Me temo que el problema de las obras autobiográficas es que
fascinen al autor porque en ellas proyecta sus experiencia, su derrotero, en una
maquetita manejable y con la pátina mágica del recuerdo. Ejercicio que al resto
de los mortales puede resultar vacuo y carente de interés. Y no hay cosa peor
que el desapego lector, la indiferencia ante las vicisitudes de los personajes,
el asumir de que el ojo se ha vuelto vago y que las páginas se espesan y se ve
lejano e inalcanzable el final. Como cuando, de niños, viajábamos en el coche
familiar rumbo a la playa y ese tiempo muerto de tránsito parecía no terminar
nunca. No hay peor condena que una novelita corta se haga larga.
Ese
viaje a sus recuerdos que emprende el autor, ya digo, puede resultar muy
estimulante para el propio Le Clézio, pero si el lector llega a sentirse como un
espectador de un arcón de fotos ajeno, es que algo no se ha hecho bien. Y esa
sensación predomina a lo largo del texto, cierta distancia con lo relatado, por
no hablar de una construcción del armario literario algo frágil, que puede sumir
al lector en una considerable pérdida de las referencias dentro de la propia
novela.
Por
La música del hambre desfilan personajes en los que
el autor no se detiene apenas, pese a que forman el coro que gira en torno a la
joven y sensible Ethel. Entran en el relato sin que se sepa muy bien la razón de
su inclusión y provocan que la novela se despliegue y avance sin un norte
definido. El deterioro familiar es lento y no logra crear la tensión necesaria
para que el lector sienta en sus propias carnes esa música del hambre que no
llega a sonar. El conflicto se convierte en 'problemas de ricos', materia con la
que difícilmente se conmueve al lector exigente, empatía que se consigue
pulsando una de esas teclas secretas que esconde la Literatura, que no están al
acceso de todos.
Se maneja Le Clézio con un uso del
lenguaje y del ritmo muy equilibrado, de una aparente simplicidad que esconde
una complejidad y un trabajo artesanal de horas que apenas sí se reconoce. Es
una pena que no sea al servicio de una trama mejor ordenada y menos, digamos,
burguesa, que ponga de alguna manera en vilo al lector
Hay en la obra de Le Clézio un gran soniquete a salón
familiar, a burguesía de domingo por la mañana, a té con pastas, a novela,
discúlpenme la
boutade, para señorona de bien que gusta de leer novelitas
para distraer su ociosa jornada. La reproducción de las conversaciones que se
mantienen en una de esas mañanas de domingo en que los Brun abren sus puertas es
un buen ejercicio de decoro poético, de reproducción de un tipo de comunicación,
pero eso no basta para cautivar al lector, hecho éste que no conviene olvidar
entre las motivaciones de quien construye una obra literaria. Y no me refiero a
seducciones fáciles, hay novelas en las que el lector sufrirá en la batalla,
pero que librará con orgullo. No es éste el caso: en cuánto el lector se
cuestiona qué hace leyendo ese libro y no otro es que algo se ha hecho mal.
Se maneja Le Clézio con un uso del lenguaje y del ritmo muy equilibrado,
de una aparente simplicidad que esconde una complejidad y un trabajo artesanal
de horas que apenas sí se reconoce. Es una pena que no sea al servicio de una
trama mejor ordenada y menos, digamos, burguesa, que ponga de alguna manera en
vilo al lector. Pero el exceso de recuerdos, con toda la carga evocadora que
desprende cada uno de ellos, produce uno de los efectos menos deseados por el
escritor, que es la disociación autor-lector. Pasa como con los sueños, de los
que René Descartes decía que eran aburridisimos, en un afirmación que más de uno
suscribiría sin dudar. Todo un universo sensorial que al soñador emociona y
fascina, pero que al receptor de esa información deja completamente frío. Con
los recuerdos hay que tener la misma precaución. Lo decía el pintor Eduardo
Arroyo, en la reciente presentación de sus memorias,
Minuta de un
testamento (Taurus): “Hay que tener mucho cuidado al hablar de la infancia,
porque en seguida se aburre”. Cansa, pues, tanta evocación, porque el lector
comprometido trata de sumergirse en esa invitación a la memoria ajena, labor que
en doscientas páginas resulta ingrato si no se ofrece algún tipo de
compensación.
Cae también el autor nacido en Niza en otro exceso que
tiene que ver con los riesgos y trampas de la nostalgia, que es el de la vuelta
al lugar donde uno ha sido feliz (del que Sabina canta que no hay que volver).
Una vuelta al lugar de los hechos que recuerda a aquel anuncio de patatas fritas
en que todo había cambiado menos la churrería donde fabricaban las ricas
patatas. Salpimentado con unas referencias al drama judío de la Segunda Guerra
Mundial que no acaban de resultar convincentes, el narrador convertido ahora en
personaje se fija en aquellos espacios emblemáticos de su niñez, y los enumera:
RUE FALGUIÈRE
RUE DU DOCTEUR ROUX
RUE DES VOLONTAIRES
RUE
VIGÉE LEBRUN
RUE DU COTENTIN
RUE DE L'ARMORIQUE
RUE DE VAUGIRARD
AVENUE DU MAINE
BOULEVARD DU MONTPARNASSE
RUE DES ENTREPRENEURS
RUE DE LOURMEL
RUE DU COMMERCE
NOTRE DAME DU PERPÉTUEL SÉCOURS
sumiendo al lector en esa constante indiferencia narrativa por el que ha
sido llevado de la mano por una novela que se promete deliciosa y que resulta
tediosa y prescindible.