La
única fuente de agua potable se halla a las afueras del poblado. El agua
corriente, en Mihatovici, no es potable (foto de Marc
Javierre)Edin y Edina son musulmanes aunque ellos no lo sepan.
Aún no saben distinguir las letras, pero en la puerta de su casa una pegatina
les etiqueta: “Yo amo el islam”. Nacieron en el 11/4, la cuarta puerta del
edificio 11 de la cincuentena de edificios que hay en el campo de Mihatovici, de
dos plantas cada uno y con dos pisos por planta. Visto desde el otero por el que
pasa la única carretera de tierra que sirve de acceso, son cinco hileras de 10
construcciones cada una que se pueden comparar con los chamizos de Soweto,
prefabricadas, con materiales inconsistentes idóneos para las goteras y con un
tendido eléctrico evanescente que hace que la luz vaya y venga, venga y vaya.
En 1997, los padres de Edin y Edina llegaron a Mihatovici, en un momento en
el que cada piso acogía a tres familias.
Una casa: dos habitaciones y un
baño repartidos en 35 metros cuadrados. La cocina es un anexo del comedor,
separada de este por una fina cortina con olor a sosa cáustica.
Su
nombre significa
fiel. Edin tiene cinco años. Rubiales, con los ojos
saltones de los camaleones, como dos cráteres lunares, y con unas ganas de jugar
que no le caben en los bolsillos, que lleva igual de agujereados que los
calcetines que se ha quitado. Pantalón corto de segunda mano, camiseta verde
oliva tarada, zapatillas sin fosforitos, se apega a cualquier visitante después
de haberlo estudiado apenas cinco minutos. La falta un diente.
Su nombre
también significa
fiel. Edina, la hermana de Edin, tiene un año y medio.
Evidentemente, no habla; gorjea. Con muchos “ums ums ums” de las tribus
nigerianas se hace entender lo suficiente para que su madre le prepare un
biberón con la leche de una vaca que paste en los prados limpios de minas.
A
Edina, un personaje salido del
Sarajevo. Diario de un éxodo de Dzevad
Karahasan, aún no le han salido todos los dientes.
A Hanija, la madre de
Edin y Edina, le basta una voz para que sus dos retoños se acomoden en su
regazo, encerrados en los límites de su confinamiento con el acompañamiento de
una soledad colectiva. Hanija se sorprendería de su belleza si mudara el rictus
de su cara, que ha acumulado los sinsabores de una existencia marcada por el
odio de los demás. Con 23 años ya es mayor, y ha enterrado sus sueños de niña
boba, como ella dice, en la fosa común en la que yacen la mitad de sus
incisivos, su padre y sus dos hermanos. Con ella vive su madre, Behka, la abuela
de Edin y Edina, una anciana prematura de 56 años, que come sin hambre, habla lo
justo para descargar la molestia de sus palabras y calla más de lo que nadie
podría nunca aguantar, como si Chillida la hubiera vaciado por dentro con la
bujarda de sus gravitaciones y le hubiera arrancado el alma y la hubiera
desmenuzado en migajas de pan para que fuera imposible recomponerla. En el
pañuelo que le cubre un pelo grisáceo de estropajo, se encuentra la única pizca
de color en esta mujer que ha abandonado el mundo de manera súbita, sin más
queja que la que farfulla para aliviarse el frío de los pies. Le faltan casi
todas las muelas.
Behka ayuda a Hanija a pelar judías verdes que se han
secado al sol, en la puerta del 11/4.
Las sopas de alubias constituyen el
plato favorito de Halil, el padre de Edin y Edina, un
muslim que se deja
crecer la barba para que se asemeje a la de Faruk Boric, el mejor analista
político del diario
Oslobodenje. Halil, con 30 años, se levanta cuando
los gallos cantan, se viste con su chándal más elegante y se va a trabajar a la
obra en el descacharrado Yugo (coche de la época comunista) de algún compañero.
Aún quedan muchas casas que reconstruir en Bosnia. Paradójicamente, la mitad de
los hombres de Mihatovici no tiene trabajo.
Halil comparte con su prima
Meliha el número de caries. Meliha, prima segunda de Edin y Edina, vive en un
barrio periférico de Tuzla, y les suele visitar una vez por mes, vestida de
rojo, con pendientes de opalina y con dientes nuevos.
Meliha combina su
bosanski (idioma bosnio) con un perfecto castellano hiperlatino
(ustedes, lindo, divino…), aprendido de las telenovelas argentinas que
sintoniza por satélite. No tiene cuenta de correo electrónico. “¿Facebook?”
Cada agosto, ella suele llevar a Mihatovici a una centena de cooperantes
españoles que recluta en Barcelona la asociación solidaria Trenkalòs
(www.trenkalos.org), que desde 1999 reclama el cierre de este campo y el retorno
de sus ocupantes a las aldeas en las que nacieron, como se les ha prometido. Con
el dinero que los jóvenes pagan por la estancia en el campo (20 euros por
persona y noche), muchos de los desplazados pueden tirar adelante. Un sueldo
normal no supera los 300 euros. Los gastos mensuales ascienden a 200 euros. En
Mihatovici no pagan el alquiler, y cada semestre han de renovar su permiso de
residencia. “A mí me ayudaron a comprar una vaca para tener leche para el niño”,
les protege Meliha, quien gestiona y distribuye la “ayuda” foránea, por lo que
muchas refugiadas se le acercan nada más verla con una súplica: “¿Tienes a
alguien para mí?”.
Multitud de niños juegan por doquier. Edin juega a las palmas con una
vecina. Su futuro es un interrogante (foto de Marc Javierre)Halil
y Hanija se conocieron en Mihatovici. En el 2002 se casaron. Ella tenía 16 años.
Sólo ha ido una vez al cine, cuando tenía cinco años. Cuida de Edin y Edina.
Un día normal en Mihatovici, Edin y Edina se despiertan a la par, a las
ocho. Edin desayuna unas pastitas de chocolate con las que Edina se pringa las
manos y mancha la ropa. Edin sale a la calle sin asfaltar y lo primero que hace
es escupirle a un gato, al cual le da vértigo toparse con este muchacho de
cabello de avena.
Edin ayuda a su abuela en el huerto, en el que crecen los
tomates que detesta. Por el contrario, el pan de pita se lo zampa por los codos.
Edina disfruta del silencio de Behka cuando esta se recoge en el
comedor-cocina para tejer con una batería de agujas los calcetines de lana de
oveja que luego intentará vender a los voluntarios foráneos que la visitan.
Edina aguanta con estoicismo los achuchones y besuqueos de Hatija, la vecina,
con una dentadura mellada que la aterroriza.
Edin ronda el templo de
Diocleciano de la escuela, a la que tendrá que ir el año que viene. El director,
Fejzo, le espera con el vano intento de cortar la hemorragia de bajas en el
centro. Muchos niños no terminan el curso. Han de contribuir con su trabajo al
sustento familiar y se las ingenian para ganar el máximo número de
marcas
(marco convertible bosnio) traficando con moras y setas en las cunetas.
En
la escuela de Mihatovici, sufragada por Kuwait, los chavales estudian, sobre
todo, geografía: las nuevas fronteras, las viejas fronteras... En la planta
baja, cerca del aula de ordenadores, un cuadro que Tàpies pintó expresamente
para la organización Mestres per Bòsnia. En la planta superior, la clase que da
cobijo a los 40 alumnos, de todas las edades, con un invitado de honor: un
esqueleto con el que se imparte anatomía y al que algunos han apodado Freddy, en
recuerdo de Freddy Krueger.
Si se hace daño o pilla una neumonía o la
tuberculosis, Hanija conduce a Edina al
ambulanta. Se fía del doctor
Suljo, que atiende primero los trastornos, las hipertensiones y los problemas de
corazón, de diabetes y de minusvalía en las piernas de Emir, el hijo de Mina,
con una boca necesitada de endodoncias.
Edin se pierde por el basurero de
polvo y hollín, con botellas de cerveza tiznadas y a medio calcinar. El camión
de la basura pasa una vez por mes. Edin tira piedras a las sombrías botellas, y
se ensucia tanto que la suciedad se raspa y su madre no tiene agua en abundancia
para lavarle.
El agua corriente en Mihatovici no es potable, así que las
mujeres caminan los mil metros que hay hasta la fuente pública, con un caño
generoso y una deuda con la patria. Una placa con la flor de lis homenajea a la
decena de hijos del pueblo de Mihatovici, a un paso del campo, que dieron su
vida en las trincheras. La mitad perecieron en la ofensiva serbia de 1995,
“cuando cayó Srebrenica...”.
Edin juega al fútbol con una de las pelotas de
Mihatovici, y el fútbol es pasión, aunque chute a cualquier cosa que su
imaginación trastoque en portería. Enfrente de la casa de Ramo, en las cuerdas
de tender, pende una toalla de cuando Ronaldinho vestía la camiseta del Barça.
Al final de la calle, dos pintadas recientes: Ronaldo-Kaká.
Cuando acompaña
a su madre a Tuzla, y anda dos kilómetros hasta la parada del autobús de línea,
Edin ya no pregunta por los graneros chamuscados. Hanija le explica que los
serbios les atacaron “sólo por rezar diferente”.
A la vuelta, Edin lleva las
bolsas de su madre con la ropa usada que le ha comprado a la viuda Mejra; perdió
a su marido en Srebrenica. A Mejra le faltan tres dientes.
Edina no
distingue las horas del reloj de pared con grabados arábigos. Edina chupetea los
chupachups locales y los pega en la alfombra que cubre las tres cuartas partes
de su casa.
Edin, en su deambular, y tras haber comido a deshora, acepta la
rodaja de sandía que le ofrece Seka, del 4/1, inseparable de su amiga Enisa, del
4/2. Las dos hacen una dentadura. Edin da las gracias:
“Hvala”.
Hanija lleva en brazos a Edina de un lugar a otro, y así recibe las
carantoñas que a veces la hacen reír y a veces la asustan. Edina se siente
segura con Jasmina, la delgadita dependienta con uñas pintadas de azul de la
prodavnica (un colmado no más grande que el quiosco de Don Julián, en
Barrio Sésamo). Edin, con el sol de la tarde, se estira en la hierba,
frente a los almiares. Desde allí oye el ritmo ensordecedor de
Red Apple,
un grupo de rock bosnio que procura destronar al cantautor mejor
considerado, Dino Merlin. Su vecino Cello, con los caninos gastados, pincha la
música.
Edina será la novia de Hatab, el bebé del hermano de Hanija. Es lo
que quiere creer la madre. Que se aleje de las drogas que están matando la
juventud como la guerra mata.
Edina debe de escuchar una veintena de
nes (noes) por hora. Su madre no le pasa una.
Edin se junta con los
dos hijos desdentados de Lutvja, cuyo marido, con postemillas, ha trabajado
recogiendo cobre junto con Buco, el esposo de Meliha.
Con las primeras
sombras de la noche, la oscuridad tantea. Edin se queda prendado de Mersi, el
diminutivo de Mersala. Un niña de 11 años tan hermosa como el sol de junio y a
quien no le falta ni un piño.
Edin se va a casa. Hace caso a los
“brzo,
brzo!” (“¡rápido, rápido!”) de su madre.
Edina, al día siguiente, no irá
a la guardería, porque la falta de presupuesto ha hecho que se cerrara la
instalación. Las gallinas picotean lo que encuentran encima de los columpios
herrumbrosos. A Edina no le importa en absoluto. Tiene un año y medio y apenas
tiene dientes.
Cinco mil bolsas con los restos de los hombres asesinados en
la matanza de Srebrenica, los maridos ausentes de muchas familias de Mihatovici,
permanecen en el tanatorio de Tuzla, a 18 kilómetros del campo, a la espera de
ser identificados por la dentadura.
A quienes han sobrevivido al desastre,
los dientes se les están cayendo.
La guerra se transmite de padres a hijos.
Texto: Jesús
Martínez Fotos: Marc Javierre