En el año que se cumple el centenario de
Joseph L.
Mankiewicz (1909-1993) parece oportuno acercarse a la obra de un
cineasta que el paso del tiempo, lejos de erosionar su legado artístico, gana
enteros a cada revisión. La historiografía cinematográfica siempre ha tendido a
considerar a Mankiewicz como un «producto», una «pieza» más del engranaje del
Studio System, incapaz de salirse de esos moldes de producción que derivaron en
lo que conocemos como «cine clásico», sin matiz de ningún tipo. Pero la visión
del cineasta estadounidense alineado con un discurso crítico para con su
sociedad y, a la par, el mundo del que formaba parte, ha arraigado más bien
poco.
Joseph L. Mankiewicz: un renacentista en Hollywood trata de
escudriñar en ese perfil de «francotirador» que tantas veces le ha sido vetado
al albur de los ropajes con los que vestía sus producciones. Mankiewicz
utilizaría la expresión del lenguaje oral, en la confección de unos acerados
diálogos trufados de dobles sentidos y unos monólogos con una carga de
profundidad que van mucho más allá del puro artificio, que marcan las claves de
ese discurso que le situaron en su día en el punto de mira de los «inquisidores»
al servicio del senador
Joseph McCarthy.
Fragmento de Eva al desnudo, de Joseph L.
Mankiewicz (vídeo colgado en YouTube por soffwar)La
presente monografía pretende asimismo ofrecer la máxima cobertura posible sobre
el global de su singladura profesional de la que, por regla general, se soslaya
su contribución en el terreno de la producción y de la escritura de guiones para
otros directores. Bien es cierto que este periodo poco analizado –de 1931 a
1944– no tiene parangón con el desarrollo de su actividad tras las cámaras, casi
siempre apoyado por guiones (co)escritos por él mismo en la que entendía la
primera parte de la dirección cinematográfica. En esa etapa de aprendizaje se
iría esculpiendo una mente extraordinariamente analítica, acumulando todo tipo
de experiencias que le valdrían de cara al futuro, sobre todo merced a las
enseñanzas de
Ernst Lubitsch, quien le dio su primera
alternativa tras las cámaras en
El castillo de Dragonwyck (1946). Al
enfrentarse, desde una perspectiva profesional, por primera vez a mirar por el
visor de la cámara, a los treinta y siete años, Mankiewicz ya poseía un aplomo y
una experiencia que le hicieron tomar distancia frente a otros directores
debutantes.
Billy Wilder tan sólo era quien podía competir con
Mankiewicz a la hora de armar unos guiones de «hierro» que ellos mismos debían
plasmar en imágenes. Hermanado con Wilder en esa visión un tanto corrosiva y
nada complaciente sobre la sociedad que les rodeaba, éste sería quien llegaría a
conocer a
Sigmund Freud en persona –aunque el episodio no
resultara demasiado feliz dada la animadversión del galeno austríaco por la
clase periodística–, pero Mankiewicz fue quien demostraría un mayor interés por
el pensamiento freudiano. De hecho, el realizador de
Operación Cicerón
había iniciado los estudios de psiquiatría, pero deslumbrado por el efecto
hipnótico que provocaba el cinematógrafo, entró en los Estudios de la mano de su
hermano mayor
Herman J. Mankiewicz. Coguionista de
Ciudadano
Kane (1941), Herman abrió las puertas a Joseph Leo de un «nuevo mundo» que
invitaba a la ensoñación, pero escondía tras de sí una realidad menos amable y
grata. Joseph Mankiewicz, pues, se aprestaba a escribir su propio «cuento» con
el punto de soberbia que caracterizaba a alguien que se sabía con una formación
intelectual que no tenía parangón dentro de esa comunidad de la que, para bien y
para mal, formaba parte. Ese talante de intelectual, próximo a la figura de lo
que podríamos catalogar de un «Renacentista del siglo XX» –de ahí el subtítulo
del libro: sus conocimientos de Historia del Arte, la carrera en la que se
licenció, literatura, pintura y música eran apabullantes–, le valió para entrar
en contacto con diversos prohombres de las letras angloamericanas, caso de
Graham Greene (
The Quiet American),
Gore
Vidal y
Tennessee Williams (
De repente, el último
verano),
Anthony Shaffer (
La huella) o
Lawrence Durrell (
El cuarteto de Alejandría, cuya
adaptación no llegaría a cristalizar). Pero al que, a buen seguro, le hubiera
gustado conocer sería a
William Shakespeare, al que calificaba
sin paliativos como el mejor escritor de todos los tiempos. De su admiración por
el bardo inglés surgiría
Julio César (1953) y
Cleopatra (1963)
–que se nutriría parcialmente de algunas de sus obras en el
collage de
narraciones que conformarían el guión definitivo–, además de numerosas citas o
referencias que se pueden advertir en los diálogos y monólogos de la práctica
totalidad de sus filmes.
Tráler original de La condesa descalza, de Joseph L.
Mankiewicz (vídeo colgado en YouTube por foxter65)Aunque
no tan poderosa como la influencia que ejerció la obra del genio de
Stratford-Upon-Avon en la formación intelectual de Joseph Mankiewicz, el libro
camina en la dirección de constatar no pocas «coincidencias» entre la obra de
éste y la de
Orson Welles, en una propuesta que esquiva la
propia ortodoxia a la hora de plantearse el análisis de una determinada
trayectoria artística, adentrándose en los meandros del psicoanálisis para
entender el porqué de algunas percepciones que convergerían en la confección de
obras maestras del calibre de
Eva al desnudo (1950). Es sobre todo en la
primera etapa de Mankiewicz como director bajo la égida de la Fox en la que el
cine de Welles cobra un peso si no determinante, significativo, aunque su
desarrollo posterior nos permite visualizar un hombre de miras mucho más
amplias, a ese demiurgo del cine, con ínfulas de «autor» que tuvo la virtud
–para otros, el vicio– de sellar su prematuro testamento cinematográfico con un
film, evaluado a modo de ajuste de cuentas,
Mujeres en Venecia (1967),
que acabaría obteniendo una «moratoria» en forma de dos nuevos filmes,
El día
de los tramposos (1970) y
La huella (1972). Esa «trilogía del
cinismo» que pudo llegar a conformar contra todo pronóstico, cerraría una
filmografía excelsa. Aun a pesar de que pocos de sus filmes se estrenaron con el
metraje para el que había dado su aprobación en la mesa de montaje (
Sam
Peckinpah podría tener un serio competidor en este terreno: las
versiones amputadas se elevan a la decena), ha sobrevivido una obra de
incalculable valor; gemas incrustadas en el gran mosaico que conforma la
historia del cine que Mankiewicz, que con su insobornable compromiso por el
Arte, contribuyó a situar en los lugares más altos de exigencia
creativa.
Discurso de Marco Antonio en Julio César, de Joseph L.
Mankiewicz (vídeo colgado en YouTube por
agolpedecamara)