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José Ángel Barrueco: <i>Recuerdos de un cine de barrio</i> (Baile del Sol, 2009)

José Ángel Barrueco: Recuerdos de un cine de barrio (Baile del Sol, 2009)

    AUTOR
José Ángel Barrueco

    LUGAR Y FECHA DE NACIMIENTO
Zamora (España), 1972

    BREVE CURRICULUM
Escritor, columnista diario del periódico La Opinión de Zamora. Ha publicado las novelas Monólogo de un canalla (2002) y Te escribiré una novela (2003 y 2009), la obra de teatro Vengo de matar a un hombre (2004), el libro de microrrelatos El hilo de la ficción (2004) y el poemario No hay camino al paraíso (junto a Javier Das, 2009). En prensa tiene Para esas noches de insomnio (2009), una selección de sus relatos y artículos. Vive en Madrid




Creación/Creación
José Ángel Barrueco: Recuerdos de un cine de barrio (Baile del Sol, 2009)
Por José Ángel Barrueco, lunes, 2 de noviembre de 2009
Autobiografía novelada, con un hilo conductor: el Cine Pompeya propiedad que fuera de la familia de su autor, una sala donde se proyectaban películas en sesión continua y doble de todos los géneros. Describe, pues, su infancia asociada a las vivencias relacionadas con el edificio, con las películas, pero también con el trato personal con los porteros y los acomodadores, la observación de clientes, las aventuras de un proyeccionista, a menudo pasado de copas… No faltan otros ingredientes como la escuela, las chicas, las primeras masturbaciones, la familia. José Ángel Barrueco contrapone el brillo del cine con el gris de la realidad. El Pompeya ya no existe, en su lugar queda un edificio de viviendas. En las páginas de Recuerdos de un cine de barrio su autor ha conseguido mantenerlo vivo.


Trailer de la novela Recuerdos de un cine de barrio, de José Angel Barrueco. Prólogo de Tomás Sánchez Santiago. Ilustración de Miguel Ángel Martín. (Editorial Baile del Sol, 2009) (vídeo colgado en YouTube por TheKankel)

El año de 1980 supuso aventurarme por títulos imprescindibles, enriqueciendo cada semana mi memoria cinéfila.
Una de las sesiones matinales trajo a Sabú volando en una alfombra mágica, a un genio coletudo y unos cuantos paisajes exóticos de El ladrón de Bagdad.
Fue también mi oportunidad de asistir al reestreno de La naranja mecánica, que se anunciaba aquel año como «Doblada». Filme surgido de la novela de Anthony Burgess, con una puesta en escena rara y helada y un mensaje antiviolencia, significó la consagración de Malcom McDowell y su posterior declive al ser encasillado en papeles de psicópata. Pero jamás superaría su interpretación en la película de Stanley Kubrick. El look de los cuatro personajes resultaba un hallazgo estético, con sus uniformes blancos y sus hueveras, contrastando armoniosamente con los bombines negros, las botas militares y los bastones. El rostro de Alex, desencajado por la brutalidad, la ironía y la vileza, su mirada firme (adornado un ojo con una luenga pestaña postiza) y el salvajismo de sus actos, fascinaba a los espectadores. Escenas como la del bar al que suelen acudir Alex y sus drugos, en que los surtidores son los pezones de esculturas de mujeres por las que fluye el moloko, la violación de una chica ante el horror de su esposo maniatado, el castigo que el protagonista propina a sus secuaces en el puerto (inspirado por la música de Beethoven) o las humillaciones a las que era sometido éste por sus propios amigos, por varios vagabundos, por las instancias oficiales en un tétrico escenario, e incluso por sus padres, fueron esenciales para mí, que comencé a amar la violencia en el cine.
Unas semanas más tarde, oiría a mi padre conversar con uno de los clientes acerca del próximo estreno de Mad Max, que protagonizaba un joven e inédito Mel Gibson:
—Esta película va a dar de qué hablar. Es de ésas de carretera, y ha sido clasificada «S», pero no por sexo, sino por su violencia. Fíjate lo dura que tiene que ser.
—¡Coño, ya lo creo!
Con el oído alerta, apuntaba en mi cabeza el título para no perderme el estreno. Luego asistiría estremecido a un carnaval de cuero negro, policías desquiciados, motoristas macarras, escopetas de cañones recortados, accidentes de carretera... El personaje principal se tomaba la justicia por su mano, en un entorno en que la ley no resolvía los problemas. Max Rockatansky se vengaba de unos hombres que no comprendían otro lenguaje que el de la sangre, en un ambiente futurista y yermo.
Pude conocer en el 80 el humor inteligente de Woody Allen, y sentí miedo con los asesinatos de cachorros en Viernes 13, y descubrí una superproducción majestuosa y dramática: Lo que el viento se llevó. Mi prima y yo entrábamos en todas las sesiones, para sufrir las angustias de la guerra y los amores reñidos de Clark Gable y Vivien Leigh. Para reír con el doblaje al castellano de la criada negra, matizada por una voz con mucho salero. En un papel escrito a su medida, Clark Gable suministraba a su personaje una adecuada y consistente suma de cinismo, entereza y caballerosidad, perfecto su desplante final a la morbosa Vivien Leigh.
En el cine de barrio continuaba mi tributo a los reestrenos: Viaje al centro de la tierra, Robin de los bosques, El bueno, el feo y el malo. Esta última película arrancaba un gran partido de la interpretación de Eli Wallach, en el papel de «feo», aunque en el título original fuera «el bruto». La obra de Leone, como todos sus westerns a la italiana, estaba habitada de secundarios y extras españoles que colaron de pistoleros norteamericanos gracias a los rostros sin afeitar, las patillas ensortijadas y la tosquedad de sus rasgos. El guión contenía diálogos abarrotados de humor, un Clint Eastwood sin nombre ni pasado y un Lee Van Cleef de mote glorioso: Sentencia. En el prólogo, con sus primeros planos de tipos barbudos y estrafalarios, Leone mostraba la personalidad y comportamiento de sus tres personajes principales, reforzados por la banda sonora de Ennio Morricone, una obra maestra de guitarreos y fanfarria.
Aparte de estas reposiciones, seguían siendo numerosos los bodrios de chinos y sus saltos y golpes imposibles, y los títulos eróticos y de porno blando.
Sentado en una silla de madera del vestíbulo, o encima de la barra del ambigú, rodeado de los más estrafalarios individuos, oía los perpetuos, monótonos, extenuantes y prolíficos gemidos de las chicas de los filmes obscenos. Adornaba las actividades incansables de colchón una música añeja y destartalada cuyo ritmo quería adaptarse al vaivén de sus protagonistas. Gente de todas las edades, con predominio de varones, se metía en desbandada al cine a contemplar la carne de oferta. Los jubilados, los adolescentes, los cuarentones, los obreros, las pandillas de los barrios circundantes, los tipos que se suponían finos y de clase alta y fingían interesarse por otro título (de kárate o de reestreno), frecuentaban la sala: un público heterogéneo. Incluso estaba el crítico sesudo que en las grandes obras del cine se echaba una cabezadita, pero que solía asistir con fidelidad y los ojos como platos a este festival sicalíptico y educativo.
—¡Eh, tíos! —Exclamaban los chicos de dieciocho y veinte años—, esta peli es de follar, hay que entrar a verla.
Y mi padre se frotaba las manos, porque cada largometraje de este género denostado traía buenos dividendos en taquilla. Los carteles eran semejantes, las actrices parecidas y los nombres de las películas, similares.
—Por muchas veces que pongamos Con las bragas en la mano o Lady Porno, siempre se llena la sala —decía.
—La gente sólo quiere ver carne —sentenciaba Manolo, el de la cabina.
—Je, je, saben dónde está lo bueno —reía algún cliente atento a la conversación.
No faltaba el hipócrita de turno, consumidor de todos los pornos posibles, que, a la salida, y para darse ínfulas de presunto intelectual, comentaba aquello tan manido de:
—Joder, qué malas son estas películas. Todas iguales... Menudas mierdas que ponéis.
—Pero tú no te pierdes una —acusaba irónico Manolo a un tipo con cabeza de cebolla pelada, voz de pito y gafas bailando en la punta de la nariz, a punto de despeñárseles hasta los labios.
—Bah, a mí lo que me gusta es el cine de calidad.
—Se nota...
Todos aquellos misterios del sexo, que se intuían en los llantos de placer que emanaban de los bafles de la sala, me los iría desvelando uno de mis primos, en ese tono confidencial que conferimos a los secretos a voces:
—Me ha dicho Tony, mi compañero de clase, que para hacer el amor y tener hijos hay que meter el pito en el sitio por el que mean las chicas.
—¿Sí? —Inquiría, sin salir de mi asombro por lo retorcido del asunto, tratando de dibujar la escena en mi cabeza. Las confusiones se sucedían en mi mente.
—Sí, sí. Imagínate.
—Puagh, qué cosa más rara.
—Ya te digo.
Pero entonces entendía mejor los revolcones bestiales de La naranja mecánica o las escenas de amor, que tendían a aburrirme a esa edad.
Ese año mítico fui a otro cine a ver una de las secuelas más importantes de mi niñez: El imperio contraataca. De la proyección salía deprimido junto a mi primo, porque a Luke Skywalker le cortaba Lord Vader una mano y al Capitán Solo lo congelaban en un bloque de carbonita. Conocíamos, no obstante, a Yoda, como un maestro filósofo zen, con ojos de Einstein y frases como losas. Esos eran los temas que, entonces, nos quitaban el sueño.
Nos reconcomía descubrir que no era la cigüeña quien depositaba en cada hogar a los niños, como nos habían hecho creer tantas veces. Nos desbarataba por dentro el saber que era una invención aquel cuento de que sólo aparecían hijos por la casa si uno matrimoniaba. De todas las mentiras y embustes que nos cuelan en la niñez (incluidas las concernientes a los Reyes Magos, Papá Noel y el Ratoncito Pérez), la reproducción fue la única que no me dejó tan consternado y aturdido, porque, a fin de cuentas, en el cine parecían pasarlo de miedo con la práctica de estos retozos. Cuando uno conoce las verdades y sale del estado de la inocencia, advierte que a su alrededor se ha forjado un mundo ficticio, irreal y hueco, pero necesario para un jovenzuelo. El descubrimiento de la procreación me invitaba a imaginar el pene del hombre en el agujero prohibido de la mujer, tratando de asimilar este nuevo dato maravilloso que nos había sido encubierto en clase, cuando el maestro, abrumado por el pudor o porque adolecía de un incurable conservadurismo, decidió que la lección sobre los genitales y la coyunda no era conveniente, y se lo saltaba como si fuese un tema prescindible en la educación de unos chicos. Esos muchachos, a la postre, tendrían que acudir a habladurías como única fuente que saciase su falta de conocimientos, y se formularían mil y una preguntas, confundidos por aquello que, pensaron, era pecado.


Nota de la Redacción: este texto pertenece a la novela de José Ángel Barrueco, Recuerdos de un cine de barrio  (Baile del Sol, 2009). Queremos hacer constar nuestro agradecimiento a Ediciones Baile del Sol por facilitar la publicación en Ojos de Papel.
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