrato psicológico de un obsesivo coleccionista checo
de porcelana de Meissen.
Creo que se podría decir de su obra que es la
memoria de un observador dividida en episodios convencionalmente llamados
libros por el resto de los mortales. Tampoco la vida o la personalidad de
Bruce puede insertarse en un molde. Chatwin se encuentra en un apartado de seres
humanos no fácilmente
clasificables. Este inglés de
Sheffield que nació a las ocho y media de la tarde de un caluroso 13 de mayo del
año de Dios 1940 en el seno de una familia de clase media “sin pretensiones”,
fue con el tiempo un misterio y una revelación para quienes le rodearon. Al
igual que Tolkien, tuvo una niñez enfermiza. A los nueve años su tío favorito
fue asesinado en algún lugar del África Occidental Británica, extenso territorio
en donde hoy se asientan Nigeria, Gambia, Sierra Leona, Benin, Ghana y parte del
Camerún, y esto avivó la imaginación del muchacho, quien de inmediato se puso a
leer todo lo que encontró sobre ese rincón del Imperio. Curioso que en el caso
de John Reed también haya sido un tío aventurero el que le encendió la mecha de
la vida peregrina.
La apostura –belleza se diría- y una capacidad casi
ilimitada, obsesiva, para la conversación, fueron sus rasgos peculiares. Tan
distinguido era su porte que naturalmente todos los que trataban con él lo
asumían aristócrata, como fue el caso de la esposa de Carlos Fuentes, según
apunta Nicholas Shakespeare, su biógrafo.
“Un niño, un trozo de piel de
brontosaurio, una tierra remota”. Con estos elementos comienza En la
Patagonia, el libro con el que Bruce Chatwin debutó a los 37 años y con el
que alcanzaría fama como escritor
Quizá la
belleza
física del escritor sea mejor descrita en el recuerdo que
de él guardó la camarera de una tía abuela con quien se fue a vivir siendo un
adolescente: “Si hubiera sabido que iba a morir tan joven… ¡le habría dado un
gran beso!”
Pero no sólo las mujeres del pueblo lo encontraban
irresistible. La gran escritora y activista Susan Sontag dijo de él (en
traducción libre mía): “Era asombroso mirarlo. Hay muy pocos en este mundo con
una figura tan cautivante y encantadora... el estómago se comprime y el corazón
pierde un latido, pues no estamos preparados para esa imagen. La vi en Jack
Kennedy y Bruce la poseía. No es sólo belleza... es una luminosidad, es algo en
la mirada... y ejerce su fascinación sobre ambos sexos...”
“Un niño,
un trozo de piel de brontosaurio, una tierra remota”. Con estos elementos
comienza
En la Patagonia, el libro con el que Bruce Chatwin debutó a los
37 años y con el que alcanzaría fama como escritor. Con él, y con los que
siguieron, contribuyó a crear un nuevo estilo en la literatura de viajes, una
forma de escribir que sería imitada hasta la saciedad, dice Isidoro Merino. Y
para Javier Reverte, en este escritor ser nómada fue sello distintivo combinado
con una poco común solidez literaria, quizá debido a que, “el viaje literario es
el más rentable porque lo haces tres veces: al planearlo, al pisar el camino y
al escribirlo”.
Nicholas Shakespeare conoció a Chatwin en Londres en
1982. Lo visitó en su estudio de Eaton Place en donde había una bicicleta
recargada en la pared y un libro de Flaubert en el suelo. “Era más joven de lo
que había imaginado, con aspecto de refugiado polaco, anoréxico, pantalones
anchos, pelo gris rubio, ojos azules, facciones afiladas y verbo como navaja. No
dejó de parlotear desde el momento en que ingresé a su pequeña habitación. En
minutos me había dado el teléfono del rey de la Patagonia, el del rey de Creta,
el del heredero del trono azteca y el de un guitarrista de Boston que se creía
Dios”.
Cuando (Joan Didion) le preguntó a
Salman Rushdie: “¿Qué es esa Bestia que Bruce intenta mantener a raya?”,
aquél respondió con gran agudeza: “La Bestia es la verdad sobre sí mismo. La
gran verdad que oculta es su verdadera
identidad”
A Chatwin no le gustaba dar
entrevistas, pero Shakespeare lo convenció de que participara en un programa de
televisión con Borges. Bruce llegó primero al estudio y cuando vio aparecer al
argentino comenzó a parlotear sobre sus libros y su obra. “¡Es un genio!”, dijo
en voz alta. “No puede uno salir sin su Borges. Es como empacar el cepillo de
dientes”.
Don Jorge Luis, quien avanzaba por el pasillo de la televisora
del brazo de Shakespeare, escuchó, se detuvo, alzó un poco el rostro y sin
dirigirse a nadie en particular, exclamó: “¡Qué antihigiénico!”
En
retrospectiva alguien podría decir que Chatwin era una personalidad maniática y
obsesivo-compulsiva. Era muy capaz de dar el primer paso de un viaje que podría
ser de uno o mil kilómetros, literalmente sin más equipaje que su libreta
parisina de hojas gruesas y pastas de piel, la legendaria
Moleskin, en
donde anotaba en letra minúscula –más pequeña cuanto más personal era la
entrada- sus observaciones sobre todo lo que cruzara su camino. Me divierte
imaginar la sorpresa de un jeque en Benin, de unos calvinistas alemanes en el
sur de Argentina o de una familia de aborígenes en Queensland al aparecérseles
este inglés desgarbado en la tienda, en el establo o entre los arbustos y
espetar, como si fuera una visita familiar largamente esperada: “Hola, soy Bruce
Chatwin. ¿Charlamos?”
En un artículo publicado en
LAWeekly en
marzo del 2000, Shakespeare recuerda que Joan Didion dijo: “Nos contamos cuentos
a nosotros mismos para sobrevivir”, y cree que esto fue “más cierto para Chatwin
que para la mayoría de nosotros”. Cuando le preguntó a Salman Rushdie: “¿
Qué
es esa Bestia que Bruce intenta mantener a raya?”, aquél respondió con gran
agudeza: “La Bestia es la verdad sobre sí mismo. La gran verdad que oculta es su
verdadera identidad”.
No fue sino hasta sus últimos meses, cuando
enfermó, que la verdad salió a luz. Diez años después de una visita al África
Occidental, en la tarde del 12 de septiembre de 1986, Bruce fue internado en el
pabellón de emergencias del Hospital Churchill de Oxford. Su ficha de ingreso
sólo lo identificó como
escritor de viajes de 46 años, vih positivo.
De
El último encuentro de Sándor Márai tomo una estremecedora
reflexión del General que me parece concebida con Chatwin en mente: “También
existen instantes en que no es de noche ni de día en los corazones humanos,
instantes en que los animales salvajes salen de su escondite, de las madrigueras
del alma, y en que tiembla en nuestro corazón y se transforma en movimiento de
nuestra mano una pasión que hemos tratado en vano de domesticar durante años…
durante muchísimos años… Todo ha sido en vano: hemos negado, sin la menor
esperanza, el sentido de esta pasión, incluso a nosotros mismos, pero el
contenido real de la pasión era más fuerte que nuestros propósitos, y la pasión
no se ha disipado, sino que ha cristalizado”.