Trailer de la novela Recuerdos de un cine de barrio, de
José Angel Barrueco. Prólogo de Tomás Sánchez
Santiago. Ilustración de Miguel Ángel Martín.
(Editorial Baile del Sol, 2009) (vídeo colgado en
YouTube por TheKankel)El año de 1980 supuso aventurarme por
títulos imprescindibles, enriqueciendo cada semana mi memoria cinéfila.
Una
de las sesiones matinales trajo a Sabú volando en una alfombra mágica, a un
genio coletudo y unos cuantos paisajes exóticos de
El ladrón de Bagdad.
Fue también mi oportunidad de asistir al reestreno de
La naranja
mecánica, que se anunciaba aquel año como «Doblada». Filme surgido de la
novela de Anthony Burgess, con una puesta en escena rara y helada y un mensaje
antiviolencia, significó la consagración de Malcom McDowell y su posterior
declive al ser encasillado en papeles de psicópata. Pero jamás superaría su
interpretación en la película de Stanley Kubrick. El look de los cuatro
personajes resultaba un hallazgo estético, con sus uniformes blancos y sus
hueveras, contrastando armoniosamente con los bombines negros, las botas
militares y los bastones. El rostro de Alex, desencajado por la brutalidad, la
ironía y la vileza, su mirada firme (adornado un ojo con una luenga pestaña
postiza) y el salvajismo de sus actos, fascinaba a los espectadores. Escenas
como la del bar al que suelen acudir Alex y sus drugos, en que los surtidores
son los pezones de esculturas de mujeres por las que fluye el moloko, la
violación de una chica ante el horror de su esposo maniatado, el castigo que el
protagonista propina a sus secuaces en el puerto (inspirado por la música de
Beethoven) o las humillaciones a las que era sometido éste por sus propios
amigos, por varios vagabundos, por las instancias oficiales en un tétrico
escenario, e incluso por sus padres, fueron esenciales para mí, que comencé a
amar la violencia en el cine.
Unas semanas más tarde, oiría a mi padre
conversar con uno de los clientes acerca del próximo estreno de
Mad Max,
que protagonizaba un joven e inédito Mel Gibson:
—Esta película va a dar de
qué hablar. Es de ésas de carretera, y ha sido clasificada «S», pero no por
sexo, sino por su violencia. Fíjate lo dura que tiene que ser.
—¡Coño, ya lo
creo!
Con el oído alerta, apuntaba en mi cabeza el título para no perderme
el estreno. Luego asistiría estremecido a un carnaval de cuero negro, policías
desquiciados, motoristas macarras, escopetas de cañones recortados, accidentes
de carretera... El personaje principal se tomaba la justicia por su mano, en un
entorno en que la ley no resolvía los problemas. Max Rockatansky se vengaba de
unos hombres que no comprendían otro lenguaje que el de la sangre, en un
ambiente futurista y yermo.
Pude conocer en el 80 el humor inteligente de
Woody Allen, y sentí miedo con los asesinatos de cachorros en
Viernes 13,
y descubrí una superproducción majestuosa y dramática:
Lo que el viento se
llevó. Mi prima y yo entrábamos en todas las sesiones, para sufrir las
angustias de la guerra y los amores reñidos de Clark Gable y Vivien Leigh. Para
reír con el doblaje al castellano de la criada negra, matizada por una voz con
mucho salero. En un papel escrito a su medida, Clark Gable suministraba a su
personaje una adecuada y consistente suma de cinismo, entereza y caballerosidad,
perfecto su desplante final a la morbosa Vivien Leigh.
En el cine de barrio
continuaba mi tributo a los reestrenos:
Viaje al centro de la tierra,
Robin de los bosques,
El bueno, el feo y el malo. Esta última
película arrancaba un gran partido de la interpretación de Eli Wallach, en el
papel de «feo», aunque en el título original fuera «el bruto». La obra de Leone,
como todos sus
westerns a la italiana, estaba habitada de secundarios y
extras españoles que colaron de pistoleros norteamericanos gracias a los rostros
sin afeitar, las patillas ensortijadas y la tosquedad de sus rasgos. El guión
contenía diálogos abarrotados de humor, un Clint Eastwood sin nombre ni pasado y
un Lee Van Cleef de mote glorioso: Sentencia. En el prólogo, con sus primeros
planos de tipos barbudos y estrafalarios, Leone mostraba la personalidad y
comportamiento de sus tres personajes principales, reforzados por la banda
sonora de Ennio Morricone, una obra maestra de guitarreos y fanfarria.
Aparte de estas reposiciones, seguían siendo numerosos los bodrios de chinos
y sus saltos y golpes imposibles, y los títulos eróticos y de porno blando.
Sentado en una silla de madera del vestíbulo, o encima de la barra del
ambigú, rodeado de los más estrafalarios individuos, oía los perpetuos,
monótonos, extenuantes y prolíficos gemidos de las chicas de los filmes
obscenos. Adornaba las actividades incansables de colchón una música añeja y
destartalada cuyo ritmo quería adaptarse al vaivén de sus protagonistas. Gente
de todas las edades, con predominio de varones, se metía en desbandada al cine a
contemplar la carne de oferta. Los jubilados, los adolescentes, los cuarentones,
los obreros, las pandillas de los barrios circundantes, los tipos que se
suponían finos y de clase alta y fingían interesarse por otro título (de kárate
o de reestreno), frecuentaban la sala: un público heterogéneo. Incluso estaba el
crítico sesudo que en las grandes obras del cine se echaba una cabezadita, pero
que solía asistir con fidelidad y los ojos como platos a este festival
sicalíptico y educativo.
—¡Eh, tíos! —Exclamaban los chicos de dieciocho y
veinte años—, esta peli es de follar, hay que entrar a verla.
Y mi padre se
frotaba las manos, porque cada largometraje de este género denostado traía
buenos dividendos en taquilla. Los carteles eran semejantes, las actrices
parecidas y los nombres de las películas, similares.
—Por muchas veces que
pongamos
Con las bragas en la mano o
Lady Porno, siempre se llena
la sala —decía.
—La gente sólo quiere ver carne —sentenciaba Manolo, el de
la cabina.
—Je, je, saben dónde está lo bueno —reía algún cliente atento a
la conversación.
No faltaba el hipócrita de turno, consumidor de todos los
pornos posibles, que, a la salida, y para darse ínfulas de presunto intelectual,
comentaba aquello tan manido de:
—Joder, qué malas son estas películas.
Todas iguales... Menudas mierdas que ponéis.
—Pero tú no te pierdes una
—acusaba irónico Manolo a un tipo con cabeza de cebolla pelada, voz de pito y
gafas bailando en la punta de la nariz, a punto de despeñárseles hasta los
labios.
—Bah, a mí lo que me gusta es el cine de calidad.
—Se nota...
Todos aquellos misterios del sexo, que se intuían en los llantos de placer
que emanaban de los bafles de la sala, me los iría desvelando uno de mis primos,
en ese tono confidencial que conferimos a los secretos a voces:
—Me ha dicho
Tony, mi compañero de clase, que para hacer el amor y tener hijos hay que meter
el pito en el sitio por el que mean las chicas.
—¿Sí? —Inquiría, sin salir
de mi asombro por lo retorcido del asunto, tratando de dibujar la escena en mi
cabeza. Las confusiones se sucedían en mi mente.
—Sí, sí. Imagínate.
—Puagh, qué cosa más rara.
—Ya te digo.
Pero entonces entendía mejor
los revolcones bestiales de
La naranja mecánica o las escenas de amor,
que tendían a aburrirme a esa edad.
Ese año mítico fui a otro cine a ver una
de las secuelas más importantes de mi niñez:
El imperio contraataca. De
la proyección salía deprimido junto a mi primo, porque a Luke Skywalker le
cortaba Lord Vader una mano y al Capitán Solo lo congelaban en un bloque de
carbonita. Conocíamos, no obstante, a Yoda, como un maestro filósofo zen, con
ojos de Einstein y frases como losas. Esos eran los temas que, entonces, nos
quitaban el sueño.
Nos reconcomía descubrir que no era la cigüeña quien
depositaba en cada hogar a los niños, como nos habían hecho creer tantas veces.
Nos desbarataba por dentro el saber que era una invención aquel cuento de que
sólo aparecían hijos por la casa si uno matrimoniaba. De todas las mentiras y
embustes que nos cuelan en la niñez (incluidas las concernientes a los Reyes
Magos, Papá Noel y el Ratoncito Pérez), la reproducción fue la única que no me
dejó tan consternado y aturdido, porque, a fin de cuentas, en el cine parecían
pasarlo de miedo con la práctica de estos retozos. Cuando uno conoce las
verdades y sale del estado de la inocencia, advierte que a su alrededor se ha
forjado un mundo ficticio, irreal y hueco, pero necesario para un jovenzuelo. El
descubrimiento de la procreación me invitaba a imaginar el pene del hombre en el
agujero prohibido de la mujer, tratando de asimilar este nuevo dato maravilloso
que nos había sido encubierto en clase, cuando el maestro, abrumado por el pudor
o porque adolecía de un incurable conservadurismo, decidió que la lección sobre
los genitales y la coyunda no era conveniente, y se lo saltaba como si fuese un
tema prescindible en la educación de unos chicos. Esos muchachos, a la postre,
tendrían que acudir a habladurías como única fuente que saciase su falta de
conocimientos, y se formularían mil y una preguntas, confundidos por aquello
que, pensaron, era pecado.