Para comenzar, entrando en una cierta polémica que se ha desarrollado en
España desde el secuestro del pesquero
Playa de Bakio, en abril de 2008,
y ahora con el caso
Alakrana, me gustaría dejar claro que
la piratería
no puede asimilarse al terrorismo, aun cuando comparta con éste su
carácter delictivo. Ello es así porque, mientras el terrorismo tiene una
concreta finalidad política a la que se subordinan las acciones violentas de las
organizaciones que lo practican, la piratería es una actividad de carácter
económico que emplea la violencia con el único objetivo de lograr un rendimiento
para sus perpetradores. Es cierto que, en ambos casos, existen circunstancias
del entorno político–institucional que les resultan favorables, como ocurre con
la ausencia o, en su caso, el debilitamiento de la autoridad estatal en las
zonas geográficas en las que se desarrollan. Pero esta circunstancia ambiental
no autoriza a confundirlos y, menos aún, a reclamar para la lucha contra la
piratería los mismos medios jurídicos y las mismas estrategias que contra el
terrorismo.
Señalada esa distinción, entiendo que la comprensión del
fenómeno de la piratería en Somalia requiere tomar en consideración las
circunstancias singulares de ese país que condujeron a algunos de sus habitantes
a organizarse para ejercerla. Como ocurre con cualquier actividad económica
delictiva, el desarrollo de la piratería responde a un sistema de incentivos muy
concretos que favorecen su desarrollo y que determinan las pérdidas y ganancias
individuales de quienes se dedican a ella. En el lado negativo de ese balance
hay que situar las sanciones penales que pueden llegar a sufrir los piratas si
son apresados y juzgados por sus delitos —así como la pérdida de ingresos que
ello comporta—; y en el positivo los rendimientos económicos que se obtienen al
cometerlos, por comparación con los que se obtendrían de dedicar el capital y el
trabajo a actividades de carácter legal. Vayamos, pues, por partes detallando
los elementos a considerar en ese cálculo.
En primer lugar, debe tenerse
en cuenta que Somalia es un caso incontestable de Estado fallido derivado de un
conflicto civil que dura ya veinte años y que ha dado lugar al desmembramiento
territorial del país. El poder del Estado —que actualmente ostenta un Gobierno
Federal de Transición— es mínimo, apenas cuenta con fuerzas armadas o policiales
—que enrolan sólo a 3.300 militares y 2.700 agentes— y es, por ello, incapaz de
sostener un cierto orden institucional. De hecho, se estima que cuatro quintas
partes del territorio somalí queda fuera de la capacidad de control del
Gobierno, lo que es aprovechado por los caudillos locales para ejercerlo
mediante el empleo de la fuerza armada de sus ejércitos privados. Son estos
caudillos locales —que también se consideran «hombres de negocios»— los que
participan en la economía delictiva organizándola o, en su caso, ofreciendo
protección a los que la ejercen. En estas circunstancias, no existe posibilidad
alguna de sanción penal cuando se transgrede una ley, por otra parte,
inexistente. El riesgo que asumen, entonces, los piratas es mínimo y, por tanto,
no encuentran en la acción del Estado una cortapisa a su elección profesional.
Esta carencia de desincentivos institucionales para el desarrollo de la
economía delictiva no ha sido compensada por la actuación de las Fuerzas Navales
internacionales que operan en la zona desde mediados de 2008 bajo mandato de la
ONU, la OTAN y la Unión Europea. Ello, principalmente, por tres motivos. El
primero, porque la extensión marítima que cubren —superior a la del Mediterráneo
y el mar Rojo juntos— es demasiado amplia para las dotaciones existentes, lo que
dificulta enormemente la interceptación de los ataques piratas. El segundo,
porque la misión fundamental de esas fuerzas es la protección de los buques del
Programa Mundial de Alimentos que desembarcan su carga en los puertos de
Somalia; una carga de la que depende la alimentación de aproximadamente un
tercio de la población del país. Y el tercero, porque la prevención de la
piratería es, para ellas, secundaria y por ese mismo motivo sus reglas de
enfrentamiento son poco agresivas, hasta el punto de que —según se señala en la
Resolución 1851 (2008) del Consejo de Seguridad— contemplan la posibilidad de
que los piratas interceptados sean «puestos en libertad sin comparecer ante la
justicia» o, en el caso europeo, sean entregados al Gobierno de Kenya si no son
trasladados a los países que los detienen. Todo ello hace que sean muy pocos los
piratas que, finalmente, han sido detenidos y procesados, lo que otorga una
sensación de impunidad a los individuos que se embarcan en la piratería.
En ausencia de cortapisas a la actividad delictiva, ésta es contemplada
como una posibilidad profesional alternativa a otras de naturaleza legal. A este
respecto debe tenerse en cuenta que, a raíz del conflicto civil, durante los
últimos años ochenta y, sobre todo, en la década de los noventa, se destruyó una
buena parte de la economía tradicional de las zonas costeras de Somalia, basada
en la explotación de las pesquerías. La destrucción del Estado condujo a la
imposibilidad del control de la zona marítima exclusiva del país y, con ello, a
la expansión de la pesca ilegal en sus costas. La Comisión Europea ha estimado
recientemente que más de la mitad de las capturas en aguas somalíes corresponden
a buques pesqueros que carecen de licencia para operar en esos mares. Y la FAO
señala que alrededor de 700 barcos pertenecientes a compañías extranjeras faenan
de manera ilegal en la zona de Somalia. A esta actividad depredadora se añade la
proliferación de los vertidos tóxicos y de material nuclear en sus aguas, según
ha denunciado también la FAO. Todo ello ha afectado muy negativamente a la pesca
artesanal que constituye el fundamento de las economías locales ribereñas, al
haberse reducido su posibilidad de obtener capturas y, con ello, de generar
rentas. Y, en tales circunstancias, la aparición de una actividad económica
alternativa como la piratería —en la que se han de desplegar habilidades
laborales similares a las requeridas en la pesca— ha resultado ser muy atractiva
para una parte de los pescadores somalíes.
Se puede ilustrar este último
punto señalando que los dos piratas detenidos por las autoridades españolas con
relación al caso
Alakrana —cuya función fue, al parecer, la de señalar la
posición del barco a sus captores— habían cobrado 1.250 dólares cada uno. Esta
cantidad es casi cinco veces superior a la renta por habitante de Somalia, que
se cifra en 264 $. Por otra parte, un traductor que intermedie en la
comunicación entre los piratas y sus víctimas puede cobrar 5.000 $,
multiplicando casi veinte veces el ingreso medio
per capita del país. Y,
a su vez, los piratas, que cobran cantidades variables en función del
rendimiento de su delito, obtienen cifras que oscilan entre los 8.000 y los
20.000 $. Se comprende, entonces que, en una ausencia casi completa de represión
de las acciones delictivas, muchos pescadores somalíes se hayan embarcado en el
negocio de la piratería, pues éste no sólo proporciona importantes ganancias
sino que también otorga prestigio a quienes los ejercen. Las cifras que se
barajan al respecto señalan, en efecto, que, mientras al comienzo de la actual
década la organización más relevante de las dedicadas a la piratería —los
Marines Somalíes— encuadraba a un centenar de individuos, actualmente son
alrededor de 1.500 los que forman parte de ella. Si se tiene en cuenta que, en
Somalia, operan otros tres grupos relevantes y, al menos, cinco más de menor
dimensión, no sería sorprendente que unas cuatro o cinco mil personas estuvieran
implicadas en la piratería.
El negocio de la piratería —que suele
acompañarse también de la participación en el tráfico ilícito de armas o de
seres humanos y en el contrabando— ha ido creciendo así de forma muy apreciable,
en especial a lo largo de la década actual. En efecto, durante el decenio de los
noventa se registró un promedio de 4,5 incidentes por año. Este promedio, según
la detallada estadística que elabora la Oficina Marítima Internacional, se
multiplicó por tres —hasta llegar al los 14,6 incidentes por año— en el
quinquenio 2000–2004; y ha vuelto a cuadruplicarse nuevamente —alcanzando los
54,2 incidentes anuales— en el quinquenio 2005–2009. En los tres últimos años la
escalada de las acciones piratas en Somalia ha sido muy intensa, pues se ha
pasado de 27 incidentes en 2007 a 61 en 2008 y 147 en los nueve primeros meses
de 2009, pudiéndose indicar a este respecto que otras fuentes señalan cifras aún
más abultadas.
Y al aumento de las acciones piratas ha acompañado a la
obtención de un nada despreciable rendimiento económico. Las fuentes disponibles
acerca de este punto son escasas y seriamente discrepantes entre ellas. Naciones
Unidas estimó que, en 2008, los rescates de buques secuestrados en Somalia
alcanzaron la cifra de treinta millones de dólares. El periódico
Lloyd’s
List menciona, para el mismo año, un monto de cincuenta millones de dólares;
y otras publicaciones que citan fuentes vinculadas a las compañías aseguradoras
llegan hasta los cien millones. El profesor de la Escuela naval Militar de
Marín, Fernando Fernández Fadón, en un
trabajo
de gran interés sobre el asunto, señala que el flujo de
ingresos anuales generados por la piratería —donde, además del rendimiento de
los secuestros, se agregan los robos en alta mar y las ganancias de los tráficos
ilícitos — oscila entre 80 y 140 millones de dólares anuales. Esta última cifra
equivale al cinco por ciento del PIB de Somalia —lo que señala que la piratería
es relevante para la economía del país—, pero resulta insignificante si se
compara con el valor de las mercancías que transitan por el Golfo de Adén en los
alrededor de 30.000 buques que anualmente lo atraviesan. El
Council on
Foreign Relations estima que el volumen del comercio afectado por la
piratería somalí —que, en la hipótesis máxima, no superaría los 10.000 millones
de $— no va más allá del 0,06 por 100 del valor del comercio mundial de
mercancías. Son claras, entonces, las ventajas de la piratería para la economía
local; y también que, desde una perspectiva económica, su incidencia en el
comercio internacional es prácticamente irrelevante.
Como cualquier otra
actividad económica, la de la piratería somalí cuenta con una organización
relativamente compleja en la que intervienen diferentes agentes y en la que se
emplean tecnologías adaptadas al fin perseguido por las empresas delictivas. Los
piratas se organizan en grupos jerarquizados en los que los individuos que
participan en ellos se ocupan de diferentes funciones logísticas y operativas,
como pueden ser el avistamiento de las naves a atacar y su localización, la
ejecución de los asaltos, el apresamiento de los buques atacados y la
negociación de los rescates, así como las correspondientes al aprovisionamiento
de armamento, embarcaciones, equipos de telecomunicaciones y otros medios
electrónicos, al avituallamiento y a las labores de inteligencia. Esos grupos, a
su vez, cuentan con recursos financieros proporcionados, en algunas ocasiones,
por los propios participantes en ellos y, en otras, por inversores externos o,
también, por los líderes que los dirigen, según se muestra en un reciente
informe
del NIBR realizado para el Ministerio de Defensa de
Noruega. Y, por otra parte, se vinculan con las comunidades locales de las zonas
en las que operan y sus dirigentes políticos, de manera que se protegen así de
una posible acción represiva.
A su vez, esa actividad se sujeta a un
conjunto de arreglos institucionales con los que se trata de prevenir los
conflictos internos y externos a cada grupo pirata, minimizando así sus costes
de transacción y favoreciendo la maximización del rendimiento obtenido. De este
modo, los testimonios recabados entre los trabajadores de la piratería y los
relatos periodísticos sobre su funcionamiento señalan la existencia de salarios
diferenciados para las distintas funciones laborales, de incentivos para los
logros de mayor riesgo —como, por ejemplo, el abordaje de los barcos atacados—,
y también de sistemas de protección social para las familias de los delincuentes
que mueren en los asaltos. Asimismo, se cuenta con informaciones que indican la
institucionalización de la resolución de los conflictos que surgen entre los
grupos piratas, función ésta de la que se encargaría un consejo de jefes que se
reúne en las montañas de Eyl. Y también se apunta la sujeción de la actividad a
reglas precisas acerca del respeto a la vida de los rehenes tomados en las naves
atacadas, la prohibición del robo en éstas y la penalización del empleo de la
violencia contra los compañeros en la actividad delictiva o contra los piratas
de otros grupos.
Esos arreglos institucionales se refieren también a la
distribución del rendimiento bruto de los secuestros, robos y tráficos ilícitos.
A este respecto, la información de que se dispone no ofrece una visión unánime.
Algunos medos periodísticos indican un reparto en el que los jefes de los grupos
piratas recibirían la quinta parte del total, otro quinto se destinaría a las
adquisiciones de armamento y pertrechos, y el resto se dividiría por mitades
entre la retribución de los participantes en las acciones piratas y el pago de
sobornos a las autoridades locales. Sin embargo, si se tiene en cuenta la
complejidad organizativa de la actividad, parece más plausible la distribución
observada por el Grupo de Supervisión para Somalia de Naciones Unidas en el caso
de los Marines Somalíes, según la cual el 30 por 100 se distribuye a partes
iguales —descontados los incentivos y las indemnizaciones a las familias de los
muertos— entre los miembros de la milicia marítima que asalta los barcos; el 10
por 100 retribuye a los miembros de la milicia terrestre; otro 10 por 100 se
reparte en la comunidad local —principalmente entre los ancianos y los
funcionarios, así como para sufragar los gastos de hospitalidad con visitantes,
invitados y asociados a los piratas—; el 20 por 100 retribuye a los
financiadores de las operaciones; y el restante 30 por 100 se lo quedan los
dirigentes de la agrupación pirata.
En resumen, la piratería en Somalia
es una forma de actividad delictiva que responde a la existencia de unos
incentivos económicos favorables a su expansión y que se organiza racionalmente
para maximizar su rendimiento. La dimensión que ha alcanzado, aún cuando es
relevante desde la perspectiva de la economía interna del país, resulta, de
momento, lo suficientemente pequeña como para no alterar apenas el transporte
marítimo y, consecuentemente, para no afectar significativamente al comercio
internacional. Aún así, este fenómeno ha alcanzado una importante proyección en
los medios de comunicación debido tanto a la existencia de rehenes en los
secuestros de buques, como al plazo cada vez más dilatado que se requiere para
su solución.
En el caso de España esa repercusión mediática se ha
soportado sobre los secuestros de dos barcos pesqueros, resueltos ambos con el
pago de rescates, lo que ha suscitado una viva polémica acerca de la implicación
del Estado en la protección de la flota atunera que opera en el océano Pacífico.
A este respecto se ha reclamado desde una mayor presencia militar española en la
zona, hasta la incorporación de infantes de marina en las dotaciones de los
buques pesqueros para su protección, siendo la solución finalmente adoptada la
de embarcar en éstos a vigilantes privados debidamente entrenados y armados con
material de guerra. Esta solución es, desde mi punto de vista, la más razonable
si se atiende a un elemental análisis económico coste–beneficio.
En
efecto, la reclamación de una mayor presencia militar en la zona tiene poco
sentido si se atiende a su coste. A este respecto basta con confrontar el gasto
que implica la participación de España en las misiones
Allied Protector
de la OTAN y
Atalanta de la Unión Europea —cifrada en 75 millones de €
anuales— con el volumen de negocio de los 18 pesqueros de bandera española que
operan en las aguas de Somalia —que se estima en 180 millones de € al año— para
darse cuenta de que, si la misión de las dos fragatas y un avión de vigilancia
desplazados a la zona fuera sólo la de proteger a la flota pesquera, el coste
asumido sería desproporcionado con respecto a los beneficios económicos
obtenidos. Además, hay que tener en cuenta que una misión de esa naturaleza
estaría destinada al fracaso, no sólo porque la extensión del área de pesca es
demasiado grande para los medios disponibles y porque las reglas de
enfrentamiento que se han establecido para la Marina española son poco
disuasivas, sino también porque la protección en el mar no es la estrategia más
adecuada para afrontar la piratería. En tal sentido, es muy interesante el
citado trabajo de Fernández Fadón quien, citando a Colin S. Gray —autor de
La
pujanza del poder naval—, concluye que «desde tiempos ya muy lejanos, la
mejor solución contra la piratería no fue patrullar el mar, ni mucho menos
escoltar a los mercantes, sino desmantelar las bases de los piratas»; y ello
requiere no sólo una fuerza muy superior a la que puede desplazar España, sino
también unas condiciones políticas que, de momento, no existen.
En
cuanto a la opción de embarcar infantes de marina en los buques pesqueros, que
es la preferida por las empresas armadoras por su bajo coste para ellas, se
plantean problemas similares a la anterior en el orden operativo, pues las
reglas de enfrentamiento no podrían variar al involucrar al Estado en las
consecuencias de cualquier choque con los asaltantes piratas y, además, las
acciones defensivas estarían sujetas a las órdenes recibidas del Ministerio de
Defensa. Ello haría poco operativa la misión de protección, con lo que su coste
—del que no existen estimaciones— sería en todo caso excesivo.
Finalmente, la alternativa adoptada, consistente en embarcar en cada
buque a cuatro escoltas de seguridad armados con fusiles de asalto y una
ametralladora Browning, parece la más razonable y, de hecho, ya está dando
resultados positivos en orden al rechazo de los ataques piratas. Su coste total
asciende a unos ocho millones de € al año, siendo financiado a medias entre los
armadores de la flota pesquera y las Administraciones Públicas. Este coste
supone sólo un 4,5 por 100 de la cifra de negocios de esa flota, lo que lo hace
muy asumible toda vez que la parte correspondiente a los armadores puede
trasladarse fácilmente a los precios de la pesca desembarcada. No obstante,
habrá que estar atentos al desarrollo del problema, pues si la piratería sigue
creciendo unos años más al ritmo en que lo ha hecho durante el último trienio,
entonces este tipo de actuaciones será insuficiente y tendrán que imponerse las
soluciones militares concertadas multinacionalmente.