Piratas

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    AUTOR
Mikel Buesa

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Guernica (Vizcaya, España), 1951

    BREVE CURRICULUM
Catedrático de Economía Aplicada en el Departamento de Economía Aplicada II de la Universidad Complutense de Madrid, donde desde 2006 dirige la Cátedra de Economía del Terrorismo. Además de sus libros, entre sus trabajos destaca el ensayo "Economía de la secesión: Los costes de la 'No-España' en el País Vasco", un análisis de las implicaciones económicas de una hipotética independencia del País Vasco



Playa de Bakio

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Piratas

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Tribuna/Tribuna libre
Piratería: un análisis de la economía delictiva
Por Mikel Buesa, martes, 1 de diciembre de 2009
El reciente episodio del buque atunero español Alakrana, que operaba en las pesquerías del océano Índico, próximo a las costas de Somalia y que fue secuestrado por piratas de este país, ha puesto de nuevo sobre el tapete de la actualidad el problema de la piratería. Esta actividad delictiva se ha venido desarrollando, durante los últimos años, en distintas zonas del continente africano —principalmente, en el cuerno de África y el gofo de Guinea, así como frente a las costas de Nigeria y Tanzania—, del sudeste asiático —con focos de relieve en Indonesia, Bangladesh, Filipinas, India y el estrecho de Malaca— y de América Latina —donde sólo alcanza un cierto relieve en las costas de Perú—. En lo que sigue me centraré, por su mayor interés desde la perspectiva española, en el caso de Somalia.
Para comenzar, entrando en una cierta polémica que se ha desarrollado en España desde el secuestro del pesquero Playa de Bakio, en abril de 2008, y ahora con el caso Alakrana, me gustaría dejar claro que la piratería no puede asimilarse al terrorismo, aun cuando comparta con éste su carácter delictivo. Ello es así porque, mientras el terrorismo tiene una concreta finalidad política a la que se subordinan las acciones violentas de las organizaciones que lo practican, la piratería es una actividad de carácter económico que emplea la violencia con el único objetivo de lograr un rendimiento para sus perpetradores. Es cierto que, en ambos casos, existen circunstancias del entorno político–institucional que les resultan favorables, como ocurre con la ausencia o, en su caso, el debilitamiento de la autoridad estatal en las zonas geográficas en las que se desarrollan. Pero esta circunstancia ambiental no autoriza a confundirlos y, menos aún, a reclamar para la lucha contra la piratería los mismos medios jurídicos y las mismas estrategias que contra el terrorismo.

Señalada esa distinción, entiendo que la comprensión del fenómeno de la piratería en Somalia requiere tomar en consideración las circunstancias singulares de ese país que condujeron a algunos de sus habitantes a organizarse para ejercerla. Como ocurre con cualquier actividad económica delictiva, el desarrollo de la piratería responde a un sistema de incentivos muy concretos que favorecen su desarrollo y que determinan las pérdidas y ganancias individuales de quienes se dedican a ella. En el lado negativo de ese balance hay que situar las sanciones penales que pueden llegar a sufrir los piratas si son apresados y juzgados por sus delitos —así como la pérdida de ingresos que ello comporta—; y en el positivo los rendimientos económicos que se obtienen al cometerlos, por comparación con los que se obtendrían de dedicar el capital y el trabajo a actividades de carácter legal. Vayamos, pues, por partes detallando los elementos a considerar en ese cálculo.

En primer lugar, debe tenerse en cuenta que Somalia es un caso incontestable de Estado fallido derivado de un conflicto civil que dura ya veinte años y que ha dado lugar al desmembramiento territorial del país. El poder del Estado —que actualmente ostenta un Gobierno Federal de Transición— es mínimo, apenas cuenta con fuerzas armadas o policiales —que enrolan sólo a 3.300 militares y 2.700 agentes— y es, por ello, incapaz de sostener un cierto orden institucional. De hecho, se estima que cuatro quintas partes del territorio somalí queda fuera de la capacidad de control del Gobierno, lo que es aprovechado por los caudillos locales para ejercerlo mediante el empleo de la fuerza armada de sus ejércitos privados. Son estos caudillos locales —que también se consideran «hombres de negocios»— los que participan en la economía delictiva organizándola o, en su caso, ofreciendo protección a los que la ejercen. En estas circunstancias, no existe posibilidad alguna de sanción penal cuando se transgrede una ley, por otra parte, inexistente. El riesgo que asumen, entonces, los piratas es mínimo y, por tanto, no encuentran en la acción del Estado una cortapisa a su elección profesional.

Esta carencia de desincentivos institucionales para el desarrollo de la economía delictiva no ha sido compensada por la actuación de las Fuerzas Navales internacionales que operan en la zona desde mediados de 2008 bajo mandato de la ONU, la OTAN y la Unión Europea. Ello, principalmente, por tres motivos. El primero, porque la extensión marítima que cubren —superior a la del Mediterráneo y el mar Rojo juntos— es demasiado amplia para las dotaciones existentes, lo que dificulta enormemente la interceptación de los ataques piratas. El segundo, porque la misión fundamental de esas fuerzas es la protección de los buques del Programa Mundial de Alimentos que desembarcan su carga en los puertos de Somalia; una carga de la que depende la alimentación de aproximadamente un tercio de la población del país. Y el tercero, porque la prevención de la piratería es, para ellas, secundaria y por ese mismo motivo sus reglas de enfrentamiento son poco agresivas, hasta el punto de que —según se señala en la Resolución 1851 (2008) del Consejo de Seguridad— contemplan la posibilidad de que los piratas interceptados sean «puestos en libertad sin comparecer ante la justicia» o, en el caso europeo, sean entregados al Gobierno de Kenya si no son trasladados a los países que los detienen. Todo ello hace que sean muy pocos los piratas que, finalmente, han sido detenidos y procesados, lo que otorga una sensación de impunidad a los individuos que se embarcan en la piratería.

En ausencia de cortapisas a la actividad delictiva, ésta es contemplada como una posibilidad profesional alternativa a otras de naturaleza legal. A este respecto debe tenerse en cuenta que, a raíz del conflicto civil, durante los últimos años ochenta y, sobre todo, en la década de los noventa, se destruyó una buena parte de la economía tradicional de las zonas costeras de Somalia, basada en la explotación de las pesquerías. La destrucción del Estado condujo a la imposibilidad del control de la zona marítima exclusiva del país y, con ello, a la expansión de la pesca ilegal en sus costas. La Comisión Europea ha estimado recientemente que más de la mitad de las capturas en aguas somalíes corresponden a buques pesqueros que carecen de licencia para operar en esos mares. Y la FAO señala que alrededor de 700 barcos pertenecientes a compañías extranjeras faenan de manera ilegal en la zona de Somalia. A esta actividad depredadora se añade la proliferación de los vertidos tóxicos y de material nuclear en sus aguas, según ha denunciado también la FAO. Todo ello ha afectado muy negativamente a la pesca artesanal que constituye el fundamento de las economías locales ribereñas, al haberse reducido su posibilidad de obtener capturas y, con ello, de generar rentas. Y, en tales circunstancias, la aparición de una actividad económica alternativa como la piratería —en la que se han de desplegar habilidades laborales similares a las requeridas en la pesca— ha resultado ser muy atractiva para una parte de los pescadores somalíes.

Se puede ilustrar este último punto señalando que los dos piratas detenidos por las autoridades españolas con relación al caso Alakrana —cuya función fue, al parecer, la de señalar la posición del barco a sus captores— habían cobrado 1.250 dólares cada uno. Esta cantidad es casi cinco veces superior a la renta por habitante de Somalia, que se cifra en 264 $. Por otra parte, un traductor que intermedie en la comunicación entre los piratas y sus víctimas puede cobrar 5.000 $, multiplicando casi veinte veces el ingreso medio per capita del país. Y, a su vez, los piratas, que cobran cantidades variables en función del rendimiento de su delito, obtienen cifras que oscilan entre los 8.000 y los 20.000 $. Se comprende, entonces que, en una ausencia casi completa de represión de las acciones delictivas, muchos pescadores somalíes se hayan embarcado en el negocio de la piratería, pues éste no sólo proporciona importantes ganancias sino que también otorga prestigio a quienes los ejercen. Las cifras que se barajan al respecto señalan, en efecto, que, mientras al comienzo de la actual década la organización más relevante de las dedicadas a la piratería —los Marines Somalíes— encuadraba a un centenar de individuos, actualmente son alrededor de 1.500 los que forman parte de ella. Si se tiene en cuenta que, en Somalia, operan otros tres grupos relevantes y, al menos, cinco más de menor dimensión, no sería sorprendente que unas cuatro o cinco mil personas estuvieran implicadas en la piratería.

El negocio de la piratería —que suele acompañarse también de la participación en el tráfico ilícito de armas o de seres humanos y en el contrabando— ha ido creciendo así de forma muy apreciable, en especial a lo largo de la década actual. En efecto, durante el decenio de los noventa se registró un promedio de 4,5 incidentes por año. Este promedio, según la detallada estadística que elabora la Oficina Marítima Internacional, se multiplicó por tres —hasta llegar al los 14,6 incidentes por año— en el quinquenio 2000–2004; y ha vuelto a cuadruplicarse nuevamente —alcanzando los 54,2 incidentes anuales— en el quinquenio 2005–2009. En los tres últimos años la escalada de las acciones piratas en Somalia ha sido muy intensa, pues se ha pasado de 27 incidentes en 2007 a 61 en 2008 y 147 en los nueve primeros meses de 2009, pudiéndose indicar a este respecto que otras fuentes señalan cifras aún más abultadas.

Y al aumento de las acciones piratas ha acompañado a la obtención de un nada despreciable rendimiento económico. Las fuentes disponibles acerca de este punto son escasas y seriamente discrepantes entre ellas. Naciones Unidas estimó que, en 2008, los rescates de buques secuestrados en Somalia alcanzaron la cifra de treinta millones de dólares. El periódico Lloyd’s List menciona, para el mismo año, un monto de cincuenta millones de dólares; y otras publicaciones que citan fuentes vinculadas a las compañías aseguradoras llegan hasta los cien millones. El profesor de la Escuela naval Militar de Marín, Fernando Fernández Fadón, en un trabajo de gran interés sobre el asunto, señala que el flujo de ingresos anuales generados por la piratería —donde, además del rendimiento de los secuestros, se agregan los robos en alta mar y las ganancias de los tráficos ilícitos — oscila entre 80 y 140 millones de dólares anuales. Esta última cifra equivale al cinco por ciento del PIB de Somalia —lo que señala que la piratería es relevante para la economía del país—, pero resulta insignificante si se compara con el valor de las mercancías que transitan por el Golfo de Adén en los alrededor de 30.000 buques que anualmente lo atraviesan. El Council on Foreign Relations estima que el volumen del comercio afectado por la piratería somalí —que, en la hipótesis máxima, no superaría los 10.000 millones de $— no va más allá del 0,06 por 100 del valor del comercio mundial de mercancías. Son claras, entonces, las ventajas de la piratería para la economía local; y también que, desde una perspectiva económica, su incidencia en el comercio internacional es prácticamente irrelevante.

Como cualquier otra actividad económica, la de la piratería somalí cuenta con una organización relativamente compleja en la que intervienen diferentes agentes y en la que se emplean tecnologías adaptadas al fin perseguido por las empresas delictivas. Los piratas se organizan en grupos jerarquizados en los que los individuos que participan en ellos se ocupan de diferentes funciones logísticas y operativas, como pueden ser el avistamiento de las naves a atacar y su localización, la ejecución de los asaltos, el apresamiento de los buques atacados y la negociación de los rescates, así como las correspondientes al aprovisionamiento de armamento, embarcaciones, equipos de telecomunicaciones y otros medios electrónicos, al avituallamiento y a las labores de inteligencia. Esos grupos, a su vez, cuentan con recursos financieros proporcionados, en algunas ocasiones, por los propios participantes en ellos y, en otras, por inversores externos o, también, por los líderes que los dirigen, según se muestra en un reciente informe del NIBR realizado para el Ministerio de Defensa de Noruega. Y, por otra parte, se vinculan con las comunidades locales de las zonas en las que operan y sus dirigentes políticos, de manera que se protegen así de una posible acción represiva.

A su vez, esa actividad se sujeta a un conjunto de arreglos institucionales con los que se trata de prevenir los conflictos internos y externos a cada grupo pirata, minimizando así sus costes de transacción y favoreciendo la maximización del rendimiento obtenido. De este modo, los testimonios recabados entre los trabajadores de la piratería y los relatos periodísticos sobre su funcionamiento señalan la existencia de salarios diferenciados para las distintas funciones laborales, de incentivos para los logros de mayor riesgo —como, por ejemplo, el abordaje de los barcos atacados—, y también de sistemas de protección social para las familias de los delincuentes que mueren en los asaltos. Asimismo, se cuenta con informaciones que indican la institucionalización de la resolución de los conflictos que surgen entre los grupos piratas, función ésta de la que se encargaría un consejo de jefes que se reúne en las montañas de Eyl. Y también se apunta la sujeción de la actividad a reglas precisas acerca del respeto a la vida de los rehenes tomados en las naves atacadas, la prohibición del robo en éstas y la penalización del empleo de la violencia contra los compañeros en la actividad delictiva o contra los piratas de otros grupos.

Esos arreglos institucionales se refieren también a la distribución del rendimiento bruto de los secuestros, robos y tráficos ilícitos. A este respecto, la información de que se dispone no ofrece una visión unánime. Algunos medos periodísticos indican un reparto en el que los jefes de los grupos piratas recibirían la quinta parte del total, otro quinto se destinaría a las adquisiciones de armamento y pertrechos, y el resto se dividiría por mitades entre la retribución de los participantes en las acciones piratas y el pago de sobornos a las autoridades locales. Sin embargo, si se tiene en cuenta la complejidad organizativa de la actividad, parece más plausible la distribución observada por el Grupo de Supervisión para Somalia de Naciones Unidas en el caso de los Marines Somalíes, según la cual el 30 por 100 se distribuye a partes iguales —descontados los incentivos y las indemnizaciones a las familias de los muertos— entre los miembros de la milicia marítima que asalta los barcos; el 10 por 100 retribuye a los miembros de la milicia terrestre; otro 10 por 100 se reparte en la comunidad local —principalmente entre los ancianos y los funcionarios, así como para sufragar los gastos de hospitalidad con visitantes, invitados y asociados a los piratas—; el 20 por 100 retribuye a los financiadores de las operaciones; y el restante 30 por 100 se lo quedan los dirigentes de la agrupación pirata.

En resumen, la piratería en Somalia es una forma de actividad delictiva que responde a la existencia de unos incentivos económicos favorables a su expansión y que se organiza racionalmente para maximizar su rendimiento. La dimensión que ha alcanzado, aún cuando es relevante desde la perspectiva de la economía interna del país, resulta, de momento, lo suficientemente pequeña como para no alterar apenas el transporte marítimo y, consecuentemente, para no afectar significativamente al comercio internacional. Aún así, este fenómeno ha alcanzado una importante proyección en los medios de comunicación debido tanto a la existencia de rehenes en los secuestros de buques, como al plazo cada vez más dilatado que se requiere para su solución.

En el caso de España esa repercusión mediática se ha soportado sobre los secuestros de dos barcos pesqueros, resueltos ambos con el pago de rescates, lo que ha suscitado una viva polémica acerca de la implicación del Estado en la protección de la flota atunera que opera en el océano Pacífico. A este respecto se ha reclamado desde una mayor presencia militar española en la zona, hasta la incorporación de infantes de marina en las dotaciones de los buques pesqueros para su protección, siendo la solución finalmente adoptada la de embarcar en éstos a vigilantes privados debidamente entrenados y armados con material de guerra. Esta solución es, desde mi punto de vista, la más razonable si se atiende a un elemental análisis económico coste–beneficio.

En efecto, la reclamación de una mayor presencia militar en la zona tiene poco sentido si se atiende a su coste. A este respecto basta con confrontar el gasto que implica la participación de España en las misiones Allied Protector de la OTAN y Atalanta de la Unión Europea —cifrada en 75 millones de € anuales— con el volumen de negocio de los 18 pesqueros de bandera española que operan en las aguas de Somalia —que se estima en 180 millones de € al año— para darse cuenta de que, si la misión de las dos fragatas y un avión de vigilancia desplazados a la zona fuera sólo la de proteger a la flota pesquera, el coste asumido sería desproporcionado con respecto a los beneficios económicos obtenidos. Además, hay que tener en cuenta que una misión de esa naturaleza estaría destinada al fracaso, no sólo porque la extensión del área de pesca es demasiado grande para los medios disponibles y porque las reglas de enfrentamiento que se han establecido para la Marina española son poco disuasivas, sino también porque la protección en el mar no es la estrategia más adecuada para afrontar la piratería. En tal sentido, es muy interesante el citado trabajo de Fernández Fadón quien, citando a Colin S. Gray —autor de La pujanza del poder naval—, concluye que «desde tiempos ya muy lejanos, la mejor solución contra la piratería no fue patrullar el mar, ni mucho menos escoltar a los mercantes, sino desmantelar las bases de los piratas»; y ello requiere no sólo una fuerza muy superior a la que puede desplazar España, sino también unas condiciones políticas que, de momento, no existen.

En cuanto a la opción de embarcar infantes de marina en los buques pesqueros, que es la preferida por las empresas armadoras por su bajo coste para ellas, se plantean problemas similares a la anterior en el orden operativo, pues las reglas de enfrentamiento no podrían variar al involucrar al Estado en las consecuencias de cualquier choque con los asaltantes piratas y, además, las acciones defensivas estarían sujetas a las órdenes recibidas del Ministerio de Defensa. Ello haría poco operativa la misión de protección, con lo que su coste —del que no existen estimaciones— sería en todo caso excesivo.

Finalmente, la alternativa adoptada, consistente en embarcar en cada buque a cuatro escoltas de seguridad armados con fusiles de asalto y una ametralladora Browning, parece la más razonable y, de hecho, ya está dando resultados positivos en orden al rechazo de los ataques piratas. Su coste total asciende a unos ocho millones de € al año, siendo financiado a medias entre los armadores de la flota pesquera y las Administraciones Públicas. Este coste supone sólo un 4,5 por 100 de la cifra de negocios de esa flota, lo que lo hace muy asumible toda vez que la parte correspondiente a los armadores puede trasladarse fácilmente a los precios de la pesca desembarcada. No obstante, habrá que estar atentos al desarrollo del problema, pues si la piratería sigue creciendo unos años más al ritmo en que lo ha hecho durante el último trienio, entonces este tipo de actuaciones será insuficiente y tendrán que imponerse las soluciones militares concertadas multinacionalmente.