Jean-Gustave-Marie Le Clézio: La música del hambre (Tusquets, 2009)

Jean-Gustave-Marie Le Clézio: La música del hambre (Tusquets, 2009)

    TÍTULO
La música del hambre

    AUTOR
Jean-Gustave-Marie Le Clézio

    EDITORIAL
Tusquets

    OTROS DATOS
Barcelona, 2009. 686 páginas. 17 €



Jean-Gustave-Marie Le Clézio

Jean-Gustave-Marie Le Clézio


Reseñas de libros/Ficción
Jean-Gustave-Marie Le Clézio: La música del hambre (Tusquets, 2009)
Por Eduardo Laporte, lunes, 4 de mayo de 2009
Editada en España (Tusquets) en abril de 2009, la última entrega de último premio Nobel de Literatura, Jean-Gustave-Marie Le Clézio (Niza, 1940), se publicó en Francia días antes de que el autor recibiera el máximo galardón de las letras. El escritor francés pulsa en La música del hambre los acordes de los años felices del París de antes de la ocupación alemana y el posterior derrumbe de tipo moral, económico y familiar que invadió la sociedad de la época. Con una cadencia nada estridente, Le Clézio pone en escena ese periplo decadente de la familia Brun, procedente de la colonia francesa de isla Mauricio. Cargada de un gran bagaje autobiográfico, la novela discurre por el cauce de la constante evocación, el argumento de la nostalgia, la entronización de la memoria a través de calles queridas, retazos de conversaciones extinguidas y otras miradas al pasado que, por una serie de razones que desarrollaremos, no acaban de conquistar al lector.
El éxito implica exigencia. Ante premios como el Nobel, no es extraño que el público lector afile sus garras críticas y se acerque a los títulos del premiado con una disposición juiciosa que quizá no tendría sin los oropeles de la gloria. No me parece ilegítimo. Sobre todo, en galardones que se entregan a autores no del todo conocidos en la comunidad lectora mundial, con intención descubridora más que consagradora. Un Coetzee frente a una Lessing, por ejemplo.

Cuando concedieron el Nobel a JMG Le Clézio, la prensa especializada reaccionó un tanto a contrapié. Le Clézio era casi un completo desconocido en España, casi sin obra traducida. Recuerdo, no obstante, que un periodista cuyo nombre omitiré le dedicó, en las horas inmediatamente posteriores a la concesión del premio, una hagiográfica columna en la que, como Sofía Mazagatos con Vargas Llosa, se declaraba gran seguidor de su obra aunque no había leído ninguna. Conocer a Le Clézio imprimía prestigio.

Me temo que el problema de las obras autobiográficas es que fascinen al autor porque en ellas proyecta sus experiencia, su derrotero, en una maquetita manejable y con la pátina mágica del recuerdo. Ejercicio que al resto de los mortales puede resultar vacuo y carente de interés

Meses después, llegaron en goteo las obras de este francés mestizo, que ha vivido más de veinte años en México, tras un periplo nómada entre Asia y América y posterior enclave en Alburquerque, Nuevo México, ciudad en la que también residió el poeta Ángel González y que alberga una sede del Instituto Cervantes.

La más reciente, La música del hambre, se trata de una obra netamente parisina, a diferencia de otras del autor, como El pez dorado, de temática más asilvestrada. Una de esas novelas con aire de déjà vue, que toman la familia como elemento vertebrador del relato, y que apoyándose en esa particularidad, se adentran en los densos procesos históricos del momento. Imbricada en la Historia, la realidad de la familia Brun nos permite conocer, precisamente, esa Historia. He ahí el valor de algunas buenas novelas, saga en la que es dudoso que La música del hambre logre hacerse un hueco.

Porque en esta novela, la carga familiar, que pivota en la joven Ethel y sus amoríos filolésbicos primero y más convencionales después, es el verdadero eje de la novela. No pasa nada, en principio. Ahí están los Buendía, en Cien años de soledad de García Márquez, que sirven de excusa para levantar ese mundo remoto y poco menos que fantasmal que es Macondo. O Los Baldrich, por poner un ejemplo contemporáneo, de Use Lahoz (Alfaguara), que también aborda el tema de la familia como radiografiador de realidades. No conozco la novela de Lahoz, pero sí puedo decir que en la de Le Clézio las tintas cargadas en el elemento familiar resultan un tanto excesivas frente a la carga historicista, de miras más generosas.

Ese viaje a sus recuerdos que emprende el autor, ya digo, puede resultar muy estimulante para el propio Le Clézio, pero si el lector llega a sentirse como un espectador de un arcón de fotos ajeno, es que algo no se ha hecho bien

Me temo que el problema de las obras autobiográficas es que fascinen al autor porque en ellas proyecta sus experiencia, su derrotero, en una maquetita manejable y con la pátina mágica del recuerdo. Ejercicio que al resto de los mortales puede resultar vacuo y carente de interés. Y no hay cosa peor que el desapego lector, la indiferencia ante las vicisitudes de los personajes, el asumir de que el ojo se ha vuelto vago y que las páginas se espesan y se ve lejano e inalcanzable el final. Como cuando, de niños, viajábamos en el coche familiar rumbo a la playa y ese tiempo muerto de tránsito parecía no terminar nunca. No hay peor condena que una novelita corta se haga larga.

Ese viaje a sus recuerdos que emprende el autor, ya digo, puede resultar muy estimulante para el propio Le Clézio, pero si el lector llega a sentirse como un espectador de un arcón de fotos ajeno, es que algo no se ha hecho bien. Y esa sensación predomina a lo largo del texto, cierta distancia con lo relatado, por no hablar de una construcción del armario literario algo frágil, que puede sumir al lector en una considerable pérdida de las referencias dentro de la propia novela.

Por La música del hambre desfilan personajes en los que el autor no se detiene apenas, pese a que forman el coro que gira en torno a la joven y sensible Ethel. Entran en el relato sin que se sepa muy bien la razón de su inclusión y provocan que la novela se despliegue y avance sin un norte definido. El deterioro familiar es lento y no logra crear la tensión necesaria para que el lector sienta en sus propias carnes esa música del hambre que no llega a sonar. El conflicto se convierte en 'problemas de ricos', materia con la que difícilmente se conmueve al lector exigente, empatía que se consigue pulsando una de esas teclas secretas que esconde la Literatura, que no están al acceso de todos.

Se maneja Le Clézio con un uso del lenguaje y del ritmo muy equilibrado, de una aparente simplicidad que esconde una complejidad y un trabajo artesanal de horas que apenas sí se reconoce. Es una pena que no sea al servicio de una trama mejor ordenada y menos, digamos, burguesa, que ponga de alguna manera en vilo al lector

Hay en la obra de Le Clézio un gran soniquete a salón familiar, a burguesía de domingo por la mañana, a té con pastas, a novela, discúlpenme la boutade, para señorona de bien que gusta de leer novelitas para distraer su ociosa jornada. La reproducción de las conversaciones que se mantienen en una de esas mañanas de domingo en que los Brun abren sus puertas es un buen ejercicio de decoro poético, de reproducción de un tipo de comunicación, pero eso no basta para cautivar al lector, hecho éste que no conviene olvidar entre las motivaciones de quien construye una obra literaria. Y no me refiero a seducciones fáciles, hay novelas en las que el lector sufrirá en la batalla, pero que librará con orgullo. No es éste el caso: en cuánto el lector se cuestiona qué hace leyendo ese libro y no otro es que algo se ha hecho mal.

Se maneja Le Clézio con un uso del lenguaje y del ritmo muy equilibrado, de una aparente simplicidad que esconde una complejidad y un trabajo artesanal de horas que apenas sí se reconoce. Es una pena que no sea al servicio de una trama mejor ordenada y menos, digamos, burguesa, que ponga de alguna manera en vilo al lector. Pero el exceso de recuerdos, con toda la carga evocadora que desprende cada uno de ellos, produce uno de los efectos menos deseados por el escritor, que es la disociación autor-lector. Pasa como con los sueños, de los que René Descartes decía que eran aburridisimos, en un afirmación que más de uno suscribiría sin dudar. Todo un universo sensorial que al soñador emociona y fascina, pero que al receptor de esa información deja completamente frío. Con los recuerdos hay que tener la misma precaución. Lo decía el pintor Eduardo Arroyo, en la reciente presentación de sus memorias, Minuta de un testamento (Taurus): “Hay que tener mucho cuidado al hablar de la infancia, porque en seguida se aburre”. Cansa, pues, tanta evocación, porque el lector comprometido trata de sumergirse en esa invitación a la memoria ajena, labor que en doscientas páginas resulta ingrato si no se ofrece algún tipo de compensación.

Cae también el autor nacido en Niza en otro exceso que tiene que ver con los riesgos y trampas de la nostalgia, que es el de la vuelta al lugar donde uno ha sido feliz (del que Sabina canta que no hay que volver). Una vuelta al lugar de los hechos que recuerda a aquel anuncio de patatas fritas en que todo había cambiado menos la churrería donde fabricaban las ricas patatas. Salpimentado con unas referencias al drama judío de la Segunda Guerra Mundial que no acaban de resultar convincentes, el narrador convertido ahora en personaje se fija en aquellos espacios emblemáticos de su niñez, y los enumera:

RUE FALGUIÈRE
RUE DU DOCTEUR ROUX
RUE DES VOLONTAIRES
RUE VIGÉE LEBRUN
RUE DU COTENTIN
RUE DE L'ARMORIQUE
RUE DE VAUGIRARD
AVENUE DU MAINE
BOULEVARD DU MONTPARNASSE
RUE DES ENTREPRENEURS
RUE DE LOURMEL
RUE DU COMMERCE
NOTRE DAME DU PERPÉTUEL SÉCOURS

sumiendo al lector en esa constante indiferencia narrativa por el que ha sido llevado de la mano por una novela que se promete deliciosa y que resulta tediosa y prescindible.