UN PAÍS
MÚLTPLE
Procedo de un país múltiple, pero, ¿acaso
no somos todos y cada uno de nosotros seres plurales? De norte a sur, los
paisajes son extraños unos a otros, incluso los más próximos. Después de los
años de la década de 1920 que pasé en la Universidad de Virginia, a lo largo de
mis viajes entre 1932 y 1940, y, más tarde, durante los seis años de guerra, he
recorrido mi país en todas las direcciones, desde Palo Alto hasta los lagos de
Maine y desde los Everglades en Florida hasta el norte de Oregón. Luces y
climas, como cuando se pasa de los naranjos de Andalucía al frío de Arcángel,
por más que las distancias europeas sean de una escala más modesta. En cuanto a
la realidad, nada tiene que ver con las imágenes estereotipadas que los
fotógrafos y los cineastas nos ofrecen.
El Gran Cañón, por ejemplo. A
pesar de que las fotografías lo muestran con unos colores chillones que chirrían
bajo un cielo vacío, ese paraje prodigioso es todo delicadeza. Las variedades de
gris, azul, verde grisáceo, sin exceptuar los rosa, del salmón al fucsia,
dispuestos en bandas estriadas, nos llevan siempre más lejos hasta el borde del
vértigo. Ni siquiera una bruma ligera que tamizara este calor resplandeciente le
impediría devorar a dentelladas de sol los colores más fuertes. Es lo contrario
del tecnicolor.
Un mundo tan singular por lo menos como éste es el de
Cypress Swamp, al norte de Charleston, donde los cipreses son tan altos como los
pilares de una catedral que se reflejaran en un suelo de tinta negra. Por todas
partes olores capaces de aturdir la mente más fría. Cuando la barca se aleja de
la orilla uno se sumerge en un pasado de prehistoria; e incluso el mismo
silencio procede de ese tiempo inmemorial, lleno de un horror que hubiera
seducido al Poe de la Casa Usher. No se oye el trino de ningún pájaro,
pero sus llamadas nos llegan desde la lejanía como la evocación de un cielo
desaparecido. La luz atraviesa en algunos lugares el follaje fúnebre y se
descubren las orillas ocultas por masas de camelias rosas o blancas con la
sensación de haber escapado a no sé qué.
Los europeos reconstruyen en
Estados Unidos su Europa alrededor de ellos; esta superposición de nuestros dos
mundos constituye una de las sorpresas americanas. Así, en casa de los Stein,
entro de nuevo en su salón parisiense, en cuyas paredes cuelgan los Juan Gris y
los Matisse (sobre todo el inolvidable retrato de la mujer de Matisse con el
rostro verde manzana), como el de la calle de la Tour. Lo único que ha cambiado
es simplemente la etiqueta del lugar: aquí, Palo Alto en lugar de Passy. Como
buen estadounidense que soy, hago lo contrario, mi piso de París siempre ha sido
un pedazo de Estados Unidos.
Cada uno de los viajes se queda apartado en
un pliegue de mi memoria, y las impresiones que había creído desvanecerse con el
paso del tiempo han moldeado mis recuerdos para siempre. Todavía siento la
fatiga de los largos viajes en coche por esos inmensos territorios donde Estados
Unidos oculta sus desiertos, cada uno diferente: el de Arizona, el pedregoso de
Nuevo México; o bien esos desiertos de cereales, de praderas, en Idaho y en
Wyoming, con sus interminables carreteras en las que el horizonte se aleja
constantemente. Uno de esos viajes me llevó en 1944 desde Monterrey, en el
Pacífico, hasta más allá de Chicago a través de siete estados. Iba a ver a mi
hermano mayor en Birmingham, cerca de Detroit. Por más que el lago está situado
al norte, en la orilla de Chicago hacía un calor implacable, como el de un horno
que se hubiera dejado abierto. En Birmingham, la ciudad silenciosa se escondía
para conservar el aliento bajo los grandes olmos, y las granjas mudas en las que
no se veía la más mínima señal de vida daban la impresión de que no existiera
nada sobre la tierra, ni siquiera el más insignificante insecto.
Unos
días antes de iniciar esta gira había bordeado la bahía de San Francisco para ir
a Berkeley donde me habían pedido que hablara. Yendo de camino me detuve para
ver la cárcel de la isla de Alcatraz. Allí, los presos están espantosamente
desesperados porque ven, peor aún, oyen desde la prisión los ruidos de la vida.
La mayoría son jóvenes, llenos de deseos, incluidos el de la carne. Si
estuvieran más lejos, en un desierto por ejemplo, quizá podrían no verse
invadidos por las imágenes de una ciudad tan cercana, de una ciudad al alcance
de la voz, con todos los placeres que les están prohibidos, hasta el de poder
mirar cómo la gente se mueve por las calles. He aquí, una vez más, una visión
puritana del castigo. A este respecto, ¿quiénes no serían merecedores, empezando
por los políticos de cualquier signo y condición, de estar en el lugar de esos
condenados? Todo eso, la bahía y esta isla de gritos silenciosos, bajo un cielo
de un azul absoluto.
Damos un salto de gigante hacia mi Sur. El amigo
virginiano que me lleva a Duke, una de las universidades más ricas del país, se
equivoca de ruta y un estudiante se ofrece a guiarnos. Y enseguida se pone a
explicarnos su universidad:
—Es más interesante que Oxford —nos dice—
porque, además de que también es gótica, es más grande y seguramente ha costado
más dinero.
Es un apuesto muchacho, a pesar de que diga todas esas
tonterías, apuesto como lo son millones de jóvenes americanos, y no puedo dejar
de pensar: «América, tu obra maestra es esta juventud que se renueva, la más
hermosa del mundo. Deja las viejas piedras a la vieja Europa, y ríete de no ser
ojival». Es imposible describir la sensación que produce ese falso gótico recién
estrenado de muchas de nuestras universidades. Son como Oxford, si se quiere,
con sus frontones, sus gárgolas, sus bóvedas nervadas, sus pórticos arqueados,
pero toda esa impostura la devora un sol tropical. Cómo no se ha comprendido que
un clima como éste requería un estilo colonial: el neogriego estaba hecho para
triunfar con sus columnas blancas que Jefferson multiplicó en Charlottesville.
El gótico es un estilo apropiado para países de lluvia y de bruma. Para
encontrar una capilla con ojivas rodeada de palmeras hay que venir a América.
—¿Y Palermo? —me susurra una vocecita.
—Bien, ya lo sé, de
acuerdo, pero, a pesar de todo, tengo razón.
Norteamérica está hecha
para los rascacielos de Nueva York, los edificios de hierro, de piedra, de
cristal y de acero de Chicago, las casitas de madera de Idaho, muchas de ellas
con un sencillo porche, y también las mansiones escondidas al fondo de largas
avenidas cubiertas de césped, cerca de Savannah.
Porque siempre termino
por volver a la ciudad de mi madre, que ninguna otra ciudad de las dos orillas
del Océano puede hacerme olvidar. Ante todo su río, inmenso, en cuyas aguas, de
un rojo lodoso, no se refleja nada, ni siquiera los árboles que lo bordean. Los
grandes robles se cubren de musgo con largas franjas inquietas. Imposible
describir la mezcla de miseria y magnificencia que produce esa vegetación
parasitaria. Su frondosidad resulta incluso inquietante. De un color que no se
sabe si es un gris pálido o un apagado verde amarillento, es teatral a la vez
que siniestra y tiñe los paisajes del Sur de una melancolía obsesiva. Cuando se
ve de lejos hace pensar en una cabellera. Nos viene de las Barbados, cuyo nombre
describe ese extraño aspecto. Aquí lo llaman musgo español.
En la
mansión donde mi madre pasó su infancia, me he sentado solo en el salón. Por la
ventana veo la bonita casa de estilo colonial donde vivió Thackeray cuando vino
aquí a escribir unas cuantas páginas de Los virginianos. Al otro lado de
la plaza arbolada, la voz suave de una negra que vende fruta. Un gran silencio
en la casa: todo brilla, los espejos inclinados, los muebles de madera oscura y
el parqué negro…
A la puesta de sol, las largas avenidas de la ciudad y
las plazas sombreadas parecen bañadas por una luz de sangre. Paseando a lo largo
de los viejos edificios de ladrillo rosa y marrón me pregunto hasta qué punto y
en qué medida forma parte de mí esta ciudad. Y la respuesta está en el amor
filial que siento en todo mi ser.
SAVANNAH
Me pregunto cuál sería el nombre que le
sentaría mejor que el que tiene, suave y salvaje al mismo tiempo. Cada vez que
lo veo impreso en un periódico me sorprende, y, sin embargo, no tiene nada de
extraño que en esta ciudad se celebrara recientemente una conferencia monetaria.
Pues en Savannah hay bancos, y tiendas, y fábricas, en fin, todo el horror
moderno con su fastidiosa complicación, pero hay otra cosa que el tiempo no ha
fulminado todavía, una ciudad que muere suavemente de melancolía, rodeada de
sombras y fragancias.
A Savannah la llaman la ciudad de los árboles, y,
es que, en efecto, parece que los árboles se hayan apoderado de ella. En la
mayoría de las ciudades, incluso en París, se tiene la sensación de que los
árboles se han plantado para embellecer los planos de los arquitectos; se les ha
dicho que deben mantenerse bien derechos a lo largo de los bulevares, y ellos
obedecen, hacen lo que les mandan, mientras que en Savannah se toman todas las
libertades porque se sienten los más fuertes, aunque son gigantes bondadosos, y
cuando se pasa cerca de ellos, apartan paternalmente sus monstruosas ramas por
encima de la cabeza del viandante y da casi la impresión de que le susurran:
«Hijo mío…» Una de las frases más singulares que he leído en toda mi vida es
seguramente la de Aristóteles que dice que los árboles duermen. Algunos robles
de Savannah deben de soñar con la época en que la ciudad no existía todavía,
cuando las águilas de color bronce venían a posarse en sus brazos extendidos; y
sin duda, también sueñan con la selva virgen que hay tan cerca y que volverá por
sus fueros cuando ya no exista la ciudad. Estos grandes personajes proféticos le
dan a Savannah una gravedad muy particular; no es que la amenacen, sino que le
advierten con cuidado de que, en definitiva, nuestras pequeñas ciudades humanas
desaparecerán con el paso del tiempo y el mundo vegetal recuperará sus derechos.
Un día, el árbol plantará el pie sobre el hacha y romperá la sierra con sus
raíces.
Si el visitante que callejea por Savannah se aleja de las
arterias más ruidosas e insustanciales, es muy posible que se sienta atraído por
la belleza absorta de la ciudad vieja. De ella se llevará el recuerdo de sus
largas avenidas con aceras de ladrillo rosa sobre las que parece que escriban
las hojas inquietas con su sombra. Los squares, bordeados de edificios
neoclásicos, ya no tienen por qué temer el asalto de los guerreros piel roja, y
los únicos gritos que se oyen en ellos son los del negro vendedor de sandías
cuando vocea su mercancía. Y es que, hacia 1750, en cuanto sonaba la alerta, los
habitantes se refugiaban en las grandes «explanadas» que se escalonaban en línea
recta y estaban cerradas por altas empalizadas. Sobre los asediados caía
entonces una lluvia de flechas con punta de sílex como las que los niños aún
encuentran en los bosques americanos. Esas explanadas fueron el origen de las
hermosas plazas de Savannah, en las que aún se conserva un poco del Nuevo Mundo,
tal como lo pudo ver Chateaubriand, en un decorado inmutable de columnas blancas
sobre las que se pasea lentamente, desde la mañana hasta la noche, la sombra de
los sicomoros y las magnolias. Y quien no haya seguido con la vista esa sombra
que agita sus sueños no conoce el Sur.
El extranjero que va un poco
deprisa pasa rápidamente al lado de estos misterios. Hay que haber vivido un
tiempo en el país y dejarse invadir por la monotonía para saborear en el
recuerdo el embrujo de esta ciudad encantada. En todo el Sur inferior,
magníficamente llamado deep South, reina una tristeza tanto más difícil
de describir por cuanto parece negarla a cada momento la encantadora jovialidad
de sus habitantes. ¿Acaso no es éste el país de las voces más suaves, de las
maneras más ceremoniosas, de los deliciosos jarabes que se beben lentamente en
los porches de las casas, en los bailes? ¿De dónde procede esa melancolía que
cubre con su velo las tardes más luminosas? A menudo me lo he preguntado. ¿Es el
recuerdo de una época feliz y brillante a la que una tremenda catástrofe puso
fin? ¿O esta naturaleza suntuosa y siniestra, estos robles que tienden hacia el
cielo, como grandes jirones grises, su «musgo español» cuyas franjas palpitan
tan extrañamente en el aire inmóvil? ¿Quién podría saberlo? Pero de todo eso hay
un poco en este nombre lleno de languidez y de noche.
MI LLEGADA A LA UNIVERSIDAD DE VIRGINIA
En mi
vida hay muchas cosas que han salido de mi memoria, pero no el recuerdo de mis
primeras horas en la Universidad, de las que guardo un recuerdo inefable por
razones muy concretas.
Mi tío Walter Hartridge fue el que se encargó de
las operaciones aquel día. Yo había llegado de Francia hacia el 20 de septiembre
de 1919. Mi tío me esperaba en Nueva York, donde nos quedamos muy poco tiempo, y
de allí nos fuimos en tren a Washington. Hasta entonces no había viajado nunca
en pullman, por lo que grande fue mi sorpresa cuando me instalé en uno de
aquellos anchos sillones acolchados y comprobé lo mullidos que eran. Me parecía
estar sentado sobre las nubes y el hecho de que estas nubes pivotaran sobre sí
mismas como uno quisiera aumentaba mi sorpresa, pero, desde que me dejara
estupefacto ver Nueva York por vez primera, iba de novedad en novedad. Sin duda,
había momentos en los que me sentía triste a más no poder de sólo pensar que no
volvería a ver París durante mucho tiempo, pero, por otra parte, me sentía
envuelto en una especie de torbellino y eso no dejaba de tener interés.
Tenía sorpresas de pueblerino. En Washington, la estación me llenó de
estupor por sus dimensiones. Según me dije, en ella cabría Santa Sofía (que
nunca había visto). En cualquier caso, no nos quedamos mucho tiempo porque
teníamos que coger enseguida el tren para Charlottesville, el famoso Virginia
creeper, que nos condujo muy despacio —por eso le llamaban así en tono
burlón— a nuestro destino, pero ¿dónde estaba mi voluptuosa butaca del
pullman? Muy austero me pareció el vagón lleno de humo que olía a tabaco
—a tabaco frío—. De ese viaje ya no recuerdo casi nada, salvo la sorpresa que me
produjo el nombre de Manassas, que me trajo recuerdos de historia. Muy entrada
ya la noche llegamos a Charlottesville, y nos fuimos al hotel que nos habían
señalado como el mejor, el Monticello.
Dormí como un tronco hasta
bien entrada la mañana y enseguida me dirigí a la ventana. Lo que vi me dejó sin
aliento porque aquello parecía como una imagen simplificada, pero incontestable,
de lo que mi madre nos había dicho a todos que era el Sur. Al otro lado de una
pequeña plaza, un cañón de bronce que soñaba con Manassas velaba delante de un
edificio de estilo neoclásico. No faltaba nada: el frontón triangular y dos
columnas dóricas de una blancura inmaculada que sobresalían sobre un fondo de
ladrillo oscuro, lo que les hacía parecer aún más blancas. Era el palacio de
justicia flanqueado por unos magníficos sicomoros cuyo follaje dorado era como
el reflejo de un sol resplandeciente. Todo eso lo miraba yo con los ojos de mi
madre, porque no podría haberlo hecho de otra manera. En unos pocos segundos lo
comprendí todo: el conflicto atroz, la voluntad de sobrevivir. Lo que no podía
saber era la profunda influencia que ese minuto habría de ejercer sobre una obra
que no existía todavía. Una parte de mí mismo tenía como origen ni más ni menos
que el trozo de tierra donde me encontraba ahora. Si yo tenía raíces, eran las
que crecían en este lado del Atlántico. Esta especie de revelación debía de
poner en movimiento todas las clases de ideas que yo encontraría después en mis
libros. De eso tuve una intuición súbita. Y después de que desapareciera, volví
a tenerla de vez en cuando. Habría mucho que decir del hecho de nacer en un país
cuando en realidad se viene de otra parte por una herencia fuerte y directa. ¿Es
posible que eso sea un obstáculo para la unidad interior del ser, y que ésta
haya de realizarse en otro plano? No hablo de desgarro, aunque esta palabra me
ha venido a la mente. Es demasiado tajante y expresa mal lo que siempre he
sentido tan vivamente, pero, por cualquier ángulo que se las coja, las palabras
siempre se quedan cortas, sin llegar a tocar el plano emotivo cuando se va a lo
más profundo.
No le dije nada de lo que sentía a mi tío. Era un hombre
al que mi timidez terminaba por volver tímido. Su voz un poco ronca me hablaba
con un tono bondadoso que me conmovía. Desgraciadamente, me costaba entender lo
que me decía y eso le hacía perder la paciencia. Pero se controlaba, y yo me
daba cuenta, lo que aumentaba mi reserva y mi silencio. ¡Si hubiera podido
hablarle! Si hubiera podido hacerlo con cualquiera en aquellas horas de completo
desasosiego… Él me habría comprendido, desde luego, era humano y bueno, pero era
fiscal en el Tribunal de Justicia de Savannah y ese cargo me parecía un poco
espantoso. Le llamaban Juez Hartridge. De una estatura que me sobrepasaba por
una cabeza, tenía la cara surcada de arrugas y unos ojos risueños de irlandés
que había heredado de su madre.
Al salir del hotel bajamos hasta la
calle mayor donde un tranvía naranja nos llevó hasta las puertas de la
Universidad. La ciudad no me pareció bonita, ni mucho menos, con sus casitas
banales y sin estilo, pero a medida que nos fuimos aproximando a la Universidad,
los jardines, los árboles y los porches de columnas blancas me hicieron cambiar
de opinión por el toque de distinción que le daban a las largas avenidas. Un
pesado puente del ferrocarril tapaba este paisaje que empezaba a parecerme lleno
de encanto. ¡Una lástima! Bajamos un poco más lejos y estuve a punto de gritar
de admiración ante los grandes árboles cuyo follaje multicolor me revelaba el
esplendor del verano indio. Me pregunté si mi tío vería esas cosas como yo. No
lo creo. La familia de mi madre tenía fama, no ya de no apreciar la belleza de
la naturaleza, sino simplemente de no verla. Después seguimos un camino
pavimentado de ladrillo que subía a lo largo de un amplio terreno cubierto de
césped, por el que marchamos bajo el oro y la púrpura. La luz nos rodeaba de
magnificencia a través de las hojas amarillas, rojas o casi violetas —y mi tío
no decía nada—. Yo tampoco, claro. Así que… Pronto llegamos a divisar un gran
conjunto de pilares blancos dominados por una cúpula.
Fue entonces
cuando mi tío me largó un breve discurso del que no he olvidado ni una sola
palabra:
—Son —me dijo (siempre me llamaba así)—, aquí estamos en
el corazón del Sur. Es un gran país con un pasado del que se siente muy
orgulloso. Estoy seguro de que tu madre te ha hablado de él. Y de que te
acordarás de que eres un hijo del Sur. Ahora voy a llevarte a la oficina donde
tienes que matricularte.
Seguimos andando y al llegar a unos escalones
que había que subir, los dos nos detuvimos de repente, como si lo hubiéramos
decidido sin decirnos nada. Entonces tuve la certeza de que mi tío veía por una
vez. Veía lo mismo que yo, pero no como yo, lo cual no era posible. Todo lo que
sentía se hubiera podido resumir en estas tres palabras: estupor, admiración,
inquietud.
¿Cuántas veces no habré visto este campus de la Universidad
ante el que nos quedamos mudos él y yo? ¿Cuántas durante mis tres años de
estudio, mañana y tarde, sin olvidar la noche? La primera vez fue la que contó
más y la que las veces siguientes nunca pudieron borrar, la primera fue la vez
en que la vi realmente tal como era, antes de que la costumbre de verla hiciera
que ya no me fijara en ella. Llegado de Europa donde no existe nada parecido,
miraba el interminable rectángulo bordeado de columnas y pabellones neoclásicos.
La vista se perdía en la lejanía y de mí se apoderaba una sensación semejante al
vértigo. Tuve la impresión de encontrarme en un mundo desconocido, cerrado y
protegido por todas partes, inquietante a pesar de todo. Aquello parecía un
vasto palenque que me esperaba, y ¿qué se hace en un palenque si no es combatir?
Pero, ¿combatir contra qué? El rectángulo se abría completamente al final, y por
todas partes veía grandes árboles de colores suaves o violentos, con una
particularidad, y es que aquel inmenso espacio estaba desierto. «Heme aquí,
pensé. La Universidad… ¿Podré hacerme un sitio en ella?». Esta cuestión que
tantas veces me había planteado, cambiando simplemente los términos, en
circunstancias análogas, me acuciaba ansiosamente aquella mañana.
***
Para el muchacho de dieciocho años que llegaba desde su pequeña ciudad o,
como yo, del extranjero, la acogida de la Universidad, y en particular de los
profesores, no reservaba ninguna sorpresa desagradable, ni mucho menos, pero
quizá era demasiado formal y de una cortesía tan extrema que creaba distancias
insensibles, capaces de turbar a los tímidos. Cualquier recién llegado
acostumbrado al desaliño de las ciudades provincianas o de las zonas rurales
enmudecía ante los personajes vestidos con toda la elegancia discreta que les
permitían sus recursos y que nunca se dirigían a nosotros sin darnos el
tratamiento de «señor». Todos hablaban un lenguaje admirable, puro y preciso. Un
imperceptible aleteo de las pestañas servía de comentario a las faltas que
pudiéramos cometer en nuestras respuestas, salvo las veces, pero en ese caso
hacía falta que el error fuera de bulto, en que era sustituido por un
escandalizado arqueo de las cejas.
En la sala de inmensas ventanas donde
nos reunía, el Dr. John Calvin Metcalfe, profesor de literatura, representaba el
modelo de lo que debía de ser un Virginia gentleman. ¡Qué poco se parecía
a la idea que se tenía de un estadounidense en Francia! Ni alto ni bajo,
delgado, el bigote cano muy cuidado, se mantenía muy erguido e inmóvil con una
media sonrisa, divertida a veces, apenada otras. Imposible no fijarse en el
pliegue afilado de su pantalón gris ni en las gafas que sujetaba con una cinta
negra. La destreza con que el Dr. Metcalfe hacía caer ese adminículo con un
simple movimiento de los músculos de la frente hubiera provocado la envidia de
cualquier actor. Ésa era una habilidad que compartía con nuestro presidente de
la Universidad que, por su parte, era un virtuoso en esos efectos, a veces
espantosos. El Dr. Metcalfe se mostraba más discreto. Una vez colocadas en su
sitio, las gafas indicaban la vuelta a la seriedad tras alguna de las
observaciones humorísticas que se nos permitía reír.
La sola idea de
incordiar a un hombre tan cortés únicamente habría podido surgir del cerebro de
un desequilibrado. Delante de él nos portábamos bien. Por mi parte, me quedaba
quieto en mi rincón, esperando que nunca se fijara en mí. Pero eso es lo que
hizo un día que leíamos La Puerta del Señor de Malestroit, de Stevenson.
Dirigiéndose a mí con una especie de afabilidad que me hizo temblar, me hizo una
pregunta fácil, demasiado fácil quizá, porque puse todo mi empeño en
complicarla, y con voz alta y fuerte respondí algo que rozaba la impertinencia,
impelido por un miedo horroroso. Mis palabras fueron acogidas por una carcajada
general, y el Dr. Metcalfe bajó la cabeza sonriendo, pero nunca más me
interrogó.
Sin embargo, aún hubo otra vez en la que tuve que superar un
nuevo escollo. En un curso que nos daba sobre Shakespeare declaró que la primera
literatura del mundo desde la Antigüedad era sin discusión posible la de… Aquí,
desvió la mirada hacia mí, y se quedó como dudando de lo que el parisiense
podría decir. Pero el Dr. Metcalfe no titubeaba nunca y pronunció el nombre que
no produjo ninguna sorpresa: «England».¿Acaso esperaba una objeción mía?
No la hubo. Yo estaba fascinado por Shakespeare y buscaba desesperadamente un
nombre que oponerle. Silencio. No lo encontré.
Sin ir tan bien vestidos
como nuestros profesores, ya que ninguno de nosotros era rico y no había nadie
que tuviera coche, observábamos ciertas normas en cuestión de indumentaria y,
por lo general, nos vestíamos correctamente.
Nota de la Redacción: agradecemos a
Alhena
Media la gentileza por permitir la publicación de este
fragmento del libro de
Julien Green,
Ente
dos mundos (Alhena Media,
2009).