En los libros de este escritor no hay nada simplemente decorativo. Algo
querrá decir esta imagen y algo tendrá que ver con sus contenidos. Aceptemos,
pues, la evidencia: un individuo corre hacia alguna parte, avanzando por un
camino de piso irregular. Por ello, la instantánea podemos tomarla como una
instrucción de lectura, como una clave que el autor y el editor nos facilitan
para interpretar lo que en sus páginas se cuenta, algo que le pasa al personaje
principal. ¿Y qué es lo que le sucede? Si aceptamos la fotografía como metáfora
de lo que le ocurre al protagonista, entonces representa un viaje. En efecto, el
personaje, un tal Samuel Riba, editor barcelonés ya retirado, emprende con
varios amigos escritores una visita. Se trata de marchar a Dublín, la ciudad en
la que está localizado el
Ulises, de James Joyce, el lugar del
Bloomsday: 16 de junio. El motivo del desplazamiento es ése precisamente:
festejar dicha efeméride, la jornada en que transcurre la novela de Joyce, y
celebrar algo más. ¿Qué cosa?
Riba es ya un sesentón que se ha deshecho
de su sello de culto, una editorial de prestigio que ha prosperado publicando
libros literarios,
propiamente literarios. Es un logro que todos le
reconocen, una audacia en tiempos tan mercantiles o fenicios. Se ha pasado media
vida dando a conocer obras arriesgadas, novelas experimentales, osados tanteos
de autores minoritarios. En vez de quedar a merced de la corriente, Riba ha
sabido ser original. Así nos lo dice el narrador de
Dublinesca, alguien
que no se identifica ante el lector, alguien que cuenta desde la perspectiva del
editor retirado. Sólo alguna vez se expresa desde el yo, empleando una primera
persona del singular que no sabemos a quién se refiere. El narrador describe las
circunstancias del protagonista, su matrimonio con Celia, sus relaciones de
dependencia con los ancianos padres, sus estados de ánimo, sus remontadas o
caídas; detalla sus pensamientos, sus fantasías, su meta obsesiva y quizá
liberadora: el viaje que le permita celebrar el
Bloomsday y… algo más.
El viaje a Dublín es, por una parte,
una carrera quizá terminal y, según dice una y otra vez, un réquiem por la
cultura de Gutenberg, un adiós al mundo de la imprenta
Pero Riba no se conoce, según declara a
La Vanguardia
y nos reproduce el narrador. “Mi catálogo editorial”, confiesa, “parece haber
ocultado ya para siempre a la persona que está detrás de los libros que fui
publicando. Mi biografía es mi catálogo. Pero falta el hombre que estaba ahí
antes de que me decidiera ser editor. Falto yo en definitiva”, concluye.
Publicar (y escribir libros) acaba tapando el yo potencial que no ha sido
revelado, que se ha materializado en el catálogo, precisamente. “¿Quién era el
que estaba ahí antes de que empezara a editar?”, se pregunta el narrador
explicitando pensamientos de Riba. “¿Dónde se halla esa persona que gradualmente
fue quedando oculta tras el brillante catálogo y la sistemática identificación
con las voces más atractivas del mismo?”, insiste esa misma voz.
El
viaje a Dublín es, por una parte, una carrera quizá terminal y, según dice una y
otra vez, un réquiem por la cultura de Gutenberg, un adiós al mundo de la
imprenta, una despedida de editor. Parece escéptico y sólo Irlanda –el emblema
de la literatura que se consuma en Joyce— tal vez le devuelva otra forma de
vida. Ha estado enganchado al alcohol y ahora está atrapado en la red digital,
viviendo como un
hikikomori, como alguien ajeno al mundo. La acción de
Dublinesca transcurre en los meses de mayo, junio y julio de 2008. ¿Cómo
lo sabemos? En algún momento, el narrador nos proporciona referencias
inequívocas: por ejemplo, cuando ocurre la acción acaba de celebrarse el
referéndum irlandés sobre el Tratado de Lisboa, consulta que tiene lugar el
jueves 12 de junio de 2008.
Pero dejemos de momento a Riba para regresar
a la fotografía de la cubierta. Eso nos permitirá pensar en el escritor que
imagina esta historia:
Enrique Vila-Matas. En
ese caso, la instantánea del hombre elegante, la del hombre que corre, podríamos
tomarla como una alegoría del autor, de sus avatares personales: un tipo
viajero, sí, pero sobre todo un Enrique Vila-Matas que sufre un colapso renal en
2006 y del que por poco no sale, un gravísimo patatús que lo transforma, como si
hubiera experimentado una transfiguración o una muda, algo de lo que deja
constancia en sus obras de 2007 y 2008:
Exploradores del abismo y
Dietario voluble. “Estoy seguro”, leemos en una página de
Exploradores…, “de que no habría podido escribir todos esos relatos si
previamente, hace un año, no me hubiera transformado en alguien levemente
distinto, no me hubiera convertido en
otro. Justo es decir que el cambio
se produjo con una sencillez abrumadora. Un colapso físico, acompañado de una
rápida pérdida de peso, contribuyó a ello”. Ser otro, cambiar, transformarse,
vaciarse: la experiencia de un viaje profundo que alguien realiza para,
propiamente, ya no volver igual: una depuración casi absoluta. Esa impresión la
reiterará en alguna página de
Dietario voluble.
El personaje y el autor de
Dublinesca han emprendido sendos viajes: en la novela y en la vida real.
Quizá por ello la imagen de la cubierta podría ser interpretada como una
síntesis de ambas experiencias
“Fui a Buenos
Aires con la idea de desaparecer unos días y acabé hospitalizado en el [Hospital
de la] Vall d’Hebron en Barcelona. No me han quedado muchas ganas ya de volver a
intentar esfumarme en un hotel argentino”, revela en ese diario. Después de
dicha experiencia, la vida ha cambiado y el diarista constata algo archiconocido
aunque doloroso: “¡Pero si ya sabemos que cuando muere alguien las cosas
continúan existiendo, encantadoras e indiferentes: el sol, el fluir del agua, el
susurro de las hojas mecidas por el viento!” En efecto, la existencia cobra otra
dimensión. “Era como si viviera no para vivir, sino para ya estar muerto. Ahora
todo tiene otro ritmo, vivo fuera ya de la vida que no existe. A veces me
detengo a mirar el curso de las nubes, miro todo con curiosidad flemática de
diarista voluble y paseante casual”, añade.
El personaje y el autor de
Dublinesca han emprendido sendos viajes: en la novela y en la vida real.
Quizá por ello la imagen de la cubierta podría ser interpretada como una
síntesis de ambas experiencias. El hombre retratado corre e ignoramos qué
precede y qué sucede inmediatamente después de ese instante. Justo como lo que
nos ocurre en la vida, que avanzamos a tientas. A poco que nos tomemos en serio
o con gravedad lo que nos pasa distinguiremos síntomas del Apocalipsis. Todo
parece precipitarse y la pared limpia que acompaña al hombre elegante carece de
indicios más o menos reveladores: la cenefa del muro no nos da pistas. Lo que
ahora vemos es una información sin contexto. Fantaseemos: la fotografía puede
ser el viaje de un peatón. Digo esto e inmediatamente me corrijo. Por lo común,
los viajeros no se desplazan a pie; tampoco llegan a su destino corriendo.
Llevan maletas, algunos bultos, aquella impedimenta que precisan para completar
el periplo o aquello otro que necesitan para cuando lleguen.
La
instantánea, por tanto, nos muestra otra clase de episodio. Como ya hemos dicho,
la acera por la que el individuo avanza no tiene un firme liso: el propio
espectador puede apreciar algunas protuberancias. Distinguimos los cantos del
suelo: en cualquier momento, un leve roce puede provocarle una caída si se
obstina en correr atolondradamente. ¿Atolondradamente? ¿Y por qué le supongo esa
actitud? En todo caso debería preguntarme de qué huye o qué persigue. No lo
sabemos. La fotografía, como la vida, es muy escueta; y su información es más
enigma que dato.
Siempre hay que hacer explícitas las
condiciones del relato y, por eso, en Vila-Matas hay metanarración: la
hay en Dublinesca y la hay, en fin, en tantas y tantas obras con las que
este novelista mezcla lo real con la ficción, la autobiografía con la invención,
lo corriente con lo literario
El hombre que
corre tiene el sol a su espalda, razón por la cual el rostro y toda su parte
delantera quedan en penumbra. La luz proyecta una sombra sobre la pared que
tiene a su costado. Vemos una figura extraña que no parece el doble perfilado.
Es una figura rota, achaparrada, como un monigote: ni siquiera el resultado de
una sombra chinesca. Llama la atención esa efigie monstruosa. Alguien que viste
con elegancia, alguien que parece espigado y fibroso, tiene un doble que es
retaco y deforme. No vemos lo que el individuo mira, pues las pupilas en
penumbra nos impiden saberlo. Pero por lo que atisbamos de las pestañas parece
mirar su propia sombra con el rabillo del ojo.
Así miramos nosotros al
personaje de esta novela, un tipo que nos recuerda –claro— a otros tipos ideados
por Vila-Matas. De todos los que podríamos convocar me quedo con Federico Mayol,
el protagonista de
El viaje vertical, una obra de 1999 que tiene muchas
concomitancias con
Dublinesca. Riba y Mayol ya están en la vejez o al
menos así se viven. Ambos han tenido una vida próspera y acomodada como
empresarios en la Barcelona reciente: uno, editor; y otro, propietario de
seguros. Ambos tienen problemas matrimoniales: una esposa que ya está harta de
sus chifladuras o de sus rutinas, según. Riba y Mayol abandonan Barcelona para
emprender un viaje vertical precisamente: un desplazamiento hacia el norte, un
destino que es búsqueda, conocimiento, formación y aprendizaje en la edad
tardía. Ambos necesitan a un novelista que cuente sus vidas respectivas, que
ponga por escrito lo que son, la razón por la que viajan y cómo han mudado.
Siempre hay que hacer explícitas las condiciones del relato y, por eso, en
Vila-Matas hay
metanarración: la había en
El viaje vertical, la
hay en
Dublinesca y la hay, en fin, en tantas y tantas obras con las que
este novelista mezcla lo real con la ficción, la autobiografía con la invención,
lo corriente con lo literario. Los libros están presentes en sus páginas como
material cervantino o joyceano, como observación también irónica acerca del
mundo.
En Vila-Matas no hay nada inverosímil: los personajes más
estrafalarios conviven con seres obvios, previsibles. O, mejor, las situaciones
más insólitas e increíbles –por ejemplo, dirigirse a Madeira o a Dublín para
redimirse o hundirse definitivamente-- no son una extravagancia, sino una opción
de libertad y de autorrealización. Y, además, la enunciación es siempre
intertextual o expresamente plagiaria. Quiero decir: como seguidor de Borges o
como admirador de Joyce, sabe que ya no puede decir nada que no haya sido dicho
previamente; sabe que no puede afirmar nada nuevo que no haya sido sostenido o
defendido. ¿Qué cabe hacer, pues? Entregarse al festín de la copia y a la leve
modificación, al retoque creador de quien se sabe en una época saturada.
Vila-Matas asume tranquilamente y sin angustia las influencias, de modo que las
citas se convierten en reproducciones prácticamente literales: como así ocurre,
por ejemplo, con las páginas que dedica a describir
Stairway, un cuadro
muy raro de Edward Hopper que sólo conoce a partir de las referencias de Mark
Strand, cuyo libro sobre el pintor americano repite haciéndolas propias (aunque
sin citar al autor).
¿Quién las hace propias? ¿Vila-Matas o el narrador
de esta historia, esa voz interna que raramente emplea el yo? Si se repiten,
insisto, palabras prácticamente literales de Strand, ¿qué operación es ésa, un
plagio? Borges escribió
Pierre Menard, autor del Quijote y aparentemente
reiteraba lo que ya había escrito Cervantes. Joyce escribe
Ulises. ¿Una
novedad? Esa epifanía literaria, la de un hombre corriente en una ciudad europea
un 16 de junio, ya era la recreación expresa del viaje homérico. Vila-Matas
había escrito y repetido esas palabras inspiradas por Strand, cosa que podemos
comprobar en Google, justamente el buscador que acaba
matando al editor
exquisito, minoritario, de culto: Google, ese instrumento prodigioso ante el que
Riba se rinde. O no.
Me permitirán no decir nada más, que deje esta
reseña con algo de niebla, como sucede al final de
Dublinesca. O como
ocurre en la fotografía de la cubierta: vale más lo sugerido que lo explícito,
lo entrevisto que lo manifiesto. Eso es lo que exige un lector activo o un
observador atento. Como dice el narrador de esta novela, “el viaje de la lectura
pasa muchas veces por terrenos difíciles que exigen capacidad de emoción
inteligente, deseos de comprender al otro y de acercarse a un lenguaje distintos
al de nuestras tiranías cotidianas”. O en otros términos: “las mismas
habilidades que se necesitan para escribir se necesitan para leer. Los
escritores fallan a los lectores, pero también ocurre al revés y los lectores
les fallan a los escritores cuando sólo buscan en éstos la confirmación de que
el mundo es como lo ven ellos…”
Esta novela no nos confirma, no
corrobora nuestras tiranías cotidianas. Deja en penumbra muchos datos, como esa
niebla final. Dependerá de cada uno si además nos despierta la emoción
inteligente, la inspección vigilante, el deseo de comprender al otro, a un tal
Samuel Riba que avanza por una acera rugosa, a tientas, junto a una pared que
sólo tiene una cenefa como referencia.